Texto escrito para conmemorar el aniversario de la muerte de Cervantes en la Escuela Superior de Canto de Madrid
En el año 2002 un grupo de editores hizo una encuesta entre cien escritores de todo el mundo para intentar averiguar cuál podría ser el mejor libro de la literatura mundial de todos los tiempos. Más del cincuenta por ciento de los encuestados eligió Don Quijote de La Mancha. Un primer puesto que se ha mantenido desde su publicación durante cuatro siglos casi ininterrumpidamente. Y no sólo entre profesionales de la literatura.
Ese éxito ha propiciado una prolífica relación con otras artes. Si nos atenemos sólo a la música, encontramos cientos de obras (ballets, óperas, zarzuelas, canciones) que se han inspirado en obras de Cervantes, principalmente en El Quijote. Un año antes de la publicación de la segunda parte, en 1614, ya se había estrenado en el palacio del Louvre la primera obra musical que tenía como protagonista al personaje ya conocido entonces internacionalmente.
Mucho se ha hablado sobre las razones del éxito alcanzado por una obra cuyo autor se permite numerosas incoherencias narrativas. Los errores en la continuidad de la historia, equivalentes a lo que en cine se conoce como fallos de rácord, no restan mérito al conjunto de la obra. El hecho de que el narrador nos diga en un pasaje que Don Quijote ha visto cuatro veces a Dulcinea y más adelante que no la ha visto nunca nos habla de cierto desaliño formal y nos lleva a buscar las virtudes de la obra más allá del ajuste a ciertas convenciones narrativas.
Quizá sea justo ese interés universal por parte de los músicos en la obra de un escritor que afirmaba que allá donde había música nada malo podría suceder. Esa identificación de la música con el bien, magistralmente representada en el personaje de la Gitanilla, ha despertado un especial interés en una obra literaria plagada de referencias y reflexiones musicales. Es la música en los divertidísimos Entremeses la que convierte lo malo en bueno, la que disimula las miserias y la que une al burlador y al burlado en un mismo ritmo que ajusta las diferencias reales en consonancias maravillosas.
Pero más allá del explícito atractivo de las palabras de Cervantes y del excelente papel que desempeña la música en gran parte de su literatura hay algo que va más allá y nos obliga a profundizar en el sentido de la obra. Don Quijote representa valores, ideales, situaciones e inquietudes de alcance universal. Pero el gran interés que despierta no consiste en que simbolice una realidad cultural preexistente. Según Francisco Rico, El Quijote no encarna un universal, sino que lo inventa. Y es esa originalidad de gran alcance la que lo ha convertido en una imprescindible referencia cultural.
En El Quijote encontramos un simbolismo de resonancias barrocas que trasciende la estética de su época. La obra no deja de ser el producto de un momento en el que el Renacimiento lleva sus armonías hasta atrevidas disonancias semánticas. Pero más allá de los condicionantes históricos en la novela se reflejan perfectamente las eternas contradicciones del ser humano y de la propia realidad. La tensión entre los contrarios y el intento por superar las diferencias y unirlas ha estado presente en la filosofía al menos desde Heráclito, quien afirmaba que la cuesta arriba es lo mismo que la cuesta abajo. Pero esa verdad no es tan fácil representarla a través de una historia, hacerla ver a todos los ojos.
La lenta fusión de la locura con la lucidez, la habilidad para conseguir que la mayoría de los personajes sean a un tiempo planos y redondos, la sorprendente unión de tradición y originalidad, principalmente en el estilo, plagado de frases hechas que son reelaboradas y reinterpretadas, y, sobre todo, la permanente confusión entre realidad y ficción hacen de esta novela, que en absoluto renuncia a la fuerza de cada uno de los opuestos, el ejemplo literario donde mejor se ha plasmado la unión de los contrarios. Y esa unión es algo perfectamente vivo. Las diferencias se mantienen. Quizá por ello la violencia está tan presente en toda la obra. Frecuentemente el protagonista se ve envuelto en aventuras de las que él mismo sale mal parado o en las que hiere a otros personajes. Más allá de mostrar el abismo entre imaginación y realidad, los golpes y las heridas son la perfecta representación de aquella máxima de Heráclito que hablaba de la guerra como el padre de todas las cosas, incluida la armonía.
Podríamos decir que el verdadero conflicto narrativo de la novela es el que se produce entre la realidad y la ficción. Cervantes hace de una antítesis dos paradojas. Así, nos hacer ver una ficción real y una realidad ficticia, perfecta realización literaria de la coincidentia oppositorum que muchos pensadores —es conocido el éxito de la obra entre los grandes filósofos— han buscado en sus complejos sistemas de pensamiento. La obra de Cervantes inventa un universal porque nunca hasta ese momento se había visto en una obra literaria que la realidad estuviese dominada hasta ese punto por la ficción y la ficción por la realidad.
Ese juego entre ficción y realidad se va a convertir en uno de los ingredientes más utilizados en la narración literaria desde entonces. El tránsito del hombre al personaje y la vuelta del personaje al hombre, el constante juego con las apariencias y la provocada confusión con la realidad en la obra de Cervantes lo convierten en una fuente de maravilla fascinante para un músico.
La música, siempre a caballo entre el silencio y el sonido, mantiene una relación privilegiada con la literatura de Cervantes porque la obra de este último expresa mejor que otras la estrecha relación entre las apariencias y la nada, análoga al vínculo musical entre el silencio y el sonido. Del mismo modo que la música se podría considerar una forma de esculpir el silencio, de adentrarse en esa forma sensible de la nada, la literatura con otras herramientas, también sonoras, al menos en su base, podría ser entendida como una manera de dar forma a la nada.
El Quijote funciona como la bisagra de una puerta verbal entre lo abstracto y lo concreto. En esa puerta no sabemos muy bien cuándo entramos en la realidad y cuándo salimos de la ficción. El celo de Don Quijote es doble. Por un lado es un personaje que vela por la verosimilitud en las ficciones con las que se va encontrando en sus aventuras, esas ficciones que hay dentro de otra ficción, hasta hacernos perder el sentido la realidad y hacer más propicio el dominio de la imaginación sobre la realidad. En la aventura del retablo de maese Pedro corrige a los narradores que se encuentran detrás del guiñol porque ponen a sonar campanas en las torres de las mezquitas. Al mismo tiempo, interviene en la realidad para que se ajuste a la ficción que él ha aprendido no sólo en los libros de caballería sino en otras obras. Su ardor para que la realidad se ajuste a las apariencias es tan excesivo que con frecuencia arremete contra el mundo cuando la copia de su ideal es imperfecta. Es el gran personaje de la literatura porque defiende por igual imaginación y realidad, aunque, tratándose de una obra de la imaginación es lógico que se le vaya más la mano con la primera que con la segunda.
El arte se define en Platón como el paso del no ser al ser, la manifestación de algo que se encontraba oculto hasta ese momento. En el caso de la literatura la nada no es sólo una nada referida a uno de los sentidos, como en la música. Es la nada que no se ve ni se toca ni se oye, la nada que no se gusta ni se huele. Las palabras niegan esa nada y convierten la ausencia en una forma sensorial de la presencia. Hacen aparecer un mundo allá donde no había nada, es decir, donde ya había algo, si queremos ser rigurosos en la interpretación de la doble negación. Ese no ser que es el silencio en la música se representa en la obra de Cervantes en el drama entre las apariencias y la realidad, entre palabra y mundo, entre el no ser y el ser.
Mucho se ha hablado de Cervantes como del primer autor realista. Se ha definido la narración moderna con la característica esencial de la verosimilitud, inaugurando la gran tradición del realismo moderno. La deuda reconocida por algunos autores de difícil consideración realista hacia el maestro español, como la de Kafka o Borges, ha sido obviada como una especie de extravagancia, o como la admiración de alguien que practica otro género y mantiene un gusto abierto a otras tendencias. Pero la práctica literaria del autor de El Quijote no se puede reducir a un realismo concebido como mero reflejo de la realidad. Su incursión en el realismo, lo que hace de él el gigante que admiraba Flaubert, es para demostrar que la realidad procede de la ficción, que la realidad es en sí un reflejo de otra cosa, un reflejo de palabras, un reflejo de músicas.
La confusión reinante entre lo existente y lo imaginado ocupan una parte fundamental en la obra de Cervantes. Su obra nos ayuda a ver lo que no está en lo que está y lo que está en lo que no está. Esa propuesta de visión sobre el mundo es especialmente seductora para un músico. De modo narrativo se representa en la obra de Cervantes algo que es esencial en el arte musical, síntesis perfecta de lo abstracto y lo concreto, de razón y sensibilidad. La música utiliza un lenguaje que se mantiene más estrechamente vinculado que otros a la imaginación, a las apariencias. Ese vínculo dominante de lo imaginario sobre lo real, visible en la novela de Cervantes en el papel de las historias de caballerías, que modifican la representación de la realidad, la historia de Alonso Quijano, en la música es una constante, pues sus obras no necesitan un referente en el mundo, como las palabras. No designan nada, no representan nada conocido, salvo excepciones en las que, por ejemplo, se imita el sonido de los árboles. Siendo imaginación sensible tratan también de transformar nuestra visión sobre el mundo. Procuran, como todas las artes, convertir lo concreto en un absoluto, dignificando los sentidos en experiencias que no sean prescindibles o sustituibles por otras. Su objetivo es hacer de un sonido algo único.
Es difícil aventurar si la música fue antes que la palabra. Música y palabra siempre han ido juntas, tan inseparables como ficción y realidad. Cervantes dice en algún momento que alguien tocaba tan bien la guitarra que la hacía hablar. Su amor y sensibilidad hacia la música se aprecian en su estilo. Sus palabras parecen cantar en nuestro pensamiento. Los periodos oracionales del autor de El Quijote encierran una sobria melodía que se despliega en fascinante acordes semánticos. Octavio Paz oyó en la prosa de su última novela, Los trabajos de Persiles y Segismunda los ritmos del endecasílabo, la mejor poesía en prosa de todo el siglo XVII, dice Blecua sobre la misma novela.
No es extraño que tantos músicos hayan solicitado la compañía de sus palabras para extraer del silencio sus obras. Hay música en la combinación sonora de su discurso, en las resonancias simbólicas de lo que dice, en sus juegos literarios, en la desenfadada profundidad de sus ideas. Melodías dentro de otras melodías como historias dentro de otras historias. García Márquez recomendó a Bill Clinton la lectura de El Quijote porque en él estaban todas las respuestas. Si preguntamos a la ficción, responde la realidad; cuando preguntamos a la realidad, responde la ficción. Asistimos así a la creación en lo ya dado. Vemos, oímos surgir de la nada lo ya existente, renovarse el mundo, como ocurre cuando una gran música pasa por nosotros.
Paco Carreño