Casiodoro

  • Revista: El mono de la tinta pp. 33-36
  • Burgos. 1998
  • ISSN: 1134-7430

Larvas rosadas, amarillentas, cárdenas, visibles en la agitación de hojas recién llegadas a Calabria. Filas de orugas claras, de bosque a bosque, peludos riachuelos de luz ambarina. Todo el espacio de valles y montes enredado en zumbidos constantes: un terremoto sin tregua, seducido lentamente, esparcido con gran detalle por los días y las noches de una primavera imparable.

Sobre los lobos en celo cae una loca lluvia de polen, oro a raudales sobre los ríos lanzados, apesadumbrando su marcha con una costra de terciopelo, rasgada por elásticos rayos de ida y vuelta: cuerpos ansiosos, pequeños saltos suicidas al abismo invertido, colas, colas hacia las fuentes.

Es la estación de los afiladores. Rueda sobre rueda montan las piedras amoladeras a los carros y se dejan caer por todos lados, arrastrados aquí y allá por plácidas bestias de vergas enormes. El caramillo siempre al otro lado de las tapias, de los muros, de las almenas, del lado del torrente y la jauría.

Hoy le toca el turno al monasterio de Vivarium. Un inaudito rajar de piedra se cuela por el claustro; tremendo viene a posarse sobre la trompeta miniada del Apocalipsis, todavía fresca de tinta roja. Flavio Magno Aurelio Casiodoro se calma enseguida. Por un momento la miniatura se había animado, llamando a todos a entregar sus cuerpos, su carne de balanza definitiva. A los amanuenses todavía les tiembla el pulso. Ávidas de miedo las letras se les salen de las cajas de escritura.

El ruido persiste, más humano ahora. Imposible concentrarse. Casiodoro suspende por hoy la copia, sale del escriptorium, cruza la biblioteca. En el patio da vueltas alrededor del pozo.

El chirrido le aguza los oídos, le empuja a la farmacia. Sin algodón nada le queda para huir del ruido sino la estrecha escalera ciega de caracol, por la que nadie sube ni baja, tan evocadora, piensa él, de la postrera senda de los justos.

Allí, para sentir mejor la muerte se sienta sobre uno de los peldaños y se esfuerza en aceptarla, en atravesarla con esta nueva estridencia. Muchas otras veces se ha ocultado ahí en silencio, los ojos abiertos a la oscuridad, intimando con la hora fatal. Y siempre era lo mismo, extensos campos de asfódelos recorridos sin encontrar un final, los caminos borrados bajo infinidad de flores pálidas: una primavera luctuosa, reforzada por ese verde tan intenso y severo, con el cielo poblado por una enrojecida lucha de cometas. Él caminaba con el aire de un chiquillo despreocupado, de un espantapájaros, hacia el horizonte multiplicado por campos y más campos de asfódelos. Así durante horas, hasta que el hábito marrón de penitencia se daba la vuelta y podía ver muy claramente cómo debajo de la capucha las fosas orbitarias le miraban, la mandíbula sonreía casi naturalmente, cómo las falanges de la mano descarnada levantaban con un gesto femenino el borde del tocado y echaban para atrás, insinuando un estremecimiento de bosque ansioso sobre su cráneo pelado. Después, con un aire de gata ofrecida al sacrificio se agachaba muy despacio. En cuclillas inclinaba la cabeza, resplandeciente de una luz helada. Poco a poco se erguía, rozándose sensualmente el borde de las vestiduras, primero contra las tibias, luego suave sobre las rótulas, por los fémures, hasta dejar descubiertas las caderas y la caja torácica. Pronto la vestidura quedaba por el suelo y el esqueleto, al que Casiodoro no dejaba de reconocer en ningún momento como suyo, grácilmente, preocupado por destacar con elegancia cada uno de sus huesos, avanzaba contoneándose hacia él, aplastando asfódelos como si fuesen uvas maduras destinadas a un vino eterno.

Pero ese día no hay vuelta ni reconocimiento. El monje aparece, como siempre, sigue andando y se marcha, doblando el horizonte. Casiodoro, solo frente a los asfódelos, pasa casi una hora y media en la cámara oscura de la escalera. Frente a él, el incansable chirrido estridente envuelve los prados alucinados en un abrazo loco, metálico. Cuando el paisaje se hunde en el silencio siente el gusanillo del hambre y baja hasta la cocina.

Como una estrella asesina los cuchillos recién afilados cercan el frutero. A salvo, mas ofrecidas, las manzanas reinan sobre la mesa. Pelando una de ellas con mucho cuidado para no cortarse Casiodoro se acerca a la ventana. Son las vísperas y sabe que llegará tarde a la oración, pero abre los cristales para mirar sin reflejos el crepúsculo sangriento del atardecer. Gruesos coágulos borbotean tras los montes. “El cielo es un cuchillo de muy viejas sutilezas”, piensa Casiodoro, al tiempo que siente la manzana flotar en su mano, y su aroma confluir con el de los almendros del huerto.

De repente algo le golpea el rostro y le rompe el arrobo. Es una odiosa mariposa nocturna. Atraída por la luz de los candiles ha entrado y se pierde por la habitación, revoloteando torpemente. Siempre que uno de esos bichos entra de noche en su celda Casiodoro no descansa hasta verla expulsada, pero esto es la cocina y ni mucho menos se verá obligado a compartir la noche con esa criatura extraña.

Allá en el horizonte el cielo se va apelmazando en cúmulos de ceniza. Mientras mastica la carne fresca y crujiente Casiodoro se divierte pensándose noche de la manzana. Corta otro pedazo y lentamente se lo lleva a la boca. Sonríe al pensar en los monjes, que verán vacío su lugar en el coro.

Pero ¿qué es ese cosquilleo en el dedo? Con el sobresalto la manzana sale disparada y se impregna de mil adherencias asquerosas por el suelo. Casiodoro decide vengarse, decide segarla en dos pedazos con su arma. Asienta el cuchillo en su mano y aprieta el mango, dejando que la furia se apodere de él a golpes de ala sobre la frente, sobre las cejas, sobre los párpados ya, cuando acomete un compás extraño, un paso rápido hacia atrás para ganar perspectiva y zás, sin probar las armas lanza una manotada soberbia; pero el siniestro contrincante corre el élitro y en una cadena de desplantes alza el vuelo y se engarba hasta la coronilla tonsurada de su diestro batallador. Allí rastrea, removiendo una cabellera sucia, donde los piojos comienzan a despertarse. Casiodoro siente la quemazón de infinidad de pinzas atenazar las raíces de su población capital. En lo más enralecido, una colectividad de brincos punzantes aplica sus trompas de piqueta sedienta sobre un manantío cada vez más enrojecido. Sobrevolando el picor conreina la mariposa, con sus dobles aplausos de abanico escamoso.

Con toda esa sangre en la cabeza no es extraño que Casiodoro se emborrache de cólera,que con un movimiento brusco y nada meditado arremeta en un molinete ofensivo de ida y vuelta, que caiga al suelo y mire con rabia cómo su contrincante señorea la luz de los candiles.

Investido de harto furor, proyectado por el resorte de la venganza, el monje de esgrima se levanta con asalto despiadado. Satisfecho de su aspaviento ha creído contarle los ocelos. Ciego de rabia como está, nada sobrevuela su contorno, mas pronto hay un zumbido a su derecha. Antes de que pueda reaccionar un grito como una aguja de pino choca en su tímpano y lo traspasa, yendo a revolcarse como un cerdo enano por el delicado circuito de su oído. Mil ecos abofetean su cabeza, a la vez que provocan tal marea seca que Casiodoro ha de sentarse para recobrar el equilibrio. Mientras el péndulo de su verticalidad busca dentro de la danza su punto grávido, los muebles y enseres a su alrededor se van centrando sobre sí mismos: la mesa deja de acaparar con su masa viscosa las sillas, las ollas de cobre detienen sus codazos blandos sobre la pared.

Casiodoro se tambalea todavía un poco. Y pensar que en un principio se había perdonado la vida, a ese monstruo, cuando se puso a mirar el cielo tontamente. Ahora le busca con los ojos turbios, decidido a acabar con ella. Enfoca la pila y la ve abrevando un agua sucia junto al sumidero. Cuando la vista se aclara, como respetando ciertas normas caballerescas, la mariposa vuelve a la carga y en el aire se posa a dos centímetros de su entrecejo. Ha de bizquear para observarla.

Entonces, sereno por primera vez, comienza un minucioso floreo ante sus ojos. Con un suave muñequeo practica ralentizados altibajos en combinación con reveses convencionales. Ya está a tres, a cuatro centímetros; a seis, piensa fríamente, será la gran cornada. Ella le sigue el juego sin alejarse apenas. Puede verla con todo lujo de detalles: las antenas se mueven rítmicamente, a un compás distinto al de las alas, el tórax y el abdomen parecen obedecer a una ondulación precisa y mecánica. Al principio estaba fija sobre un punto, esquivando en el último momento el filo, para volver enseguida y mostrar su danza; pero desde hace un momento ha empezado a ir de izquierda a derecha, flojito, como si colgase de un hilo invisible, siempre en la misma línea ideal, perpendicular a la mirada. Casiodoro tiene los dos brazos colgando y sus ojos van de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. El compás se abre cada vez más, imperceptiblemente, como el bajo de una sinfonía visible, a la que se añade ahora el roce de los palpos y un estremecimiento sincopado de cierta vellosidad, una voluptuosidad anárquica en ese orden que viene a estrellarse contra su ojo abierto a las puntiagudas garras de las patas, a la pelambre hirsuta del bajo tórax, a un líquido ácido y la ceguera.

En adelante todo será un compás trepidante, sin espacio para fintas ni tretas reflexivas. Armado con dos cuchillos Casiodoro cortará el aire en mil pedazos. No dará respiro a su enemiga hasta que muy cansado del manoteo se sentará cabizbajo entre resoplidos, momento que ella aprovechará para deslizar su baile por el aire batido y venir a lamerle el sudor a raudales por el cuello. Entonces, sin pensarlo dos veces, frente a la gran oportunidad, querrá dar la estocada final y la dará: de un solo tajo, la yugular.

Los monjes terminaron sus vísperas, hermosas como nunca. Cuando entraron en la cocina todo estaba patas arriba: cazos, sartenes y cubiertos por el suelo, la mesa volcada, y sobre las paredes, rasguños y cuchillos hincados varios dedos en el yeso. Más o menos en el centro de la habitación, Casiodoro yacía sobre un charco de sangre rizada por el viento perfumado de la noche calabresa. En el cuello tenía, cómo no, una acherontia atropos, más conocida por la mariposa nocturna Esfinge de la Calavera, habitual en muchas partes de Europa, África y Asia.

Paco Carreño

Larve rosate, giallastre, livide, visibili nell’agitazione di foglie e petali appena arrivate in Calabria. File di bruchi pallidi di bosco in bosco, rivoli di peluria e luce ambrata. La distesa di valli e monti avvolta in continui ronzii: un terremoto senza tregua, sedotto lentamente, propagato minuziosamente nei giorni e nelle notti di una primavera incontenibile.

Sui lupi in calore cadono folli lacrime di foglie, cascate d’oro sui fiumi impetuosi, ad aggravare il loro corso con una crosta di velluto, squarciata da guizzanti bagliori: corpi ansiosi, piccoli salti suicidi verso l’abisso capovolto, code, code verso le sorgenti.

È la stagione degli arrotini. Ruota su ruota montano le mole ai carri e capitano un po’ ovunque, trascinati qua e là da placide bestie dalle verghe enormi. Lo zufolo sempre al di là delle cinte, delle mura, dei merli, del torrente e della muta di cani.

Oggi tocca al monastero di Vivario. Un inaudito stridio di pietra si insinua attraverso il chiostro, tremendo si posa sulla tromba miniata dell’Apocalisse, ancora fresca di tinta rossa. Flavio Magno Aurelio Cassiodoro si calma subito. Per un momento la miniatura si era animata, chiamando tutti a consegnare i loro corpi, la loro carne per la bilancia definitiva. Agli amanuensi trema ancora la mano. Avidi di paura, i caratteri escono dai margini.

Il rumore persiste, più umano adesso. Impossibile concentrarsi. Per oggi Cassiodoro sospende la copiatura, esce dallo scriptorium, attraversa la biblioteca. Nella corte gira e rigira intorno al pozzo.

Lo stridio lo tormenta, lo spinge nella spezieria. Senza cotone per fuggire il rumore non gli resta che la stretta e cieca scala a chiocciola, per la quale nessuno sale o scende, che così tanto evoca, pensa, l’estremo sentiero dei giusti.

Lì, per sentire meglio la morte si siede su uno dei gradini e si sforza di accettarla, di attraversarla con questo nuovo stridio. Molte altre volte si è nascosto lì in silenzio, gli occhi aperti nell’oscurità, entrando in confidenza con l’ora fatale. Ed era sempre così, estesi campi di asfodeli percorsi senza vederne la fine, i sentieri scomparsi sotto un’infinità di fiori pallidi: una primavera luttuosa, accentuata da quel verde così intenso e severo, con il cielo popolato da una lotta di comete tinta di rosso. Camminava con l’aria di un ragazzino spensierato, di uno spaventapasseri, verso l’orizzonte moltiplicato per campi e ancora campi di asfodeli. Così per ore, fin quando la veste di penitenza marrone si girava e poteva vedere molto chiaramente come sotto il cappuccio le cavità orbitarie lo guardassero, la mandibola sorridesse in modo quasi naturale, come le falangi della mano scarnita alzassero con gesto femminile il bordo del cappuccio e tirassero indietro insinuando un brivido di bosco ansioso sul suo cranio pelato. In seguito, con aria da gatta offerta in sacrificio si avvicinava molto lentamente. Appoggiato sui talloni, inclinava la testa, risplendente di una luce gelida. Poco a poco si alzava, sfiorandosi sensualmente il bordo delle vesti, prima contro le tibie, poi dolcemente sulle rotule, per i femori, fino a lasciare scoperte le anche e la cassa toracica. Presto la veste rimaneva per terra e lo scheletro, che Cassiodoro non cessava mai di riconoscere come suo, gracilmente, attento a mettere in evidenza con eleganza ogni suo osso, avanzava ancheggiando verso di lui, pestando asfodeli come fossero uva matura destinata a un vino eterno.

Ma quest’oggi non si volta e non si fa riconoscere. Il monaco appare, come sempre, continua a camminare e se ne va, superando l’orizzonte. Cassiodoro, solo di fronte agli asfodeli, rimane quasi un’ora e mezzo nella camera oscura della scala. Di fronte a lui, l’instancabile stridio vvolge i prati allucinati in un abbraccio folle, metallico. Quando il paesaggio sprofonda nel silenzio sente il pungolo della fame e scende fino in cucina.

Come una stella assassina i coltelli da poco affilati attorniano la fruttiera. In salvo, ma esposte, le mele regnano sulla tavola. Sbucciandone una, facendo molta attenzione a non tagliarsi, Cassiodoro si avvicina alla finestra. E’ l’ora del vespro e sa che arriverà tardi alle orazioni, ma apre i vetri per guardare senza riflessi il crepuscolo color sangue. Grossi coaguli gorgogliano oltre i monti. “Il cielo è un coltello di antichissima saggezza”, pensa Cassiodoro, nel momento in cui sente la mela ondeggiare nella mano, e il suo aroma fondersi con quello dei mandorli dell’orto.

All’improvviso qualcosa lo colpisce al volto e rompe l’incanto. E’ un’odiosa falena. Attratta dalla luce delle lucerne, è entrata e si perde nella stanza, svolazzando goffamente. Ogni volta che una di queste bestiacce entra di notte nella sua cella, Cassiodoro non riposa fin quando non la scaccia, ma qui siamo in cucina e di certo non sarà obbligato a passare la notte con quella strana creatura.

Laggiù all’orizzonte, il cielo va addensandosi in cumuli di cenere. Mentre mastica la polpa fresca e croccante, Cassiodoro si diverte nel pensarsi notte della mela. Taglia un altro pezzo e lentamente lo porta alla bocca. Sorride pensando ai monaci, che vedranno vuoto il suo posto nel coro.

Ma cos’è questo solletica al dito? Con il sussulto la mela viene schizzata via e si impregna di mille aderenze schifose sul pavimento. Cassiodoro decide di vendicarsi, decide di tranciarla in due con la sua arma. Impugna meglio il coltello e stringe il manico, lasciando che la furia si impadronisca di lui ad ogni battito di ala sulla fronte, sulle sopracciglia, sulle palpebre, quando esegue un rapido passo indietro per migliorare la prospettiva e zac!, senza provare le armi sferra un colpo superbo; ma il sinistro avversario muove l’elitra e in una serie di movimenti scomposti si alza in volo e si spinge fino alla chierica del destro schermidore. Lì raschia, smuovendo la capigliatura sporca, dove i pidocchi cominciano a risvegliarsi. Cassiodoro sente il bruciore di un’infinità di pinze che attanagliano le radici della sua popolazione capitale. Nella parte più diradata, una comunità di salti pungenti applica le sue proboscidi di piccone assetato di sangue su una fonte sempre più arrossata. Sorvolando il prurito, anche la farfalla regna, con i suoi doppi applausi di ventaglio squamoso.

Con tutto questo sangue sulla testa, non è strano che Cassiodoro si inebri di collera, che con un movimento brusco e per niente meditato si lanci all’assalto con un molinello offensivo di andata e ritorno e che cada al suolo e guardi con rabbia come il suo rivale spadroneggi sulle lucerne.

Investito di immenso furore, spinto dalla molla della vendetta, il monaco schermidore si alza con un assalto spietato. Soddisfatto della sua reazione scomposta ha creduto di accontargli gli ocelli. Cieco di rabbia com’è, niente gli svolazza intorno e presto si ode un ronzio alla sua destra. Prima che possa reagire, un grido come un ago di pino sbatte nel suo timpano e lo trafigge, andando a rotolarsi come un maiale nano nel delicato circuito del suo udito. Mille echi schiaffeggiano il capo e allo stesso tempo gli provocano una tale vertigine che Cassiodoro deve sedersi per recuperare l’equilibrio. Mentre il pendolo della sua verticalità cerca dentro la danza il suo centro di gravità, i mobili e i suppellettili intorno a lui stanno riprendendo il loro posto originale: la tavola smette di accaparrarsi con la sua massa vischiosa le sedie, le pentole di rame cessano di dare morbide gomitate al muro.

Cassiodoro barcolla ancora un po’. E pensare che all’inizio gli aveva risparmiato la vita, a quel mostro, quando scioccamente si era messo a guardare il cielo. Ora la cerca con lo sguardo annebbiato, deciso a finirla. Mette a fuoco l’acquaio e la vede mentre sta bevendo l’acqua sporca vicino allo scolatoio. Quando la vista si schiarisce, come rispettando certe norme cavalleresche, la falena torna alla carica e si ferma a mezz’aria a due centimetri dalla sua fronte. Deve incrociare gli occhi per guardarla.

Dunque, sereno per la prima volta, inizia un minuzioso fluetto davanti ai suoi occhi. Con un delicato movimento del polso pratica rallentati fendenti in combinazione con rovesci convenzionali. È già a tre, quattro centimetri; a sei, pensa freddamente, sarà la gran stoccata. La farfalla sta al gioco senza quasi allontanarsi. La può vedere nei minimi dettagli: le antenne si muovono a un ritmo diverso di quello delle ali, il torace e l’addome sembrano obbedire a un ondeggiare preciso e meccanico. All’inizio stava ferma in un punto, schivando all’ultimo momento il filo, per tornare subito e mostrare la sua danza; ma da poco ha iniziato ad andare da sinistra a destra, mollemente, come se pendesse da un filo invisibile, sempre sulla stessa linea ideale, perpendicolare allo sguardo. Cassiodoro tiene entrambe le braccia penzoloni e i suoi occhi vanno da destra a sinistra, da sinistra a destra, da destra a sinistra. Il ritmo si fa sempre più cadenzato, impercettibilmente, come il basso di una sinfonia visibile, alla quale si aggiunge ora lo sfregamento dei palpi e un tremolio sincopato di una certa villosità, una voluttà anarchica in questo ordine che si schianta contro il suo occhio aperto agli appuntiti artigli delle zampe, all’irsuta peluria del basso torace, a un liquido acido e la cecità.

D’ora in poi saranno tutti passi laterali, senza spazio per finte né stratagemmi riflessivi. Armato di due coltelli, Cassiodoro taglierà l’aria in mille pezzi. Non darà respiro alla sua nemica fin quando stanchissimo di smanacciare, non si sederà a testa bassa ansimando, momento di cui lei approfitterà per cimentarsi di nascosto nella sua danza per l’aria battuta e venire a leccargli il sudore che cola a rivoli lungo il collo. Quindi, senza pensarci due volte, di fronte alla grande opportunità, vorrà dare la grande stoccata finale e la darà: con un taglio netto, la giugulare.

I monaci terminarono il vespro, bello come non mai. Quando entrarono in cucina tutto era sottosopra: pentole, padelle e posate per terra, tavola ribaltata, e sulle pareti, graffi e coltelli conficcati in profondità nel gesso. Più o meno al centro della stanza, Cassiodoro giaceva in un lago di sangue increspato dal vento profumato della sera calabrese. Sul collo aveva, eccome, un’acherontia atropos, meglio conosciuta come la falena Sfinge testa di morto, comune in molte zone d’Europa, Africa e Asia.

Traduzione degli studenti della S.S:M.L. di Firenze, A.A. 2010-2011, terzo corso di traduzione dallo spagnolo all’italiano, docente Leonardo Lavacchi (A.Aloisi, L.Balli, C.Bati, E.Biagini, T.Bonaiuti, M.Caneschi, C.Cantini, A.Colangelo, C.Cotticelli, E.Cutullè, R.Dami, A.Goti, A.Lanza, M.D.R.Lovisolo, S.Miniati, M.Morgione, G.Petrucci, T.Pieraccini, M.Rainieri, A.Ridolfi, F.Terri, F.Valentini, M.Villani).

Paco Carreño

Descarga el pdf en español

Traducido al italiano en Pimpirimpana, rivista letteraria in línea descarga el pdf en italiano