Carretera verde

CARRETERA VERDE
Paco Carreño Espinosa

“En la casa de la Fortuna si se entra por la puerta
del placer se sale por la del pesar, y viceversa”
Gracián, Oráculo manual

Llegué aquí con la remota maldición de no dormir dos noches en la misma cama, a veces ni siquiera en la misma casa. Pueblos diferentes, regiones alejadas me separaban cada vez más de mí mismo. No repetía nunca dos comidas en la misma mesa. El final de esa maldición impuesta por el deseo de alcanzar quizás lo que ya tenía en cada dormitorio, en cada alimento, pasaba por consolarme con cada uno de los extraños parajes en los que extendía mi cansancio con un pensamiento fijo: abandonarlo todo lo antes posible, algo que conseguía realizar incluso antes de haber dejado los lugares.

Convertía aquellos espacios en fragmentos de una memoria torrencial. Lo desconocido, lo amenazante, representaban una danza balsámica sujeta a los hilos de mi voluntad. Todo me era tan familiar como el ladrido de un perro. Daba igual que fuese de bienvenida o enemigo, era inmediatamente el perro del pasado, vivía ya en otro mundo. Su caseta, su jardín, estaban separados por inmensas capas de ficción. Sus colmillos no compartían la verdad de mi sufrimiento.

Zambullirse, esa palabra guiaba mis pasos. Zambullirme en la tierra, en territorios desconocidos por los que nadie se adentraría. Recorrer el espacio abandonado. Huir, responder al abandono con más abandono. Buscar la tierra detrás de la tierra. Disparar sobre la profundidad de la epidermis. Construir imágenes llenas de segundas, de terceras intenciones. Encontrar el color que hay detrás del color. Dar con la quietud que anida en el movimiento.

La carretera, de tercera categoría, era verde sobre el mapa, con el asfalto lleno de parches. Ronchas de color más oscuro salpicaban la calzada. Tenía bastantes curvas, más de las esperadas. Como siempre, había elegido el camino más largo, también el más angustioso. En una trayectoria como la mía los extravíos son la línea recta. Eso me permite fotografiar lo que parece brotar en ese mismo momento desde una especie de nada o limbo de inexistencia desde el que miro como si yo o las cosas nunca hubiéramos existido anteriormente.

El paisaje esperaba, con su paciencia natural, a que yo desapareciese para empezar a mostrar su verdadero rostro. Consciente de la hostilidad del entorno no me detuve ante las ruinas de hermosos aserraderos que habían desaparecido con los fuegos que parecían haber arrasado la región. Los árboles de los bosques eran de unas dimensiones excesivamente reducidas. Las zarzas y las matas estaban separadas por montones de piedras donde anidaban ciudades de alacranes. Pinos enanos formaban una arboleda rala. Estaban plagados de bolsas blancas. Dentro de la tela blancuzca las orugas hacían su trabajo, preparaban un verano atroz.


Era el final de la primavera. Una multitud de moscas zumbaba ya por los campos. Saqué la cámara por la ventanilla y disparé hacia el suelo. Los puntos de la carretera se convirtieron en líneas. Intentaba estirar los colores en impresión digital para comprobar su resistencia. Quería confirmar la permanencia de la figura en la torsión del movimiento. En otras ocasiones había notado que dentro de una masa de follaje tomado en movimiento desde un solo punto de vista había siempre alguna hoja que no se convertía en su propia estela lumínica y quedaba así figurada con su contorno habitual. Un verde quieto en una masa de verde ido. Sería porque el disparo se produce en realidad desde diferentes puntos, porque se dispara desde una línea, no desde un punto, por lo que a veces salen retratados también los objetos íntegros desde algunos de los puntos. El espacio es discontinuo y juega a hacernos creer con sus apariencias en una continuidad incesante. O quizás el espacio es continuo y discontinuo al tiempo.


Disparaba hacia el asfalto para hacer más violenta mi indiferencia hacia la naturaleza calcinada, hacia el cadáver exhumado del paisaje, pero mi cuerpo, con una insólita sesión de angustia, me obligó a parar con el vómito a flor de boca y a tumbarme en un camino desierto, algo que no me ocurría desde los viajes familiares por carreteras de otra época. El cielo se había casi completamente decolorado por el mediodía. Ningún sonido acompañaba el malestar. Las piedras se clavaban en la espalda y una hormiga comenzaba a escalar por mi tobillo de gigante desafiando con su velocidad la diferencia de nuestros tamaños.


El impacto de una piña estalló de repente junto a un hombro. Me incorporé asustado. Encima no había ningún árbol. Sospeché que una rama mecida violentamente por el viento habría catapultado el proyectil. Nada se movía a mi alrededor. Las copas de los árboles se erguían con la redonda ingenuidad de los pinos. Pensé que una ardilla se balanceaba en el ramaje de los alrededores o que esa misma ardilla jugaba como un niño a arrojarme piñas escondida tras uno de esos troncos delgados. Mi imaginación mareada pobló en un momento el entorno. Sus dientes eran más o menos largos e incisivos, el objeto de su roer más o menos humano.


La siguiente piña cayó sobre mi pierna. Me levanté sobresaltado y todavía tuve tiempo para escuchar el silencio de un acecho desconocido, roto por el ruido de una rama al quebrarse. No había viento. Un pino plagado de procesionarias, como un diabólico árbol de Navidad, se movía agitado por una fuerza autónoma. Una fila de orugas llegaba desfilando hasta mis pies, levantado con un aire marcial los anillos centrales de sus cuerpos. El ejército parecía indiferente a mi presencia, pero la dirección seguida era enervante y fácil de interpretar para una mente paranoica como la mía.

La probable certeza de que toda esa agitación estuviese provocada por los anélidos me produjo una inquietud capaz de ponerme en fuga hacia el coche. Allí, refugiado, conseguí protección contra las siguientes piñas y la conciencia tranquilizadora de que alguien semejante intentaba hacerme correr. No soy temerario, pero disfruto de una enervante curiosidad.


Cogí la cámara y salí del coche en dirección contraria a la procedencia de los tiros. La situación avivaba recuerdos de guerras infantiles en las que había participado con la misma inconsciencia. Corría refugiándome detrás de los árboles o en barrancos que me servían de trinchera, hasta que me sentía cercado y tenía que buscar nuevo escondrijo. Yo no respondía, simplemente sacaba la cámara y disparaba sin mirar. Luego observaba la pantalla visor para ver si atrapaba una imagen de mi enemigo. Las escenas vacías me turbaban al mezclarse con el recuerdo de relatos de Lovecraft en los que la fotografía participa como rasgo de verosimilitud en sus fantasías monstruosas. La caída de las piñas desmentía esa espera inquietante de instantáneas terroríficas.


Bajé por barrancos polvorientos que se deshacían en mi descenso, me clavé las agujas de coníferas afiladas, rompí tensas telarañas tendidas de árbol a árbol, corrí envuelto por la sensación de miles de patas de arañas gigantes recorriendo los brazos, las piernas y el cuello, sudé fugitivo de un fantasma, hasta que por fin apareció en la pantalla mi perseguidor, quieto en una foto movida. Tenía dos brazos delgados terminadas en dedos que ninguna membrana unía. Las piernas bajaban de un abdomen descubierto a la altura del ombligo, largas como columnas de un templo primitivo que desafía por primera vez a la naturaleza, gruesas en el muslo y extremadamente delgadas en la base. Dos manchas desenfocadas en el pecho delataban un movimiento insostenible.


Consciente de mi superioridad, evité esfuerzos innecesarios: esquivé ribazos demasiado empinados, evité el roce con ramas demasiado incisivas, rompí con un palo las telarañas gigantes que cerraban el paso entre almendros silvestres, permitiéndome la morosa observación de especies de arácnidos verdaderamente monstruosas. Mientras, preparaba mi plan y acumulaba valor para reducir al adversario.


La persecución se invirtió durante unos minutos hasta que me lancé hacia el cuerpo que me acechaba. Contra lo que esperaba sus brazos me apretaron. Un calor húmedo y después unos dientes que no se hincaron en mi carne. Caímos abrazados por un ribazo de piedras y cardos. Los cuerpos se refugiaban del relieve adverso del suelo con el mullido espesor de la carne. El sudor olía a resina. Gotas de ámbar caían al suelo. Su piel no me era dulce ni extraña. Detuve su rostro entre mis manos. Las cigarras frotaban jubilosas sus cuerpos. Unos ojos de color incierto me hicieron perder la cabeza. La dureza del suelo nos obligaba a hacer esfuerzos de máxima delicadeza. Apreté sus hombros desnudos, sus pechos y su vientre. Ella me estrechaba entre sus piernas con la fuerza de una liebre. Dábamos vueltas, unidos en un solo cuerpo redondo, rompiendo filas de hormigas cansadas de su ruta. Nos quitábamos los retales de las arañas pegados a la piel con las yemas y con la lengua, curando así y limpiando nuestras heridas de avidez. Compartíamos un lenguaje secreto. Sus significados nacían de improviso y se perdían inmediatamente. No estábamos escribiendo en nuestra piel un armisticio, sino el último cuerpo a cuerpo.

Me desperté abrazado a una muchacha que me miraba. Sus labios mudos estaban perfectamente marcados sobre su carne. Ella cerró los ojos. Su rostro sin nombre parecía cambiar de facciones. Respiraba profundamente por la nariz. A cada inspiración sus rasgos renacían en una incertidumbre que me obligaba a fijarme en ella con una creciente intensidad. Mi respiración la cubría con un sentido contrario a la suya. Reía cada vez más, extendiendo sus carcajadas por el campo seco. Su mirada atravesó mi perplejidad, apretando mi carne en una alegría desbordante. Exploramos con ansia las mutuas debilidades, tratando de encajar otra vez nuestras flaquezas de aire, hasta que caímos rendidos, cada uno a un lado del otro cuerpo, como cortados por una espada tajante de todo hermafroditismo.


Adormilado bajo las cigarras, escuché y vi un paisaje transformado. Un primer vilano, como un descubrimiento, apareció iluminado por el sol. A este siguieron otros muchos hilos de oro que formaban un oleaje de crestas de visibilidad. Eran las mismas telas deshilachadas que habíamos roto en nuestras carreras. Ahora nos hacían ver ese otro lado suave y apacible del terreno. Su presencia aérea e inofensiva, manifiesta a través del sentido de la vista, nos acomodaba en un territorio refinado. Un vuelo de moscas y de mosquitos, igualmente recubiertos de luz, parecía acompañar nuestra respiración.

Las ramas de los pinos se mecían con la danza de su propia música. Los gritos de las cigarras parecían participar en la rectitud de los troncos. Hasta las procesiones de orugas atrapaban mi atención con un interés desproporcionado: la cadencia del cabeceo, el dibujo claroscuro del lomo, la dirección seguida, su forma de esquivar obstáculos, lo que impedía o no el paso de la peluda comitiva, tan extraño en términos humanos, la infinita cadena de sus patas siguiendo una sola voluntad, todo se confabulaba para impedir por primera vez en mi vida que mis pies aplastasen esa cola de gregaria viscosidad. Por el suelo se podía leer la perfección de un destino desconocido, recién inaugurado. Los dibujos de las rocas, que antes me habían parecido apagadas en un tono de lúgubre pizarra o calizas desvaídas, eran apasionantes aguadas.

Mi guía se movía por el monte como una liebre. Conocía a la perfección los secretos húmedos de la región. Entre saltos, burlas y caricias llegamos a un riachuelo. La persecución siguió en el agua y fuera del agua, por un barranco muy empinado. Por detrás de unos árboles un poco más altos sobresalían unos tejados. Las golondrinas gritaban, recién llegadas de África. En el pueblo, desde un castillo en ruinas, reformado con feos apéndices, nos recibieron a pedradas.

Retrocedimos cada uno a por nuestro vehículo. Su bicicleta estaba pinchada. Le ayudé a ponerle un parche y cogí el coche para entrar en el pueblo. La seguí haciéndole fotos por detrás. Desapareció por un laberinto de callejuelas. Sólo quedaron casas sin terminar, con los ladrillos de cemento a la vista; calles a medio asfaltar; aceras sin baldosas; farolas sin pintar, encendidas en pleno día; las rejas de las ventanas, cubiertas por una irregular capa de minio rojo. El instituto parecía un garaje; el ambulatorio, la morgue; la iglesia, un restaurante barato.

Una carcajada me hizo bajarme del coche. Era la risa de alguien que ya vivía en el infierno. Unas salchichas colgaban en una ventana. Había un enjambre de moscas dibujado en el cristal. Apoyada en un mostrador de cristal una mujer gorda bromeaba con la persona que le atendía. Reconocí entre sus chistes la palabra hambre. Su bigote de cerdas blanquecinas ocultaba la boca de una voz chillona. Tuve el deseo de ver cómo eran sus labios, pero me contuve pensando en la sensación que me produciría un beso. Moscas de verdad se achicharraban en un tubo de neón. A la señora y al dependiente todo les hacía gracia: el chisporroteo de las moscas humeantes, el paso de un viejo por la calle, mi propia mirada… Estaban hablando de la muerte.

Me alejé cuanto pude del núcleo urbano y di con mis huesos, los únicos que permanecían felices, en el banco de un pequeño parque municipal. Delante de mí había un paseo, detrás, un monumento a la libertad. Pasaron dos señoras cogidas del brazo. Esta vez no quise oír lo que decían. Con ellas se cruzó un hombre con una visera de obrero sobre un traje de gala dominical pueblerina. Su ocio parecía apresurado. Las mujeres y el hombre de la visera se cruzaban continuamente en sus idas y venidas. Empecé a estar bajo el influjo de una hipnosis irritante. Me marché de aquel paseo de los tristes, dispuesto a abandonar este rincón del mundo.

En el coche miré durante unos instantes el mapa y encontré una carretera que me sacaría de allí lo antes posible en una dirección deseable. Arranqué el motor. Una mujer se asomó a una ventana próxima. Saqué la cabeza por mi ventanilla y le pregunté por la carretera del mapa. No sabía dónde estaba. Me puse en marcha siguiendo la calle principal en la dirección que llevaba cuando entré en el pueblo. Al final había una barda y la calle se bifurcaba.

De un patio vecino una mujer salía con un cubo lleno de vísceras. Una multitud de moscas rodeaba a la mujer. No me habría acercado a preguntarle si no hubiese sido tan hermosa. Después de pensar durante un buen rato la mujer confesó que no sabía qué carretera era aquella. Me dijo que esperara un momento. Salí del coche por cortesía y me quedé junto al cubo lleno de vísceras rodeadas de moscas. Ella no sabía, pero le preguntaría a alguien. Al fondo del patio había un hombre sacudiendo unas alpargatas. Entre la mujer y el hombre había una nube de polvo desprendido de las suelas de esparto. Mientras hablaban, él seguía sacudiendo las zapatillas y yo, para no ponerme nervioso por el esfuerzo que tenía que hacer la mujer, miraba las vísceras rosadas debajo de las moscas azules. Ninguno de los insectos se posaba sobre la carne. Seguramente eran moscas de mierda. La mujer volvió llena de polvo para decirme que la carretera estaba sin asfaltar.
“Pero, ¿por dónde se va?”
“Eso no lo sé.”

Aparqué el coche y seguí una dirección al azar, sin saber muy bien adónde me dirigía. Llevaba mi mapa de carreteras debajo del brazo. No había mucha gente por la calle. Doblé tres esquinas sin encontrarme a nadie. A la cuarta casi me doy de frente con el hombre triste de la gorra blanca. Sabía de sobra que no debía preguntarle, que la respuesta sería infructuosa.
“Por favor, ¿me podría…?”

Me dio un codazo y salió corriendo, cruzando la calle sin mirar siquiera si vendría un coche. Parecía exageradamente asustado. Lo seguí de cerca para explicarle que mis intenciones no eran tan temibles como él estaba pensando. Se alejaba sin mirar atrás, sin comprobar si yo vendría detrás, como si me hubiese cogido para darse impulso y así poder llegar a su casa. Estaba intentado entrar en una puerta cuando lo abordé de nuevo. Esta vez su reacción fue bastante más violenta y escandalosa. Salió disparado, gritando, hasta la acera de enfrente, y allí, sin moverse del sitio, se puso a gritar furiosamente.

Los vecinos se asomaron y yo me escabullí rápidamente de esa parte del pueblo. Doblé varias esquinas. Los gritos se oían cada vez más lejos, pero seguían allí. Para dejar de oírlos entré en un pub. La puerta de entrada era una de las pocas fachadas del pueblo que estaban terminadas, con azulejos de dibujos psicodélicos y colores chillones. A pesar del día radiante en el interior no se aprovechaba ni un solo rayo de sol. Al fondo de la sala había una enorme pantalla de televisión por la que desfilaban imágenes que nadie miraba. La música ambiental impedía cualquier tipo de diálogo. El camarero saludó. Al final de la barra había otro hombre leyendo la prensa deportiva. Pedí un café. Abrí mi mapa de carreteras.
“¿Me puede decir cómo llegar a esta carretera?”

El camarero miró la hoja del mapa y estuvo un rato pensando, como si se le hubiese planteado un acertijo. Parecía buscar con su imaginación en la realidad. Su rostro pensativo se acercó con el mapa de carreteras al hombre del fondo. Tras unos instantes de diálogo empezaron a reír y vinieron hacia mí, como dos vaqueros que pretenden burlarse con alguna oculta superioridad del forastero.
“Su pregunta es errónea,” respondió despectivo.
“No le he preguntado por mi pregunta, sino por la carretera.”
“La carretera no existe, no hay tal carretera.”
“¿Cómo que no? ¡Si está en el mapa! Mírela.”
“Es una carretera proyectada.”
“Habrá por lo menos un camino.”
“Si usted tiene un todo terreno puede ir por allí.”
“Yo quiero ir hasta este pueblo,” le dije señalando uno en el mapa. “¿Cómo puedo ir?”
“Me temo que tiene que ir por el mismo sitio por donde ha venido.”

A continuación me señaló una ruta sobre carreteras principales, desviándome cientos de kilómetros de mi dirección marcada.
“Pero yo no quiero volver por ahí.”
“Sus planteamientos son erróneos,” insistió.

Como la conversación me estaba violentando demasiado pagué y me marché, dejando a aquellos dos hombres riéndose de mi espalda.

Pregunté una última vez en la gasolinera. La carretera, definitivamente, no estaba hecha. Salí por el mismo sitio por el que había entrado. Al reconocer la curva en la que me había detenido al entrar en el pueblo paré y me volví a tumbar en el mismo lugar de antes. El viento movía los árboles y silbaba con ellos una melodía que me habría gustado entender.