Hay dos grandes proyectos de fotografía al final del siglo XIX, realizados por el Observatorio de Lick y por el Observatorio de París. Los dos se embarcan en la ambiciosa empresa de crear un atlas fotográfico de la luna. En París el Atlas Photographique de la Lune, realizado por Maurice Loewy, director del observatorio, y su colaborador Pierre Puiseux está basado en seis mil clichés obtenidos durante quinientas noches de observación. El atlas fotográfico del Observatorio de Link fue finalmente abandonado. Fue el astrónomo Ladislaus Weinek quien aprovechó los materiales del observatorio para publicar su Photographischer Mond-Atlas. En los dos encontramos un claro valor estético más allá de la utilidad para la comunidad científica.
Fue precisamente en el Observatorio de París donde Víctor Hugo, invitado unos años antes, en 1834, por el astrónomo François Arago, pudo contemplar «de cerca» el satélite y tuvo la maravillada experiencia recogida en el libro Promontorium somnii, editado por Siruela con traducción de Victoria Cirlot,
Recuerdo que una noche de verano, hace ya mucho tiempo de esto, en 1834, me dirigía al Observatorio. Hablo de París, donde me encontraba entonces. Entré. La noche era clara, el aire, puro, el cielo, sereno, la luna, en creciente. A simple vista se distinguía la moldeada redondez oscura, la luz cenicienta. Arago estaba en su casa. Me hizo subir a la azotea. Allí tenía un anteojo que aumentaba cuatrocientas veces. Si queréis haceros una idea de lo que es un aumento de cuatrocientas veces, imaginad la palmatoria que tenéis en la mano, alta como las torres de Notre-Dame.
Arago preparó el anteojo y me dijo: mire.
Miré.
Tuve un arrebato de desencanto. Una especie de agujero en la oscuridad: eso es lo que tenía delante de mis ojos. Era como un hombre al que se le hubiera dicho: mire, y que mirara en el interior de un embrollo. Mi pupila no tuvo otra percepción sino algo como la brusca llegada de las tinieblas. Toda mi sensación fue la que proporciona al ojo en una noche profunda la plenitud del negro.
—No veo nada— dije.
Arago respondió:
—Está viendo la luna.
Insistí:
—No veo nada.
Arago replicó:
—Mire.
Un instante después, Arago proseguía:
—Acaba usted de hacer un viaje.
—¿Qué viaje?
—Hace un momento, como todos los habitantes de la tierra, estaba a noventa mil leguas de la luna.
—¿Y bien?
—Ahora está a doscientas veinticinco leguas.
—¿De la luna?
—Sí.
Ése era en efecto el resultado del aumento de cuatrocientas veces. Gracias al anteojo, había recorrido, sin sospechar semejante zancada, ochenta y nueve mil setecientas setenta y cinco leguas en un segundo. Por lo demás este escalofriante y súbito acercamiento del planeta no me producía ningún efecto. El campo del telescopio era demasiado estrecho para abarcar el planeta entero, de modo que la esfera no se dibujaba, y lo que yo veía, si es que veía alguna cosa, no era más que un segmento oscuro. Arago, según me explicó a continuación, había dirigido el telescopio hacia un punto de la luna que todavía no estaba iluminado.
Repetí:
—No veo nada.
—Mire —dijo Arago.
Seguí el ejemplo de Dante frente a Virgilio. Obedecí.
Poco a poco mi retina hizo lo que tenía que hacer. Se operaron los oscuros movimientos mecánicos necesarios en mi pupila que se dilató, mi ojo se habituó, tal y como se dice, y esa negrura que miraba comenzó a palidecer. Distinguía ¿qué?, imposible decirlo. Era confuso, fugaz, impalpable al ojo, por así decir. Si algo tenía una forma, sería aquélla.
Luego aumentó la visibilidad, se ramificaron no sé qué arborescencias, se hicieron compartimentos en esa lividez, lo pálido junto a lo negro, vagos hilos inaprensibles marcaron en lo que tenía delante de los ojos regiones y zonas como si se vieran fronteras en un sueño. No obstante, todo permanecía indistinto, y no había más diferencia que la que va de lo incoloro a lo sombrío. Confuso en el detalle, difuso en el conjunto. Ahí estaba toda la cantidad de contorno y de relieve que se puede bosquejar en el interior de la noche. El efecto de profundidad y de pérdida de lo real era terrible. Y no obstante, lo real estaba allí. Tocaba las arrugas de mi traje, y sí, era yo. Pues bien, aquello también estaba allí. Aquel sueño era una tierra. Probablemente, se caminaba por encima —¿quién?—. Se iba y se venía por aquella quimera. Aquel centro conjetural de una creación diferente de la nuestra era un recipiente de vida. Quizás se nacía y se moría allí. Aquella visión era un lugar para el cual nosotros éramos el sueño. Estas hipótesis complicaban la sensación. Estos esbozos de pensamiento ensayado fuera de lo conocido generaban caos en mi cerebro.
Esta impresión es lo inexplicable. Quien no lo haya experimentado no lo entenderá.
Seamos quienes seamos, somos unos ignorantes. Ignorantes de esto, si no de aquello. Nos pasamos la vida necesitando revelaciones. A cada instante precisamos de la sacudida de lo real. La impresión sobrecogedora de que la luna es un mundo no es la que habitualmente nos proporciona esa cosa redonda desigualmente iluminada que aparece y desaparece de nuestro horizonte.
Los poetas han creado una luna metafórica, y los sabios, una luna algebraica. La luna real está entre las dos.
Es esa luna la que yo tenía ante los ojos.
Lo repito: la impresión es extraña. A uno le pasan por la mente todas las cosas que acabo de mencionar y otras del mismo tipo. A uno le ronda confusamente por la cabeza eso que se llama la ciencia de la luna, y de pronto por azar se encuentra con un telescopio, y ve esa luna, y esa figura de lo inesperado surge delante de ti, y te encuentras cara a cara en la sombra con ese mapamundi de lo Ignorado. El efecto es aterrador.
Otra cosa diferente de nosotros, muy cerca de nosotros. Lo inaccesible casi tocado. Lo invisible visto. Parece como si sólo hubiera que extender la mano. Cuanto más miras, cuanto más te convences que eso es, menos crees en ello. Lejos de calmarse, el asombro aumenta. ¿Es cierto que existe? Esas palideces, quizás sean mares; esas negruras, quizás sean continentes. Parece imposible, pero ahí está. Ese punto negro ¿no será quizás la villa que Riccioli afirmaba ver y que llamaba Tycho? Esas manchas ¿son imperios? ¿De qué humanidad es soporte ese globo? ¿Cuáles son los mastodontes, las hidras, los dragones, los behemots, los leviatanes de ese medio? ¿Qué es lo que allí rechina o ruge? ¿Qué bestias hay? Se sueña al monstruo posible en ese prodigio. Con el pensamiento se distribuyen en esa geografía casi horrible por la novedad, floras y faunas inauditas. ¿Cuál es el hormigueo de la vida universal en esta superficie? Se tiene el vértigo de esa suspensión de un universo en el vacío. Nosotros también, nosotros estamos como ella en el aire. Sí, esta cosa es. Parece que te está mirando. Te tiene preso. La percepción del fenómeno se hace cada vez más y más nítida. Su presencia te oprime el corazón. Es el efecto de los grandes fantasmas. El silencio acrecienta el horror. Horror sagrado. Resulta extraño entrever semejante cosa y no oír ruido alguno. Y además, esa cosa se mueve. El movimiento desplaza esos lineamientos. La oscuridad se complica con la desaparición. El enorme simulacro se deshace y se recompone. Imposible distinguir nada preciso. Imposible despegar los ojos de ese mundo espectro. ¡Qué duelo! ¡Qué bruma de abismo! ¡Qué sombra! Parece imposible.
De pronto, tuve un sobresalto, llameó un resplandor. Fue maravilloso y formidable, y cerré los ojos de deslumbramiento. Acababa de ver salir el sol en la luna.
El resplandor tuvo un encuentro, con algo quizás como una cima, y se topó con ella. Una especie de serpiente de fuego se dibujó en esa negrura, giró en círculo y se quedó inmóvil: era un cráter que aparecía. A cierta distancia, otro resplandor, otra culebra de luz, otro círculo: segundo cráter. El primero es el volcán Mesala, me dijo Arago. El segundo es el Promontorium somnii. Luego sucesivamente resplandecieron, como las coronas de llama que lleva la sombra, como los brocales de los pozos del abismo, el monte Proclus, el monte Cleomedes, el monte Petavius, los vesubios y los etnas de allá arriba. Luego, un púrpura tumultuoso corrió a lo más negro de este prodigioso horizonte, una dentellada de carbones ardientes se erizó y se quedó quieta de una forma terrible para no volverse a mover. Es una cadena de Alpes lunares, me dijo Arago. Sin embargo, los círculos se engrandecían, ensanchaban, se mezclaban en los bordes y se exageraban hasta confundirse todos juntos. Se vaciaban valles, se abrían precipicios, hiatos separaban sus labios que desbordaban una espuma de sombra. Se hundían espirales profundas, descensos pavorosos para la mirada. Se proyectaban inmensos conos de oscuridad, sombras cambiaban de sitio, bandas de rayos se colocaban como arquitrabes de una cresta a otra. Nudos de cráteres hacían fruncidos alrededor de los picos. Todo tipo de perfiles de hoguera surgía confusamente, los unos, humo, los otros, claridad. Cabos, promontorios, gargantas, cuellos, planicies, vastos planos inclinados, escarpaduras, cortes, se enmarañaban mezclando sus curvas y sus ángulos. Se veía la figura de las montañas. Aquello existía magníficamente. Allí también acababa de ser dicha la gran palabra: fiat lux. La luz había hecho de toda aquella sombra repentinamente viva algo como una máscara que se hace rostro. Por doquier el oro, la escarlata, avalanchas de rubíes, un chorro de llama. Se habría dicho que la aurora había prendido fuego bruscamente en aquel mundo de tinieblas.
Arago me explicó lo que por lo demás se comprendía por sí solo: que mientras yo miraba, el movimiento propio de la luna había girado poco a poco hacia el sol el lindero de la parte oscura, de modo que en un momento dado el día había hecho su entrada.
Esta visión es uno de mis recuerdos profundos.
No hay espectáculo más misterioso que la irrupción del alba en un universo cubierto de oscuridad. Es el derecho a la vida afirmándose en proporciones sublimes. Es el despertar desmesurado. Parece como si se asistiera al pago de una deuda con el infinito.
Es la toma de posesión de la luz.
Victor Hugo
“Courtesy of The Linda Hall Library of Science, Engineering & Technology”