1 de noviembre

1 de noviembre

Para Chipi

Como su cumpleaños era el día 1 de noviembre, para celebrarlo, ponía las velas encima de los buñuelos y de los huesos de santo. Lo hacía como si fuese una superstición en la que se jugase, no solo su buena o mala suerte, sino la fortuna de toda la humanidad. Cada gesto suyo, cada acción, gracias en parte a esta costumbre, la veía como parte fundamental del mundo. Eso hacía que aquel día sintiese una enorme responsabilidad. Fue muy decepcionante para ella encontrarse con la pastelería cerrada el mismo día de su cumpleaños. Había cogido el coche temprano para llegar con tiempo y no encontrarse los huesos agotados. Cerrado definitivamente, por jubilación.

            No había por allí cerca ningún otro sitio donde comprar los pastelitos de los santos. Era una calamidad y nadie parecía darse cuenta. En casa le pedían que volviese y no diese importancia a esa costumbre. Le prepararían una tarta. Tuvo la debilidad de pensar que aquella costumbre suya de usar un pastel para cada vela empezaba a ser una manía costosa. Eran ya muchos buñuelos y huesos de santo los que necesitaba, y aquello iba a más. Se imaginaba con ochenta años pegándose un atracón de azúcar.

            Aquel rito, además, la dispersaba mentalmente. Se veía rota en mil pedazos, como una corriente de agua dividida en montones de arroyos. Imposible formar un río. Estaba expuesta a desaparecer. La aventura de recorrer todos los caminos era muy peligrosa para su integridad psíquica. Es verdad que nunca había apostado muy fuerte por la sensatez. Es más, la cordura le había parecido un asunto propio de seres no muy valientes. Le gustaba el vértigo de estar a punto de perder la cabeza. De camino al coche vio cómo su razón la abandonaba, cómo se marchaba como una niña jugando con las hojas de otoño, saltando con el viento, hecha pedazos de diversión, convertida en todo aquello que se movía por la acera.

            ¿No estaría arriesgándose demasiado a ser desintegrada? La idea de un río infinitamente dividido, de millones de hilillos de agua incapaces de llegar muy lejos le dio miedo y vértigo. Quizá se dispersaba demasiado. Sintió que cada año de su vida, al que dedicaba una de las velas, pertenecía a seres diferentes. Aquello afectaba a su manera de verse. ¿No estaría contribuyendo a una escandalosa falta de unidad, eso que algunos llamaban coherencia? Tenía veinticinco años, tenía dos ojos, tenía treinta y dos dientes, seguramente siete millones de leucocitos ese preciso instante, cinco millones de pelos repartidos por todo el cuerpo. Cada uno parecía de su padre y de su madre. De seguir así sería una empresa heroica hacer que todas aquellas unidades dejasen de declararle la independencia una y otra vez. ¿Cómo convencerlos, convencerse a sí misma, de que era una sola persona manteniendo costumbres como aquella? ¡¡¡Todos juntos (leucocitos, pelos, ojos y dientes) cumplían veinticinco años!!! Era difícil, porque ella era totalmente contraria a la coherencia. Envidiaba a las nubes, formadas por millones de gotas apretujadas a diminutas motas de polvo. No eran coherentes, pero formaban una sola nube. Y tampoco tenían problemas para disolverse una y otra vez, para unirse con otras nubes y formar otros cúmulos y cirros. La menor brisa les hacía cambiar de forma. Miró hacia atrás, en un gran plano general de su vida, y se vio dispersa.

            Ya en el coche dio varias vueltas a la rotonda. Se resistía a coger el camino a casa, hacia una sola tarta donde arderían sus veinticinco años. Salió por el lado opuesto. Comprobó la debilidad de su decisión en el siguiente cruce, donde hasta el último momento, de un volantazo, no eligió cuál de los dos caminos de una bifurcación tomaba.

            Mientras conducía en dirección a la ciudad, en busca de una pastelería de urgencia, se fue tranquilizando y reconociendo en su camino una certeza que no negaba los demás caminos.

            Al llegar se sorprendió a sí misma decidiendo rápidamente un sitio para aparcar entre dos puestos libres. Pero eso no fue más que una falsa señal, pues enseguida tuvo que sentarse para disimular delante de sí misma las dudas que le asaltaron a la hora de elegir la pastelería. Demasiadas alternativas. Algo le decía que no poder coger todos los caminos la condenaba a la locura y la inmovilidad. Estaba sentada delante de una iglesia, con su voluntad aferrada al banco para no escapar al territorio de la duda perpetua y la opción obligatoria que le esperaban si se levantaba sin haber resuelto. Por un momento pensó en sí misma como una pieza más de mobiliario urbano, tanto como podía serlo un chicle pegado hace dos años, que ha pasado días y días de agua y sol hasta adaptarse completamente y fundirse. Eso la tranquilizaba.

            La gente caminaba a su alrededor. Iban en todas direcciones, como una corriente, como un ser con mil tentáculos que se perdiese por las mil esquinas que confluían allí. Contó las bocacalles. Había al menos ocho que desembocaban en la plaza. Durante un momento sentir aquella especie de monstruo que se derramaba por las calles aledañas le dio cierto alivio. No era el caos absoluto de gentes que no tienen nada que ver entre sí y caminan en direcciones opuestas, cada uno con un interés diferente. Ella estaba allí, como la única persona que se había parado, como el único miembro consciente de ese cuerpo que seguía su vida animal, instintiva, sin prestar atención a su unidad, sin fijarse en ella. Era como el ojo de un pulpo que acabase de ver el infinito y sintiese con vértigo que su cuerpo seguía solo, sin saber que él, ella, allí arriba, había descubierto la clave quieta de un mundo imparable. Ella era la depositaria del orden, la única que conocía la existencia de una ley interior que también era exterior. Ese secreto le daba a su vida un valor vertiginoso.

           Deseaba que las otras personas que caminaban a su lado y no se detenían fuesen también conscientes, a su manera, de la unidad que los mantenía a todos dentro del mismo cuerpo. Ellas también serían ojos, ojos ventosa, ojos viscosos, ojos con piernas que iban de acá para allá, simulando el caos para divertirse. El mundo como un enorme cuerpo, como un solo cuerpo que camina en múltiples direcciones, por un espacio que podría ser entendido también como un lugar donde se debatía el amor incesante que no necesita llegar a ninguna meta porque es eterno y darle un final sería ponerle un límite, demostrar que existía algo más allá del amor. Pero ella también entendía muy bien, quería entenderlo muy bien, estaba esa mañana dispuesta a entenderlo todo, más allá de sus entendederas, que existiese un final como una forma de aumentar el deseo del principio. El final como un modo de acrecentar el inicio.

            Sin acordarse muy bien de qué había venido a hacer allí se levantó propulsada por algo parecido a un ataque de euforia. Decidió disolverse un poco entre la multitud. Se metió por la calle que imaginó más densa de gente y siguió por allí. Al parar en el paso de cebra vio que la gente apelotonada a un lado y a otro de la calle, esperando que los coches dejasen de pasar, eran como dos puños enfrentados, dos puños replegados por la circulación de las máquinas, enfrentados, separados. Y cuando el semáforo se puso verde para los peatones y los coches dejaron de pasar esos puños se abrieron, como dos manos que se extienden una hacia otra y alargan sus dedos para tocarse. Los dedos se entrelazaban. Las manos se daban y se daban. Era para ella una enorme caricia sentirse como una parte de un dedo errante que tan pronto forma parte de una mano como más adelante formará parte de otra mano. La ciudad llena de manos que se dan, se cierran y se abren, dejan que los coches las separen para mejor unirse.

            Pero también había lugares donde sólo había un dedo perdido, un dedo ya en las afueras que no tenía enfrente otro dedo, que cruzaba solo una calle donde nadie lo esperaba. Dedos solitarios hurgando en la ausencia, invocando otros dedos. Dedos que se meten en callejones sin salida y tocan las narices de la oscuridad. Dedos que salen de la ciudad y recorren nuevos caminos, abiertos a buscar otras manos que no sean hombres. Dedos que dan la mano al tomillo que huele bajo la suela. Dedos que dan vueltas alrededor de árboles. Dedos que recorren barrancos. Dedos que son ojos y parpadean al caminar.

            Sí, también tenía la necesidad de salir, la necesidad de estar sola, de no darle la mano a nadie, de darle la mano a lo que no tenía mano. Era, seguramente, una costumbre paterna, heredada desde muy pronto, desde sus primeros pasos. Caminar por donde no había nadie. Con la máxima naturalidad terminó en el cementerio. Le pareció lógico. Su cumpleaños era siempre, en principio, un día triste. Se iba a visitar a los muertos. La consolaba que hubiese flores por todos sitios, flores para amigos y familiares que ya no estaban. Se hablaba con gente que no respondía, incapaces de dar las gracias por las flores que les habían regalado. Era muy raro. Y coincidía con el día que ella había nacido, que había llegado a la vida. Quizá por eso se había acostumbrado a ir a los cementerios. Miró los nombres de las tumbas donde había flores y se imaginó lo que dirían los muertos. Imaginó que les daba su voz para que comentasen la forma, el color o el olor de las flores. Le habría gustado responder a los familiares apenados con voz de ultratumba.

            —Me han gustado mucho las flores; tambiéinsobre dos pastelerrse para eltofurcacin las nubes y los pájaros. Habéis elegido muy bien las palomas. Creo que no había visto en toda mi vida volar a así a unos pájaros. Me gustaban mucho las sombras también. Qué manera de resbalarse por encima de las tapias. Claro, que es muy diferente una paloma, de la sombra de una paloma. La paloma puede volar en el aire, pero la sombra necesita resbalar por una superficie. Me encantaría ver la sombra de una paloma también por el aire. Ese día sería magnífico. Una sombra por el aire.

            Una fuerza especial tiraba de ella ese día. Le habría gustado compartir su absurda alegría con todo el mundo, hacer trastadas. Si borraba la fecha de defunción que había en las tumbas, concedía de alguna manera la inmortalidad a los difuntos y podría sacar una sonrisa de los deudos ese día de triste celebración. Pero no se atrevió a hacerlo. Aunque las tumbas estaban expuestas y todo el mundo podía verlas se dio cuenta de que era algo muy íntimo a la vez. Allí habitaban todos juntos los que habían vivido separados en vida. La ciudad se convertía en una sola casa. En el centro había un gran salón que era la avenida principal, con todos sus panteones y mausoleos. Luego había otras habitaciones, todas comunicadas por pasillos que estaban también ocupados, hasta llegar a las habitaciones más alejadas, donde quedaban bastantes espacios libres. Pero aquella familiaridad con todos los moradores no le daba derecho a ir muy lejos en la confianza con los desconocidos. Aquel gesto de contención le abrió una nueva forma de lucidez. Ella, que había nacido el uno de noviembre, encontró un motivo de alegría en ello. De repente intuyó el sentido de su vida. Ya fuera del cementerio se detuvo un momento para no perderse ni un detalle de aquel ataque de lucidez, pero por su cabeza cruzó una idea que la alejaba de ese descubrimiento. Sabía que tenía que ver con los pasteles, con tener veinticinco pasteles el día de su cumpleaños y no solo uno, con ver el uno en los veinticinco, igual que antes había visto un solo puño en el paso de cebra lleno de gente esperando, en cómo ese puño se derramaba por la calzada e iba en busca de las otras partes de esa misma unidad, con las que se cruzaban, sin fundirse. Pero en su conciencia, al subir a un autobús de vuelta al centro, se impuso un recuerdo que la alejaba de sí misma, de esa sí misma que era todo.

            Había bastante gente. Ya no llevaban flores. Las habían dejado en las tumbas. Eso los dejaba en parte desnudos. Fantaseó con que todos se estaban dando, así, sin los ropajes de las flores, un baño de multitud en la piscina del autobús. Fue mirando uno a uno y volvió a su recuerdo. Era el dilema del tranvía. Siempre le había resultado incómodo, perverso, eso de tener que elegir entre matar a uno o a cinco. Se dijo, sin demasiadas ganas de cumplirlo en el fondo, que la próxima vez que se diese un golpe en el dedo índice con un martillo se daría en todos los demás dedos. Pensó que los pulgares, los corazones, los meñiques y los anulares se rebelarían para no ser menos que el índice. Intentó parar su pensamiento, pero no pudo. Al menos consiguió desviarlo hacia la línea del horizonte. No le decía nada. Todo parecía presa de la desilusión. Algo le faltaba a la realidad para llegar a ser ella misma. Puede que tuviese que ver con que la mayoría de la gente que iba en el autobús venía de visitar a los ausentes, con que ella se había encontrado cerrada la pastelería. ¡Cómo cambiaban los sitios dependiendo de los ojos con los que los mires! Y esa alegría depende de cosas como los buñuelos. ¿Habría heredado alguien la receta o se perderían ya para siempre? De repente, vio una pastelería desde el autobús y salió corriendo hacia el conductor para pedirle que parase allí mismo, pero no lo consiguió. Había una buena colección de normas que impedían hacerlo. Ni siquiera las lágrimas lo ablandaron. Se bajó en la siguiente parada y corrió como una loca hasta el coche sin parar de llorar. Al llegar se dijo que a partir de ese momento era una parte más de una máquina y debía comportarse como tal.

            En casa todo el mundo estaba muy preocupado. Había pasado fuera casi todo el día sin dar señales de vida. Apagó llorando las veinticinco velas de la tarta. Afuera, mientras abrazaba a su madre, vio el movimiento de un árbol. Parecía hacer gestos. Era el viento que le decía hola. Dentro había una planta muy callada, quieta.