Prólogo al libro Tracto de Antonio Santamaría
- Editorial: Arena
- Madrid, 2012
- ISBN: 978-84-95897-42-8
Arde rodeado de nieve
¿Cómo colocarse delante de un libro como Tracto, a medio camino entre la intimidad y el afuera, entre el amanecer y la noche, en mitad de todos los tiempos, entre el animal y el hombre, entre la mirada y el tacto? ¿Cómo mediar con la mediación, intentar colocarse en ese punto intermedio donde el ahora hunde sus raíces en la profundidad de nunca y tensa al otro lado un espacio de siempre fraternalmente vacío?
Uno piensa ir corriendo al diccionario para dar un segundo nombre a la transición, un sinónimo (lapso, umbral, canto, rezo) que nos proporcione la distancia suficiente para convivir con la confluencia de todos los horizontes, conseguir así un resquicio de luz, una linterna con la que atravesar el lugar de paso, con la que cumplir la promesa de frontera enunciada en un título que insiste en mantenerse en la penumbra de los límites.
La osadía en forma de embudo que da nombre al conjunto se convierte en una estancia espaciosa ya en el primer verso: «La mano escribe escaleras». Difícilmente encontraremos en cualquier otro libro de vocación fronteriza un recibimiento tan diáfano, en el que las sombras de los objetos y de los sujetos, las palabras, sean mostradas con semejante nitidez, con una conciencia de su materia tan acabada.
Las connotaciones fuertemente orgánicas y de oscuridad se ven en gran parte confirmadas en la lectura del libro. Aquí «la comunicación genera bruma». Y ¿qué es la bruma sino ese estar envuelto por una forma sin forma, una forma sin nombre por demasiado reciente: las nubes increíblemente significativas? El libro propone la experiencia de hallarnos dentro del propio significado, estar dentro de la nube, calados por la experiencia semántica, en mitad del torbellino que va desde el «lodo cristalino» hasta el sueño del labio, desde la masa informe hasta el coágulo visible.
Se dice de un modo menos figurado en la última sección, «De ignorantia», título con el que ya ha terminado Antonio alguno de sus libros anteriores. En esa doblemente clásica poética final afirma que «se escribe para olvidar el lenguaje». Cada verso construye una parte de esa catedral sumergida en el instante, su hábitat natural, su único lugar de aparición.
En ese lugar de paso, dominado por la ceguera, el cuerpo se hace palabra y la palabra cuerpo. No son extrañas aquí, como en esa ya larga tradición (contra-dicción) que privilegia el tacto sobre la vista encumbrada por la cultura del Renacimiento, las paradojas del deslumbramiento: «negra la luz», «oscuridad idéntica a fulgor». La insistencia en un ofuscamiento que se paladea e incluso se articula («Desea la luz crecer, reencontrarse / entre tus dedos, vacía estancia, / guiar el camino hacia tus labios») se manifiesta de modo lingüístico en un novedoso modo de usar ciertos determinativos. Ya es paradójico que exista algo así como un determinante indefinido, contradictio in terminis que introduce el oxímoron en el centro mismo de la gramática. «Sonido alguno» de «conversación alguna» nos lleva a «país alguno» hallado en «parte alguna», a caballo entre la afirmación y la negación, una tibia negación que afirma con rotundidad, una sombra radiante, de «luz alimentada por las sombras».
A lo largo de las cuatro partes del libro hay una insistencia en la ceguera, un esfuerzo por desmentir las evidencias, por buscar ese fuego interno, que es la savia y le hace a uno huir de sí mismo, como ser temporal, en movimiento perpetuo sin salir de sí mismo, convertido en luz táctil que puebla el tracto y poco a poco se va convirtiendo en escritura.
Porque en este libro el lector tiene la sensación de que las palabras están llenas de una vida secreta, donde la existencia titubea, sin poder salir de su reflejo, de su sombra. ¿Hay algo así como una vida fuera del lenguaje? Sí, pero esa vida sólo está en el poema, en ese acto de palabra que vive en las sombras y en los reflejos. A través de ellos alcanza el olvido donde se escribe «sin fórmulas», donde «el único hilo que me mantiene / atado a la cordura es el de saberme soñado». El poeta es soñado por las palabras. Son ellas las que lo hacen caminar por esa arquitectura efímera de la eternidad («Los peldaños buscan mis pies»). Como decía Dubuffet, el sentido se ahoga si está demasiado tiempo fuera del agua. Es preciso mantenerse en la sombra, por su propia naturaleza.
No hay posible guía para la geografía vertical trazada por este libro, de esa tierra elevada como un horizonte al alcance de nuestros labios, seres de tiempo que vamos de nosotros a nosotros mismos camino del olvido. El suelo de ese edificio de nombre tantas veces pronunciado, tantas borrado, va trenzando su aparición vertiginosa, para desaparecer inmediatamente, dejando entrever un acontecer hecho de peldaños plegados por la emoción verbal que nos sostiene.
El libro se abre con la metáfora de la escalera. El poema, oscuro lugar de tránsito, es una «escalera» que es un «tracto» que es un «edificio sumergido» que es un «paréntesis» que es un «instante entre dos latidos» que es «hogar que conduce hasta uno mismo». La mano va construyendo esa escalera en la dirección opuesta a Babel, pues se trata de una construcción sumergida, abisal, desafiante solo para los hombres, no una aventura divina. El camino que traza la mano a ciegas es el camino circular que parece no avanzar y, sin embargo, nos lleva más allá, de una intimidad a otra, sin abandonar nunca el espacio común.
Testimonio de ello, formalmente, son los versos que se repiten, casi idénticos, en uno y otro poema. Así, vamos recorriendo una alegoría en espiral de la que dan perfecta cuenta las magníficas fotografías de Marion que acompañan a los poemas, como emblemas de luz, coágulos de penumbra. Por ella subimos y bajamos simultáneamente («bajosubiendo»), a merced del crecimiento de la escalera, en un «tiempo abismado que el grito del pájaro escala», en un lugar donde lo que empieza no tiene nombre («ignorante me deslizo / se borra el mundo / en la noche y renace / siempre otro») y la renovación, fiel a costumbres primordiales, se vincula estrechamente con el sacrificio, «sangre inmolada que florece», con la voluntaria pérdida del sentido.
En ese paraíso amnésico del poema queda señalado el punto de inicio: «comienza todo aquí / en la falange de este / dedo todo». Al perseguir el «manantial que huye», ese tiempo que contiene en sí todos los tiempos, el poeta se halla de lleno, tras una práctica insistente en la confusión de los espacios, del adentro y del afuera, en una comunidad de intimidades. Guiado por el movimiento rítmico, horizontal y vertical, de los latidos del corazón, sístole y diástole, que corresponden en sus impulsos con los pliegues de la escalera que se va formando, huella y contrahuella, el poeta se descubre hablando, en el interior de otro cuerpo.
Una de las funciones del poema consiste en alejarnos de las abstracciones. Para ello lo mejor es acercarse a la segunda parte, «Sortilegios», verdadero tratado de fuga del ensimismamiento de las palabras. Cada poema se dedica con ironía a desmentir la mensurable cualidad de algunos conceptos privilegiados por dar nombre a nociones susceptibles de medida. Las definiciones de longitud, peso, velocidad, luminosidad, espacio y tiempo encarnan una discusión distraída contra toda precisión blindada a las contradicciones, convirtiéndose en más pasos (peldaños) hacia la irrupción de la palabra conciliadora («unas veces me aleja, otras me retiene»; «se aproximan y se alejan»), propia del tracto poético. Es aquí donde quizá más claramente se deja ver la fuerza que el poeta otorga a la anécdota («la lectura secreta de las humedades del techo, de las huellas frescas sobre el barro»), al cederle un protagonismo que comparte con la palabra. Como una pareja de enamorados, realidad y poema desquician los sentidos ilusorios de todo orden mediante un reencantamiento basado en la fidelidad al cuerpo que se deja caer, haciendo de su necesidad el principio de su libertad, haciendo de su límite un «infinito fragmento de escritura».
Y al entrar en ese territorio «Sin nombre», tercer círculo del libro, donde habla esa «voz que no existe / pero es tuya», dominado por ceniza, arena y humo innombrables, Antonio se acompaña de Paul Celan, con quien establece expresas afinidades similares a las que el propio poeta rumano encontraba en Heine. También le une a él una sintaxis quebrada, esculpida por el silencio y, en el caso de este libro, un desafío a la muerte y a la nada, a las que también deja trabajar en la obra de negarse, escribiendo hacia el final del libro una especie de réquiem primaveral.
«Welches der Worte du sprichts / du dankst / dem Verberden». Ni Paul (como se llama a Celan en el libro) ni Antonio han dejado de escribir poemas después de Auschwitz. La escritura sigue convocando al polvo. Como el viento, sopla la canción del humo, hace con las tinieblas de la piedra inconfesable una hoguera que aviva nuestros sentidos. El poeta arde rodeado de nieve.
Paco Carreño