- Revista: Pimpirimpana, rivista letteraria in linea
- Traducción: Marco Morgione
- Septiembre de 2013
- Publicación en español en Pimpirimpana
- Publicación en italiano en Pimpirimpana
La batida del hombre
Texto de la charla dada en El Festivalico de Caravaca, organizada por El Jardinico
A lo largo de la historia del cine se repite un motivo, aquí y allá, en películas de estéticas y argumentos aparentemente dispares, que nos ha llevado a escribir las siguientes reflexiones. Se trata de historias en las que un hombre cualquiera es perseguido aparentemente sin motivo por otros hombres de los que no se suele enseñar el rostro.
El protagonista o los protagonistas de estas películas solo cuentan en la mayoría de las ocasiones con un verdadero aliado, su propio miedo, que les va fortaleciendo en una fuga o una resistencia llena de obstáculos. Su lucha tiene que ver con el episodio bíblico de David y Goliath, insinuado en el nombre del protagonista de algunas de estas películas, como David Mann en El diablo sobre ruedas. La desventaja es tan abrumadora que la práctica de la libertad, consistente en mantener la vida, es de un heroísmo similar al de la tragedia clásica.
Tratando de resistir, los fugitivos pueden adquirir la nobleza de los hombres que se enfrentan a un destino implacable. Pertenecen a la estirpe de Job, de Edipo, pero al otro lado no hay ya dioses. Ellos tampoco pagan con su persecución por una vieja culpa perdida en el tiempo o en la sangre. La fuerza ciega que se ensaña contra ellos no tiene, en principio, una razón legal o religiosa. No se trata, por tanto, de una venganza ni de un escarmiento.
Por ese motivo, porque no encontramos ningún motivo confesable en la acción del antagonista feroz e implacable, decidido a aniquilar cualquier atisbo de inocencia atacando implacablemente a esos ciudadanos anónimos, nos vemos obligados a buscar un sentido a esa especie de sacrificio en aras donde los dioses y las razones han extraviado sus perfumes y sus palabras.
¿Cuál es la culpa que obliga a perseguir a esos seres especialmente desvalidos? Sería difícil encontrar otra que no sea la culpa compartida con cualquiera de nosotros. Una culpa tan extendida como la humanidad, reconocible en todos los que se pongan a tiro de un verdugo voluntarioso. Una culpa tan poco definida solo puede ser entendida con la finura con la que el filósofo Walter Benjamin explicó en uno de sus fragmentos cómo el capitalismo se había convertido en una religión.
Para Benjamin, el capitalismo no es heredero del protestantismo, como había estudiado Weber, sino que constituye por sí mismo un culto al que no asiste ningún dogma, ningún mito, ninguna palabra que respalde, que dirija las acciones rituales.
Dado que no hay ninguna teología detrás del inmenso aparato dominado por el utilitarismo, es consecuente que su culto sea incansable. Las palabras permanecen junto a los hombres como otros tantos objetos meramente funcionales. Eso hace posible que la liturgia no tenga día de reposo. En ella participan incluso los no creyentes. En esta religión todos los días son festivos, todos los días se oficia.
Por último, y esta característica señalada por Benjamin es la que nos interesa más directamente, el capitalismo está basado en un culto no expiante, como el resto de las religiones conocidas, sino culpabilizante. «Una monumental conciencia de culpa que no sabe sacudirse la culpabilidad de encima echa mano del culto, no para reparar esa culpa, sino para hacerla universal.»
Quizá la película que muestre más claramente esa culpabilidad, ese culto constante sea El show de Truman. En ella se encuentra esa liturgia de máxima visibilidad, el espectáculo, para la que no hay descanso.
El protagonista no tiene escapatoria. Cada uno de sus gestos, cada uno de sus actos, su pareja, sus amigos, casi cada uno de sus pensamientos es parte de un montaje cuya única finalidad es el consumo.
Mientras Truman actúe como ha hecho siempre, representándose sin doblez a sí mismo y colaborando con una vida enredada en un permanente reality show, salpicada de anuncios, no hay ningún problema. Como diría Benjamin, contribuye a cumplir la esencia del capitalismo, cuyo objetivo no es la reforma del ser, sino su destrucción, y hacia ella se dirige la humanidad culpable incluso con alegría, intentando por todos los medios «la consecución de un estado mundial de desesperación», su única esperanza.
Sólo la aparición del azar, de una sorpresa que trascienda la absolutista inmanencia del capitalismo, para el que no puede haber nada más allá del mercado, el protagonista de su propio show consigue el mínimo de conciencia necesario para saberse atrapado y desear tomar sus propias decisiones en libertad.
Es entonces cuando saltan todas las alarmas. El pensamiento propio se convierte en una amenaza y cualquier intento de ser alguien o hacer algo más allá de lo dictado por el espectáculo será perseguido implacablemente, como si la libertad pusiese en cuestión todo el sistema capitalista.
En Figures in a landscape de Losey, distribuida en español como La caza humana, y en la célebre El diablo sobre ruedas, la primera película de Spielberg, también encontramos una persecución despiadada que parece provocada por una insignificante insumisión de las víctimas, tan nimia que ni siquiera parece existir más que en la mente de los verdugos.
En estas dos películas la máquina juega también un papel fundamental como aliado de los antagonistas. En el primer caso se trata de un helicóptero y en el segundo de un camión. Los directores evitan mostrar el rostro de los perseguidores, escondidos detrás de un casco o de una sutil planificación. Hasta el punto de que parecen ser las máquinas las que ejecutan el castigo, las verdaderas protagonistas de la persecución.
La inclusión de la máquina en las aventuras hace que nos preguntemos por su propia historia y su relación con el ser humano. Inventadas con el propósito de evitar nuestra exposición a los grandes peligros de la existencia, en un primer momento nos ayudan a instalarnos en un bienestar que debería alejar los miedos primordiales.
Pero la seguridad que proporcionan nos hace especialmente sensibles a cualquier miedo, y con razón, pues multiplican los peligros. De hecho, parece que han sido incapaces de escapar a su propia naturaleza inhumana, matérica. A veces tenemos la sensación de que las máquinas se revuelven contra el hombre, convirtiéndose en la maldición contra la que habían sido creadas, exponiéndonos a peligros nunca sospechados antes de su invención. ¿Quién no recuerda la naturalidad automática con la que Hall, el ordenador de 2001 odisea en el espacio, ataca a su víctima con la indiferencia de cualquier fenómeno natural?
El escritor alemán Ernst Jünger piensa que con el naufragio del Titanic empieza una etapa en la humanidad dominada por el miedo y la obsesión de la seguridad. La máquina se convierte a partir de ese momento en una herramienta de aislamiento del hombre, condenado desde entonces a disfrutar de una libertad mediada, pues «coarta sus propias decisiones en beneficio de las facilidades técnicas».
La desconfianza generalizada de nuestra época intensifica la protección y ésta provoca un acrecentamiento de la seguridad que cercena las libertades de los individuos. Cada vez es más difícil una supervivencia singular, y aquellos que lo intentan son perseguidos implacablemente en nombre de esa seguridad total para la que no puede existir ningún afuera amenazador.
Para Jünger, nuestro mundo «se asemeja a una embarcación que unas veces exhibe rasgos de comodidad y otras veces muestra signos de terror». La tecnología sería la otra cara de una moneda cuya cruz es la balsa de la Medusa, el naufragio en el que se pondrá de manifiesto que «la situación de animal doméstico arrastra consigo la situación de animal de matadero».
Frente a esa situación de falta de libertad provocada por el miedo, Jünger propone la figura del emboscado, de aquel que toma sus propias decisiones en un mundo en el que la dependencia es casi absoluta y en la que el hombre se ve expuesto antes o después al momento en que la catástrofe o su amenaza otorgarán el poder a los más viles, como en un naufragio en el que de repente los papeles se invierten y el poder lo detentan los más crueles.
Emboscado, en nuestras circunstancias, sería cualquier persona que hubiese decidido no contribuir a lo que el colectivo filosófico Tiqqun ha llamado la falta blanca, que todo el mundo carga por el hecho de vivir en un mundo en el que somos sospechosos en potencia, en el que seríamos capaces de denunciar a nuestros mejores amigos, incluso a nosotros mismos, pues siempre habrá, en la red normativa en la que actuamos para nuestra total seguridad, alguna regla quizá no escrita todavía que nos hayamos saltado.
El ángel exterminador, película a la que Buñuel pensó llamar en un principio Los náufragos de la calle Providencia, con la que el director aragonés quería hacer su propia versión del tema de la Balsa de la Medusa, tan presente en el arte y en la literatura del siglo XIX (recuérdese la gran obra de Gericault o El Chancellor de Julio Verne), ofrece el extremo de una amenaza que sólo se encuentra en la imaginación de los personajes burgueses encerrados por su propio miedo en una fiesta sin salida.
Nuestro mundo, en el imaginario de algunas obras artísticas, parece decidido a encerrarse en sí mismo, a protegerse con una infranqueable capa de desesperación. Y la decisión propia se aleja, como un territorio cada vez mejor defendido (desde fuera) por los propios seres humanos.
Algo así encontramos en Stalker, la película de Tarkovsky. En ella hay un guía, (stalker) que acompaña en la arriesgada empresa de introducirse en la Zona a todos aquellos que todavía quieran adentrarse. Se trata de un lugar prohibido, ferozmente defendido por el ejército, que dispara y persigue a todos aquellos que osen saltarse los límites.
Una vez dentro, los «emboscados» se dirigen a la Habitación, un espacio donde se cumplen los deseos. En ella se recupera el contacto con las fuerzas elementales, de las que se puede extraer el poder de decisión. El único problema es que no es fácil encontrar la Habitación, pues en la zona todo está en permanente cambio, y sólo un verdadero stalker, algo así como un alma pura, puede abrirse camino en un territorio tan cambiante.
La zona tiene connotaciones edénicas y contrasta plásticamente con la grisura verdosa del otro lado de las alambradas. Además, se muestra claramente que la emboscadura se realiza sobre todo en el interior de cada uno, que cualquier aventura externa cuenta con un sentido íntimo, infructuoso desde el punto de vista puramente egocéntrico. No cabe hacer simple turismo ético o metafísico, como los personajes que han contratado los servicios del guía, un científico y un escritor, meros espectadores de una maravilla que ellos observan como visitantes de un museo.
Estas películas, o nuestra interpretación de las mismas, invitan con la imaginación, una facultad ciertamente abandonada en nuestro mundo, a la que la razón mira por encima del hombro con la suficiencia de una prueba superada hace mucho tiempo, a introducirse de corazón en un mundo donde la aventura está proscrita por seres para los que el pensamiento es un puro atavismo, pues ya existe la ley, que nos ampara, como en una novela de Kafka, para condenarnos.