- Revista: Pimpirimpana
- 9 de septiembre de 2014
- Traducción al italiano de Filippo Taviani
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Reposición de Eróstrato
Una masa cada vez más compacta de crímenes y de extraños actos, caracterizados por ‘violencias’ y destrucciones ‘sin móvil aparente’ asedia diariamente a las democracias biopolíticas[1].
Las enfermedades sirven para ampliar nuestra conciencia. Descubrimos lo que no conocíamos gracias a una carencia, a una necesidad. De ese modo nos introducimos por caminos que creíamos vías muertas. Son esas rutas imposibles las que necesitamos transitar cuando algo sucede que nos ha expulsado de la gran vía por la que paseábamos antes confiados. Ahora toca la desconfianza, la sospecha. Todo puede ser causa de nuestra soledad.
Es así como emprendemos ese nuevo camino jamás trillado. Condenados a ser pioneros, la comunidad espera al final. Guiados por la confusión, nos atamos al mal como un guía que nos conducirá hacia la salvación. Nos señalará todo lo monstruoso que despierta la inteligencia y nos enfrenta con un saber no cumplido.
Así es como yo comencé mi colección de atrocidades. Sin saber muy bien a qué enfermedad se correspondían, los síntomas se acumulaban a mi alrededor, diariamente. Ante mí se sucedían hechos absurdos cometidos por semejantes que daban explicaciones todavía más absurdas. Y yo me limitaba a recoger esos extraños testimonios sin saber muy bien para qué servirían.
Ninguno de los sucesos de mi colección estaba provocado por el mal tal como lo seguimos entendiendo. No nos encontramos ante el envidioso y maldiciente Yago. Tampoco se parecen al venenoso Claudio. No parece gente que se haya cruzado con las brujas de Macbeth y se hayan inspirado en sus discursos para cometer sus crímenes.
La estirpe de los personajes estudiados por las páginas que siguen viene de Eróstrato, ese pastor de Éfeso empeñado en pasar a la posteridad como autor del incendio y consiguiente destrucción del templo de Artemisa, una de las siete maravillas de su época. Y lo volvemos a nombrar muy a nuestro pesar, sintiéndonos presa de una maldición.
Es prudente que no conozcamos a otros criminales parecidos. Su conducta se basa en la fama, ese monstruo que Virgilio describe como “fiera hermana de Encélado y de Ceo, / tan rápidos los pies como las alas: vestiglo horrendo, enorme; cada pluma /cubre, oh portento, un ojo en vela siempre / con tantas otras bocas lenguaraces y oídos siempre alerta”. Sus acciones nos resultan familiares a todos.
Aunque nos separen tantos siglos de la Eneida, no podemos dejar de reconocer en la personificación de la diosa a seres e instrumentos que le rinden tributo actualmente:
Por la noche vuela entre cielo y tierra en las tinieblas,zumbando y sin ceder al dulce sueño;de día, está en los techos, en las torres,acechando, aterrando las ciudades.
Tanto es su empeño en la mentira infandacomo en lo que es verdad. Gozabaentonces regando por los pueblos milnoticias, ciertas las unas, calumniosas otras.
Hemos olvidado justamente los nombres de los criminales voceados. Pero la prensa los repone, como una pésima película. Pasan como la espuma, universalmente conocidos durante unas horas. Tras su pequeño minuto de gloria miserable desaparecen, inmediatamente.
Nos queda sobre todo el nombre de Eróstrato. Después de los siglos sigue ahí, a pesar de los desvelos de Artajerjes por borrar de la historia su nombre al enterarse de los motivos que lo habían movido a quemar el templo.
Con todos los demás podríamos formar el retrato robot de un arquetipo infame, el de alguien que se esconde detrás de un nombre falso para ser recordado, para ser reconocido. Con las orejas del magnicida de John Lennon, con las manos del verdugo de Oslo, con las narices del ridículo Jocker de Denver, con los ojos del asesino de la baraja y con muchos otros fragmentos absurdos de tarados sin malicia haríamos ese monstruo que nos serviría para reconocer aquí y allá a este Frankenstein anímico que puebla nuestro mundo como una amenaza en busca de nombre.
Quieren ser tanto que terminan siendo nada. Su ambición es también la de Ícaro, la de Faetón, la de la falena que se inmola por el simple placer de ser visto un instante, el segundo en el que desaparece fulminado en cuanto sale de la oscuridad. Todos ellos parecen irresistiblemente seducidos por la luz. Pero no tienen la ingenuidad de la mariposa nocturna. Saben que se aproximan a una llama sobrehumana. En todos ellos hay una voluntad más o menos consciente de sacrificio.
Imaginamos sus intentos desesperantes por estar ahí como el esfuerzo de una cosa por ser su propia esencia. Se diría una apariencia que de repente tuviese un arrebato y decidiese pasar a ser verdad. Un reflejo empeñado en usurpar al objeto su opacidad, un referente de nombre común decidido a tener nombre propio. Todo tiene el aire de revuelta encabezado por simples mortales para apropiarse de las ideas, de la eternidad, de la sustancia.
No parece que haya escapatoria posible ni rincón del universo en el que no pretendan estar presentes con sus viles acciones de memoria a corto plazo. Tan pronto sacuden con sus bombas el centro de una gran ciudad como se ceban con algún solitario por una calle abandonada de un pueblo olvidado en las montañas o entran en una guardería dispuestos a dejar una huella indeleble de su paso por el valle de lágrimas que ellos riegan.
Su acción es siempre inesperada. La sorpresa, ese condimento necesario del encanto, es forzada por los usurpadores para formar parte del negro cortejo en el que también son invitadas a acompañar con violencia a la muerte y a la representación.
Todo tiene el aire de un ritual de magia negra[2]. Los voluntarios del maldito oficio se acercan a la desgracia, provocada o no por ellos, con un frío acumulado de siglos. Inmensamente necesitados de calor, han perdido la noción de todas las medidas. Su deseo secreto deja intuir un intento de estar por encima de sus posibilidades. Para sobrepasarla, niegan la realidad.
A través de la acción buscan dar cabida a un nombre, su nombre, cuando ya se han quedado sin palabras. Muchos dejan testamento hablado o escrito. A veces largas parrafadas en forma de libros con una aparente ideología que nos podrían hacer suponer un aparato inteligente tras las sangrientas bambalinas. Pero no nos engañemos, no hay nada parecido a una doctrina. Se trata simplemente de la necesidad de ser visto, de ser reconocido por un mundo extraño.
Sería una tentación relacionar esa carencia de atención sentida por las personas que se dejan arrastrar por lo que podríamos llamar el síndrome de Eróstrato con una necesidad religiosa. Resulta demasiado ambicioso para nosotros profundizar en esa historia de amor con los dioses. En cualquier caso, no dudamos de que la raíz de todos estos sucesos está en una problemática relación con lo desconocido.
No podemos dejar de pensar que las aberraciones de los actos erostráticos, sean o no criminales, parecen señalar un problema grave en el seno de nuestras sociedades, un problema con esa parte definitivamente oculta de la realidad que ningún discurso se atreve a enunciar, a manifestar.
Las costumbres dictadas por un Derecho no obsesionado por convertir en una norma cualquier posible relación entre los hombres, por unas máximas religiosas de alcance más o menos universal, por una literatura heroica de carácter directa o indirectamente ejemplar, establecían una serie de barreras y de vínculos entre los seres humanos.
Pero desde la Ilustración hemos tendido a pensar que las leyes, simplemente, servirían por su propio peso para acercar y alejar a los hombres en una justa distancia. Desde hace algo más de un siglo podemos notar que nos falta al menos un ingrediente para recuperar el necesario entendimiento. Carecemos de lazos lingüísticos que nos hagan soportar de modo tolerable el enigma de un mundo absolutamente incomprensible. No sabemos muy bien convivir con ese fondo desconocido de la razón, de la sensibilidad, del sentimiento, que permanece cada vez más inculto y asalvajado.
La acusación de oscuridad o ambigüedad dirigida contra los textos religiosos, contra la literatura, contra un Derecho demasiado universal, se ha terminado torciendo muchas veces hacia todo aquello que no se pudiese enunciar claramente de un modo legislativo o científico. El único ocultismo admitido ha sido el de las jergas jurídicas o especializadas. Así, fácilmente, otros discursos han caído bajo la sospecha de inutilidad. Y con ellos han ido desapareciendo otras formas de entendimiento.
Dado que el único patrón respetado ha sido la ley, cumplirla y hacerla cumplir se han convertido en casi las únicas acciones posibles a las que se pueden reducir nuestras conductas. A lo más que podemos aspirar es a cambiar la ley, para someternos inmediatamente a sus nuevos preceptos.
Sus textos cambiantes tienen en común algo así como un estilo que impregna las mentalidades. Mientras sus frases hechas y sus arcaísmos evitan todo estilo novedoso, las formas verbales de carácter preceptivo, sean perifrásticas (has de hacer), futuros (harás) o imperativo (haz) modulan un discurso cuya única posible interacción pasa por la obediencia.
Hasta la Lingüística ha optado en algunas de sus últimas corrientes por la explicación de sus fenómenos a través de enunciados exhortativos. La Pragmática, con las máximas conversacionales de Grice, controladas por el Principio de Cooperación, nos obligan a que nuestra participación lingüística no contenga ni más ni menos información de la requerida, que sea relevante lo dicho, que no digamos lo que creemos falso o aquello de lo que no tenemos pruebas suficientes, que no seamos oscuros ni ambiguos, que contribuyamos al discurso de forma breve y ordenada.
A partir de ahí se interpreta todo, pues el incumplimiento de esas máximas encierra un sentido que tendrá siempre como punto de referencia esas leyes transgredidas. Toda coherencia gira en torno a ese pivote.
Del mismo modo, el filósofo Bataille da vueltas a su teoría sobre el erotismo teniendo como principio fundamental la transgresión, que “levanta la prohibición sin suprimirla” y es “el impulso motor del erotismo”.
La ley y la transgresión de la ley parecen ser las únicas formas de conocimiento a las que nos sometemos con gusto. ¿Qué es la excepción de una ley científica sino el principio de una nueva ley que nos ayudará explicar esa parte díscola de la realidad?
La ley sólo ha concedido un gran espacio a otro discurso que se ocupa de los extensos márgenes del Derecho. Se trata del periodismo. En principio, parece dedicarse a todos aquellos sucesos que incumplen la ley. Pero también recoge las desavenencias con los preceptos o señala ámbitos en los que la ley todavía no tiene el domino absoluto.
De ese modo, podemos dar por superada en términos sociales la dicotomía entre el bien y el mal, propia de lo que sería un discurso relacionado con un vínculo religioso entre los hombres. Ahora habría que hablar de una nueva polarización entre lo que se encuentra y puede ser considerado dentro o fuera de la ley, en el ámbito del Derecho o en el del periodismo, dentro de la norma o en la excepción.
Si algún fenómeno se encuentra fuera, el periodismo, más o menos especializado, se encargará de hacerlo visible con el fin de incluirlo en normas ya establecidas o propiciar la búsqueda de nuevos cauces interpretativos.
Así, el discurso periodístico se confunde con el discurso de la libertad, de la excepción, de la novedad, de todo lo que todavía no ha sido domesticado. Y no es raro que determinadas personas encuentren en él el único refugio ante un mundo en el que empieza a ser imposible ver y ser visto con ojos que no sean los de la ley.
[1] TIQQUN, Teoría del Bloom, s.l., Editorial Melusina, 2005, p. 106
[2] Karl Kraus en su obra El fin del mundo por la magia negra, ya hablaba de los malditos y apocalípticos hechizos elaborados diariamente por el periodismo.