Carlos Trujillano

Carlos fue durante muchos años mi mejor amigo. Recuerdo perfectamente la manera que tenía de pararse a mirar. Un día estuvo delante del mar un montón de tiempo. Lo miraba tanto que no me habría extrañado que lo hubiese saludado. Teníamos muy largas y delirantes conversaciones. Juntos vencíamos fácilmente el pudor que produce a los poetas su vocación ebria. Cuando charlábamos me daba mucha alegría sentir que comprendía eso que yo no entendía. Delante de los paisajes y situaciones que compartimos él siempre encontraba la palabra exacta.

Un día de mucho viento íbamos por el puerto de Cabo Palos y los obenques chocaban contra los mástiles. Él enseguida oyó una cacerolada en la cárcel, un motín de barcos. Años más tarde, cuando murió, yo escribí «El día sin Carlos»

Hierba lacia, cabello en la montaña.
Escucha rascar la lima de cigarras.
El mundo se amotina contra tu ausencia.

Selección de poemas de Carlos Trujillano

Se apartó de la vida innumerable
para fundar un tiempo de columnas
una respiración, un dique
que combatiera fiel el fragor de las aguas.

Pero las aguas son el único elemento
son el aire y el tiempo.
Ascienden en la noche hasta extenuarnos
y su fragor no cesa.

Y cómo entregar ahora ese caparazón reseco
de nuevo al sueño de las aguas
a esa viva muerte.

Contra un tiempo detenido de columnas y cantiles
allá abajo el vértigo, su cuerpo innumerable
abre sus panoramas tentadores.

Hacia ellos se cierne el ángel trastornado.

Se ha vuelto ciego el tiempo
y la espesura atenaza
las puertas del pensamiento.
Foscas aventan su pánico las hojas
y las nubes abultan una nada
emanada hilo a hilo
del sueño contumaz de los durmientes.

Se ha saturado el campo de raíces
de premura que no encuentra cobijo.
Ventean un aroma de tormenta los oteros
y las piedras yerguen grito.

Tolvanera del mundo, derrotero confuso
de los pies sedientos, borrados
por un polvo que pulula su hastío.

Un ansia de planetas
se está cerniendo entera
sobre el espinazo reseco
de la tierra.

Creo en la sublimación del barro
en su húmeda nostalgia
en sus brazos tan frágiles, creo.

Y contra los bodegones opulentos
creo en esta sombra apenas erigida y famélica
esbozo de una ausencia a nuestra semejanza.

Violín desafinado y quejumbroso
barro y espera por toda condición
con sus innumerables grietas
con su fatiga de siglos
sin desmoronamiento.

Si ardemos, es justo este túmulo delgado de cenizas.
Si en realidad vivimos, ahí está nuestro sonido
doliendo en la médula del ojo.

Semilla de la noche, esos amantes
sin rostro entre los árboles.
Semilla de la noche, ronca lucha
de raíces, de ropa y sangre, ruedan
desde ha tanto tiempo
que han perdido sus nombres
sólo vestidos
de su piel tan antigua
de su corteza tan antigua o su penumbra vegetal
la claridad persiguen
los dientes de la hierba royendo sus espaldas.

Vienen de tan remoto
perdiendo y encontrando
sus calientes caricias
sabias como el vuelo concéntrico de las aves
o el círculo de la sangre cada vez más estrecho
y son esa semilla rodando, gimiendo
entre los árboles
en esta noche pura como un vaso vacío
en esta noche inmensa, noche del sacrificio
que tiene, como el deseo, laberintos oscuros
y en su centro un ojo vengativo.

Reducido a un diminuto rescoldo en la esquina en sombra, el hombre late, late y sueña. Ha aprendido las altas costumbres del gato, el silencio de la perla y su navegación profunda. Sabe ahora que hay horas poderosas a las que es mejor entregarse con el júbilo de un cangrejo, porque andar hacia atrás es ir desnudando la piel de la memoria.

Por eso su aliento no empaña sino que pule y constela el espejo en el que está caído.
Por eso la espada candente con que despierta.
Por eso esta incomparable sensación de haber establecido contacto con las cálidas corrientes fecundas, con las frágiles líneas de flotación, esos renglones dormidos que se iluminan de pronto al contacto de las manos del nadador.

Como una cosecha líquida cuya extensión no conocemos.

Siempre hay un rostro al que regresar una soledad que aguarda por nosotros. Siempre, siempre, después de las tentaciones después de la sangre y la saliva entregadas una vez palpada la frontera del aire con el convencimiento oscuro de que no hay huida sino ciego descenso en la espiral que se adorna de nombres tortuosos que duele detentar.

¡Oh nombres ! … poblaciones desiertas
que un relámpago súbito ilumina.

¿Qué son esos perros que andan ahí
hozando por entre los escombros ?

Mi conciencia sin duda de ser cero absoluto
pero cero que avento aún con esperanza
y quién sabe si un día
germinaré hacia el uno.

Prólogo

Diez años de creación poética ofrecida en un solo libro. Resulta difícil hablar a la vez de todos los poetas que pueblan la voz de un solo nombre. Sobre todo en un caso como el presente, el de un escritor cuyo pulso late en una población muy ambiciosa. El poeta presta su voz a seres remotos de su historia natural, recorre la vida sin renunciar a los más extraños parentescos.  Se deja hablar, se concede una palabra que ha sido primeramente usurpada al sujeto con el que todo el mundo nos identifica, el sujeto «Condenado a este lado del espejo donde el aire está inmóvil», incrustado en el estrecho espacio que va de la imagen al azogue, sin rebasarlo. Las numerosas imágenes de la flotación tienen en ocasiones connotaciones negativas: flotar en un espejo líquido, en un «lecho de aceite que no admite hundimiento».

La realidad fluye a veces sin nosotros. Movimiento escaso en exhaustos recipientes, ante testigos privilegiados del ritmo vertiginoso o austero que une el cuerpo a nuestro cuerpo, nuestro ser al de los otros, incluidas en el indefinido todas las posibles determinaciones, y probablemente también las imposibles.

El paso fundamental, la única vía fugitiva abierta en el encierro (¿del tiempo, del espacio, de la alucinación transparente?), es un paso hacia atrás, también un paso hacia dentro. Con una minuciosa sensibilidad acendrada en «su dulce masacre» el poeta siente que allá dentro existe el movimiento: «Ríos van discurriendo / pensativos por las venas». Allá, en lo más aquí, existe también cierta bucólica –recordemos el pensieroso renacentista– y extraña melancolía. La poesía, ahora como en el Renacimiento, necesita espacios apartados donde practicar, sin contaminar a los demás, sin hacer que se hunda el mundo de tristeza o estalle de alegría. Carlos nos dirige hacia un locus bien perfilado, el de su cuerpo al acecho y acechado, inmerso y surcado, pieza que vaga y lugar de acogida, trozo de corcho y mar poderoso.

La memoria habita el interior, pero al fondo de ese mundo cruzado necesariamente a oscuras, dándonos la espalda, nos topamos con el verdadero mecanismo de la realidad, con el íntimo despliegue del exterior. Nada puede ser dirigido en ese viaje. Estamos en presencia de una obra que acoge los caminos inigualables, mientras la utopía se agazapa y dirige desde lo más profundo y fluido del cuerpo.

«El secreto de la estatua: su destrucción nocturna». ¿Desconfianza hacia la muerte? No. Se anticipan los hermosos paisajes de una póstuma presencia. De una indeterminada imagen en su origen irónica, de un «esqueleto realmente prodigioso», se hace una visión hermosa y divertida del cráneo recorrido por «las sonrisas de los peces». Máxima ambición de una mirada que pretende que el mundo viva dentro de él y que él viva dentro de lo que mira. Pájaro dentro de la belleza del árbol, árbol dentro de los ojos del árbol.

Por eso tienen tanta importancia los lugares. El poema siempre ocurre en algún lugar, casi toda la poesía de Carlos aparece vinculada a espacios geográficos concretos. El espacio que ocupa el cabo de Gata, la fronda cítrica e industrial de Sagunto, la tierra desmigajada de La Mancha, la sobria locura de El Escorial, Cuenca, sus alamedas, sus callejuelas, los laberintos madrileños, son algunas de las escenas que soplan su papel sobre un rostro sediento de personajes. Esas frases perseguidas desde lo más profundo del olvido componen poco a poco la historia del sueño cantada por un coro cada vez más numeroso.

De vez en cuando se incorpora algún clamor que no viene de ningún sitio, un ansia de fortificación, el cansancio de una esquina escurridiza, estatuas que caminan hacia dentro, pilares y diques dispuestos hacia todos los mares, y esas, son las voces del reino donde el hombre está solo con todos sus peligros y va, uno a uno escuchándolos. Monarca al estilo del cantil, «porque las aguas son el único elemento», oye las voces de súbditos que van procurando la destrucción minuciosa en la que se talla la majestad del «ángel trastornado».

Paralelo al eje interior de mí – interior de otro ya vistos, aparece una vieja dicotomía. El poeta disfruta balanceándose entre las dos opciones de Hölderlin, recordadas en un  epígrafe: «el hombre es un mendigo cuando piensa y un dios cuando sueña». Soñar es ver lo más pequeño con ojos enormes, es hacer de un árbol la raíz del universo, cuando un ciprés oscila movido por connotaciones femeninas. Pero también está toda esa parte del territorio de los sueños que oculta  y da de beber al poder inmensamente ambiguo de nuestros enemigos: «Negro ojo de ogro el hueco onírico». ¿Soñar es pues estar dentro de algo, llámese útero, tumba, agua, aceite, crisma bautismal, saliva de Cronos? ¿Y pensar es que algo esté dentro de nosotros, en la imprescindible fortaleza del cráneo? ¿Nuestros sueños, nuestros estados de flotación, son entonces pensamientos en el interior de un cráneo afortunadamente inmenso o desgraciadamente opresivo?

El pensamiento es el perro que guarda las puertas del sueño, es el espejo sin deshielo, la especulación, por tanto. A él se asciende «como un harapo», como un cadáver que ya no desea seguir siendo recorrido por los suaves peces de la luz. Se pierde el peso de la gravedad, del momento en que «el descenso es subida», y somos alzados por una sed que no es completamente nuestra. En ese territorio de la inteligencia no se sucumbe dulcemente, sino al estilo de Ícaro. El problema del hijo de Dédalo es el de no saber dejarse llevar en un elemento en el que es imposible la previsión.

El pensamiento, el perro, no se alimenta de sueños, pero sabe reconocerlos, desearlos, hacerlos manifiestos. Está atento a lo que oye y a lo que no oye, a lo que ve y a lo que no ve, a lo que huele y a lo que no huele, a las garrapatas que se columpian en las ramas y a las que ya se han dejado caer por su pelaje y beben. Por eso el poeta ha de hacer pasar hambre a su pensamiento, tenerlo avizor. Es algo que no le cuesta demasiado trabajo, tener un pensamiento ansioso, unas ideas que se suben por las paredes y arañan desesperadas el aire de la locura.

La plenitud está estrechamente vinculada al hambre, el soñador con el mendigo como el día y la mañana. Conviene, por tanto, conocer bien el perro pensamiento que guarda las puertas del sueño. Sólo cuando el perro cesa en su desconfianza duerme y nos deja dormir, nos deja aventurarnos, cruzar al otro lado del olvido, para recuperar una memoria que no es solamente nuestra memoria.

Otros dos polos, otras dos caras de esa doncella llamada realidad: tan pronto se viste, tan pronto se desnuda, tan pronto nos da su ausencia como su presencia, juega con su perrito, el deseo, que es puro pensamiento. La naturaleza da y quita. Todas las imágenes del frío, «leño reseco» al que no llega el fuego, «cuartos vacíos», representan un cuerpo inaceptable, un cuerpo sin compañía que vaga por las estancias de la vida como un intruso. La expulsión cotidiana del hombre ante el universo, hombre relegado, arrumbado en una existencia apócrifa, sin lugar de nacimiento, sin el punto donde se despliegan todas las líneas de la semilla que tejen el destino a los destinos.

Carlos hace la crónica de la desdicha, persigue por el mundo a ese sí mismo que no es nadie, que no es el cuerpo único, el cuerpo compartido, al que se llega desde todos los lugares del mundo. Pero todos esos lugares incluyen las estancias malditas de la máxima desesperación. Ese recorrido, que en el fondo es la aventura interior de la inmovilidad, se recoge sobre todo en la serie de los Spleens, baudeleriano título que nos empieza recordando con una cita del poeta francés que el fundamento del tedio es el desinterés de la inmortalidad. El spleen es el abrazo de la mortalidad sobre los vivos («La mortalité sur les faubourgs brumeux»[1]). ¿Es cuando la vida representa lo inmortal y el poeta mortal no puede redimirse ante una fúnebre magnificencia? El poeta, «rey de un país lluvioso»[2], puede sobrevivir al hastío, como Baudelaire, llenando el poema de llamadas exóticas, donde las imágenes rizan su belleza desdeñosamente, ante un espejo helado que es el propio poeta, riguroso observador, maliciosamente acariciado por el desfile de un mundo que sólo se quiere a sí mismo, o como hace Trujillano, ejerciendo una torsión sobre las palabras, haciéndolas cambiar de género («pálido el mueco»), uniéndolas mediante vertiginosas elipsis, girando las categorías gramaticales, como cuando verbaliza un sustantivo («crustáceome», «me dejo desdichar», «tumulan», «sarcasma»), o concretiza nombres abstractos («segrego mi amargura»). También se suele entregar en estos poemas, de modo más acendrado que en los otros, a ciertos malabarismos paradójicos («sin carcoma que apuntale»), a personificaciones («días avarientos»), a tocar los tambores de la aliteración sorda y cerrada («un tumulto de túmulos»), a juntar en un solo vocablo palabras de lógico desacuerdo en la insistencia enfática de los significados («jamás nonunca»), a lanzar preguntas retóricas que dejan resonar su eco en los vastos dominios de barro y hojas secas.

Esta serie de poemas tiene un final maravilloso para el cuento triste de estos poemas «a la desesperada», dos alejandrinos perfectos: «La piedra tiene aullidos de oscura continencia / más allá de la carne que el tiempo ha devastado». La mirada se desvía finalmente de la humanidad hundida en el abrumador lapsus del tiempo, para atisbar primero unos desmentidos al silencio y al hastío («Persisten sin embargo breves crepitaciones»), para morar luego su momento dilatada en el páramo salvaje de la quietud, cuya facultad inquebrantable parece estar fundada en un saber estar, en la virtuosa continencia, como si la piedra hubiese decidido ser piedra antes que derramarse por el mundo.

Como acabamos de ver, en las horas más bajas el poeta afila su destreza y se entrega a un mayor virtuosismo. El desánimo provoca un incremento de los juegos lingüísticos. Ese retraimiento tiene más consecuencias: es cuando «la lengua va madurándose de gritos / que jamás […] serán aventados»: la asimilación de esa fuerza negativa que se mantiene en estado bruto y sólo se manifiesta como una forma de la lenta perfección en que consiste el movimiento creativo de las naturalezas.

Desconfiando de sí mismo, enajenado en el espejo que nunca nos deja pasar al otro lado, el poeta desea ser invitado a una reconciliación con todo aquello que yace oculto. Pero muchas veces es el propio yo quien hace las torpes labores de anfitrión, un anfitrión que realmente no tiene nada que ofrecer, lleno de reproches, el peligrosísimo doble aquí reconocido antes de su mortal aparición, «el peor enemigo».

El poeta entonces hace como que no existe, se encierra. En esa desaparición es donde se acendra el humor. No hay nada más irrisorio para un viviente que dejar de existir y seguir con vida. Los mejores chistes son los que se inventan en la cárcel, en los trabajos forzados. Para salir del «lodazal de la tristeza» nada mejor que renacer por la mirada, desviar los ojos de la propia y enemiga figura, hasta que ésta deje de mirarte. Es en él mismo donde empieza a redimirse, donde empieza a encontrar algo que no es él, voces y gestos extraños que desempeña con la naturalidad de un descendiente, del abuelo, del padre, cuyos gestos reconoce y en ellos instala su navegación de generaciones. Pero no se conforma con esa discreta marcha atrás: «Sabe ahora que hay horas poderosas a las que es mejor entregarse con el júbilo de un cangrejo, porque andar hacia atrás es ir desnudando la piel de la memoria». Acecha las sombras de su «memoria milenaria» sumergido en las genealogías que le llevan a mantener la mirada de los peces anfibios. El suyo en un remoto linaje acuático, como el del protagonista del cuento Axololt de Cortázar. Sabe que el pasado es el único camino que conduce al origen, a la renovación. Insistiendo en su ensimismamiento, repasa las grietas estériles que se ramifican por las paredes, para llegar a la conciencia circular del «cero absoluto», y desde allí, desde el único lugar posible, «donde un hombre sin rostro / claudica de sí mismo», llegar al uno: «germinaré hacia el uno».


[1] Charles Baudelaire, Les Fleurs du mal, París, Press Pockets, 1989, p. 96

[2] Ibídem, p. 98