Consideraciones sobre la ironía, el tiempo y la metapoesía en Prosemas o menos, de Ángel González

En este trabajo nos ocupamos de tres aspectos que nos parecen fundamentales en el poemario Prosemas o menos de Ángel González: la ironía, el tiempo y la metapoesía. Un procedimiento y dos temas que se encuentran aquí  estrechamente vinculados. Comparando la concepción del tiempo resultante de la lectura de sus poemas con la que es más común en la literatura al tratar el mismo tema, vemos cómo el poeta adopta una actitud explícitamente contestataria frente a determinada tradición poética. Sus procedimientos más afilados para recuperar la plenitud del tiempo son principalmente irónicos. La aceptación del humanismo surgido en la poesía de posguerra pasa por el cuestionamiento de la propia poesía, y, por supuesto, por el cuestionamiento de todos los antihumanismos de índole trascendental que proponen la cauterización del presente, momento privilegiado en Prosemas o menos por Ángel González.

CONSIDERACIONES SOBRE LA IRONÍA, EL TIEMPO Y LA METAPOESÍA EN PROSEMAS O MENOS DE ÁNGEL GONZÁLEZ

(Versión breve)

El libro que vamos a tratar en el siguiente trabajo pertenece a lo que la mayoría de los críticos[1] y el propio autor consideran como una segunda etapa en la trayectoria poética de Ángel González. Esta segunda etapa comenzaría inmediatamente después del libro Tratado de urbanismo con Breves acotaciones para una biografía, y en ella, según el propio autor, «la tendencia al juego y a derivar la ironía hacia un humor que no rehuye el chiste, la frivolización de algunos motivos y el gusto por lo paródico, apuntan hacia una especie de ‘antipoesía’ en cuyas raíces creo que está cierto rencor frente a las ‘palabras inútiles’»[2].  Un rencor que no estaría derivado de la decepción que le habría producido el no cumplimiento de la función de la poesía social en la que se inscriben sus primeros libros y a cuya esperanzador cumplimiento no ha renunciado posteriormente, sino de la dificultad que entraña el oficio de «espía de palabras» del que habla en su poema «Las palabras inútiles», donde dice buscar la «expresión inestable / que signifique, exacta» el ser, «lo que eres»[3].     

Su búsqueda de exactitud, la exactitud de lo inestable del mundo mediante una expresión acorde, le llevan a una poesía crítica, eficaz para desenmascarar la mayor cantidad de facetas de la mentira, próxima a las falsas nociones de estabilidad. La mentira, y la verdad, así, sin más, son demasiado ingenuas, establecen una relación despótica con el receptor. La hipocresía y el aleccionamiento no propician la reflexión, no están interesados en la respuesta del otro, sino en su simple aceptación. En cambio, a través de la ironía los mensajes buscan al otro en pie de igualdad, no desde arriba, como el aleccionamiento al que propendía en algunos casos la poesía social. Este medio, como nos recuerdan la mayoría de los teóricos que lo han estudiado, al mismo tiempo que «flexibiliza nuestra creencia, toma en consideración al otro, apuesta por su sagacidad»[4]. Gracias a este tipo de figuración, en su prosaísmo, en su transparencia, su poesía no busca adeptos, sino cómplices[5]. Estos receptores deben construirse su propia verdad sobre las ruinas de la mentira que Ángel González les ofrece. Sobre las ruinas de la ficción desenmascarada han de fundar una realidad que no puede escamotear el carácter ficticio de esa literatura que tiende un acceso a la verdad con el mismo gesto teatral con el que muestra la tramoya desde la que representa la comedia de una comedia. Por eso es una poesía desfondada, una crítica sin estrado.

La interpretación irónica no depende tanto del emisor, de su compromiso con la verdad de lo que dice, como de los patrones de expectación provistos por las creencias y los conocimientos con los que el receptor descodifica la obra literaria. El escritor irónico esconde en la perspicacia o en la concordancia de los lectores las señales que nos indican que estamos ante un discurso figurado. Beda Allemann (1978: 390) ha señalado que un texto es tanto más irónico cuanto mejor sepa renunciar a sus indicios. Desde un punto de vista formal este tipo de textos se caracterizan por su completa identificación con un discurso plano, no figurado, de ahí la dificultad que supone su estudio como fenómeno literario, pues la cualidad irónica se manifiesta fuera del texto, en el contexto. De hecho, una ironía puede perfectamente pasar desapercibida para un lector cuyas creencias criticadas sin excesivas disonancias coincidan con las expuestas en un texto irónico. Es lo que ocurre con el tema del tiempo y la nostalgia en muchos de los poemas de Prosemas. La mayoría de los críticos sostienen que se trata de un libro en el que predomina el tono elegíaco[6]. Muchas de las composiciones, para estos mismos críticos, consisten en un lamento por los estragos del tiempo. Otros[7] señalan en éste y en otros libros de poemas anteriores la persistencia de un tono antielegíaco, con abundantes indicios que nos hacen pensar más bien en una sátira de la inveterada costumbre poética, y en general humana, de privilegiar tiempos diferentes al presente y de pensar en la muerte como gran problema o gran solución.

En las tres primeras secciones hay un modo de tratar el tema del tiempo novedoso frente a cierta tradición de la que se mantienen algunos rasgos con fines irónicos. El poeta incorpora textos anteriores, tópicos literarios y patrones lingüísticos que pertenecen a esa tradición que contempla el tiempo con melancolía. Esos elementos, como ha señalado Miller[8], situados en un contexto nuevo se hacen absurdos y pierden toda su seriedad. Es lo que vemos sobre todo en la primera parte. Allí, el tono meditativo, el humo, el viento, el otoño, relacionados con lo efímero, con el paso del tiempo, símbolos todos ellos del sentimiento subjetivo ante la carrera de las horas, se contraponen a un contexto más global, más objetivo, repleto de alusiones exentas de  sentimentalismo —del que alardea irónica y simultáneamente el sujeto poemático— que pertenecen a un conocimiento colectivo y natural del mundo. El poeta, amparándose en un tiempo cíclico aprendido en la observación de la naturaleza, descree de la noche absoluta de los tiempos en los que se ampara la tristeza. Por eso el día, cuando el sol desaparece, sigue alumbrando en otra parte.

No tenemos aquí el tiempo de una fe en la trascendencia, un tiempo hollado por una imperfección ejemplar y ex paradisíaca, ese tiempo terriblemente egocéntrico de la tristeza. Las lecciones del propio acabamiento, apoyadas literariamente con las enumeraciones características del tópico del ubi sunt, niegan todos los otros tiempos, también el de los otros, el de los que han sido y el de los que serán. Conjugan el verbo de la muerte en todas sus personas, modos y tiempos. En los poemas de Ángel González reaparecen los tópicos literarios propios de esa tradición; pero el poeta les extirpa la solemnidad que habría de darles el afianzamiento en la sinceridad del sujeto capaz de sentir la melancolía. Podríamos decir que para utilizar esos tópicos se requieren unas condiciones de sinceridad que el poeta no demuestra[9]. En primer lugar hay que creer en el tiempo como algo que no vuelve, el tiempo como un río de aguas heracliteanas en las que no nos bañamos dos veces, un tiempo que fluye: tempus irreparabile fluit, habría que decir. Pero el poeta, cuando no desvía su atención de ese calendario de imágenes medievales y apocalípticas hacia las realidades cíclicamente reparables de la vida cotidiana y natural (árboles, reflejos de luz, etc.), no identifica el tiempo con las aguas sino, principalmente, con los animales. Estos le sirven para representar un tiempo en el que las estaciones se repiten año tras año, siempre de vuelta. La imagen que mejor nos habla de esa concepción es la del perro y el gato o el tigre y la loba como el día y la noche, protagonistas de una cronología dialéctica, de polos encadenados en una sucesión que es siempre la misma. El tiempo está aquí animalizado, dinamizado en una exterioridad, tangible en su metáfora, produciendo una mayor sensación de realidad amenazante[10]; sólo muere en el olvido: son esas corzas heridas que huyen. No pasa tras la criba a ningún espacio maldito, simbólicamente objetivo. Huye, pero no irreparablemente. Siempre está (es), —allá, más tarde, antes— aunque sea en otros lugares, alcanzando una permanencia que le otorga ese ser siempre burlado en la concepción de los tópicos tradicionales. Ante su carácter cíclico[11], de eterno retorno, el poeta se ha pronunciado sin melancolía, imperativamente («Tampoco lo lloréis. Puntual e inquieto, / sin duda alguna volverá mañana»), poco después de habernos dicho de modo tajante e irónico: «Sí; / definitivamente el día se ha ido».

La ironía es utilizada por el poeta en la primera sección del libro, la titulada «Sobre la tarde», para distanciarse de su propia percepción de la realidad, para poner en duda la información que sus sentidos y su conocimiento de la realidad le aportan sobre el mundo. En el primer poema se nos describe el transcurso de un día, «ayer», al que el poeta no otorga la cualidad de día («No tuvo ayer su día»). Esto nos introduce ante una situación irónica, ante una ironía de acontecimiento[12]: el amanecer, contra lo que era de esperar, trae sombras, el mediodía un firmamento. En el poema «Acaso»[13] la duda se centra en los nombres que les damos a los días y en los efectos de la temporalidad, de la sucesión de los días, no negando directamente que el día de hoy tenga un nombre conocido por todos, sino planteando ese conocimiento como un dato, recibido de un sujeto anónimo, del que no hay suficientes pruebas. El sujeto implícito comienza por no otorgarse la responsabilidad ante un conocimiento del que el lector no puede dudar («Me dicen que hoy es jueves»)[14]. Algo parecido hace con el «alguien» que le advierte con las banderas de humo —otra imagen del tempus irreparabile fugit— en «Igual que si nunca». Aquí lo que proyecta en el anonimato es el sentimiento de efimereidad de todo. En los versos que nos dicen: «La pequeña certeza / no la confirma nada», el poeta coloca un adjetivo inapropiado al sustantivo «certeza», pues este sustantivo no admite grado. Algo es cierto o es falso. No existen certezas grandes o pequeñas. La anteposición refuerza el carácter valorativo de un adjetivo que aplicado a ese sustantivo sólo puede ser interpretado como tal. Además, si algo es una certeza no se puede predicar de ella que «no la confirma nada», su significado la implica como contradicción. En la enumeración de las pruebas contra esa certeza, a la que sigue llamando así por pura ironía, contrapone a ese dato cierto la percepción de una realidad vaga («sol […] —débil y desteñido—»; «borrosas ramas», «acacia desvaída»). Todo ello actúa como epojé frente al juicio convencionalmente cierto que establece que tal día como el hoy del poema sea un jueves. Se produce así una suspensión de nuestro conocimiento del mundo, a cuya complicidad nos invita el poeta, mediante la no presunción del dato con el que apehendemos nuestra común experiencia temporal, similar al llevado a cabo según el método de la fenomenología de Husserl[15]. Poniendo entre paréntesis este contenido de la conciencia el poeta reconsidera desde una perspectiva virginal, desde una vuelta a la indeterminación, los indicios aportados por la realidad que puedan demostrarle la cualidad juevesina del día. El poeta busca esos indicios en objetos inapropiados. No mira en el calendario, no pregunta a otra persona. Mira los rostros, una acacia, un perro, realidades todas que ratifican su extrañamiento, pues utilizados como pruebas justificarían llamar al día con cualquiera de los otros seis nombres establecidos.

En el poema que comienza con el verso «El llamado crepúsculo», perteneciente a la sección «American Landscapes», el poeta vuelve a poner entre paréntesis fenomenológico datos cuyo conocimiento damos por supuesto y a interrogarnos en busca de cómplices para su figuración de tono ético apoyada en la personificación del día:

El llamado crepúsculo
¿no es el rubor -efímero- del día
que se siente culpable
por todo lo que fue
-y lo que no ha sido?

Hay, de nuevo, una reinterpretación del tempus irreparabile fugit («Ese día fugaz»). Otorgándole culpabilidad al día («igual que un delincuente») por no haber sabido darle todo lo que el poeta esperaba de él, nos ofrece una razón paródica de esa fuga del tiempo que aparece en la frase latina. Toma al pie de la letra el sentido figurado mediante el que se atribuye una intencionalidad a la abstracción tiempo y obliga a completar la lógica del uso metafórico dado al verbo. El verbo «huir» funciona en la frase latina como predicado de grado monádico, con un solo argumento, el sujeto «tiempo». El poeta se hunde algo más en el sentido de la fuga y encuentra otro argumento, la causa de la fuga[16]. Esta razón del movimiento del tiempo —la culpabilidad— se añade a los motivos encontrados en la sección anterior —la vulnerabilidad («corzas heridas»)— con los que el poeta exterioriza su sentimiento hasta casi desprenderse de él. Todas ellas nos muestran un cuestionamiento infantil, ingenuo, despreocupado y juguetón ante el hecho del paso del tiempo, lo que deja traslucir un hedonismo del que la elegía tradicional no suele participar. En esas otras elegías el tiempo actúa como maestro. De los días pasados se aprende la lección del desprendimiento. Por otra parte, lo que se rememora aquí no son las grandezas, las virtudes, los días espléndidos, lo que se lamenta, muy sucintamente, todo lo contrario de las largas enumeraciones de cosas y seres idos del motivo elegíaco del ubi sunt, es que no se haya dado ni la posibilidad de la pérdida.

Otro de los símbolos utilizados por el poeta en su desafío al sentimiento elegíaco del tiempo lo encontramos en el poema «Rosa de escándalo». La poesía se suele ocupar de la rosa como víctima del paso del tiempo. Esta es la idea barroca que asocia toda belleza con su final y de la que tenemos una muestra juguetona en una de las «máximas mínimas» que encontramos en la sección «Teoelegía y moral», consistente en la siguiente descontextualización histórica de una cita bien conocida de una escritora del siglo XIX: «Gertrude Stein, siglo XVII / …una rosa es una rosa fue una rosa». Esta paráfrasis barroca no se corresponde con la «rosa impasible» del verso final del poema «Rosa de escándalo», más cercana de la rosa amarilla que aparece en un pequeño texto en prosa de El hacedor de Borges, titulado «Una rosa amarilla», donde relata la visión que tuvo cierto personaje en su lecho de agonía, que siente «la rosa en su eternidad y no en sus palabras»[17].

 El poema de González habla de un paisaje de noviembre, en el que un «orden nuevo y frío / sucede a la opulencia del otoño». Se trata del paso hacia el invierno, cuando los árboles pierden sus hojas amarillas y llegan las primeras nieves («Súbita, inesperada, espesa nieve / ciega el último oro / de los bosques»). En el paisaje resignado, cegado por la nieve, de «troncos indiferentes» y «silencio dilatado en muertos ecos», irrumpe la presencia de los cuervos. Los cuervos se presentan como descontentos («protestan»). Su queja y su actitud está personificada mediante adjetivos («-airados e insolentes-», «inquietantes, incómodos, severos»). Al principio parece que su predicación («desde sus altos púlpitos marchitos») va dirigida contra la resignación y la indiferencia del paisaje que ha dejado apagar sus colores y sus sonidos sin ofrecer resistencia; pero al final del poema descubrimos que sus graznidos van dirigidos contra «la tarde de noviembre / que exhibe todavía / entre sus galas secas / la belleza impasible de una rosa»[18]. Los cuervos son los mensajeros del invierno. Investidos del dogmatismo de su estación increpan a la rosa rebelde. El poeta salta sobre el horizonte de expectativas delimitado por la concepción barroca de la efimereidad de la belleza, manteniendo la flor en todo su esplendor dentro de una estación poco propicia para su pervivencia. De ahí su escándalo, su grito, su protesta contra los cuervos relacionados con la religión («púlpitos», etc.), y, por tanto, con la trascendencia. Es innegable que la actitud ante el paso del tiempo es burlona, desmitificadora, por personificar con rasgos de predicadores intransigentes a los cuervos que transmiten su mensaje de desolación. Está quitando credibilidad, haciendo parodia metafísica de algo que en la mayoría de los casos es tratado con gran respeto por los feligreses de la tristeza, los que escuchan a los cuervos con el arrobo del arrepentimiento, la contrición o la desesperanza. En este poema, la rosa, a pesar de los cuervos, es una rosa.

En el poema «Avanzaba de espaldas aquel río…» detectamos indicios intertextuales contestatarios frente a cierta tradición. Esta tradición, muy española, muy castiza, es la del río como imagen del tiempo, de su imparable flujo, que recorre la literatura española calando en Jorge Manrique, pasando por Quevedo hasta llegar a Blas de Otero, por citar a tres de los más grandes poetas que la han dejado correr por sus poemas. Es el río que todo lo arrastra hacia la muerte, de connotaciones negativas. El río como símbolo de movimiento en una cultura que privilegia la quietud. Es el río de la vida, una vida que desemboca en el mar de la muerte. Esta concepción del tiempo, esta acepción, se apoya en una fe en la trascendencia que impide a las empresas humanas el sentido de realidad suficiente para que alcancen la plenitud de un conocimiento más vitalista. Vital es el «error» de perspectiva que hace al río avanzar de espaldas, equivocarse como la paloma de Alberti, que le lleva, en lugar de atender a las admoniciones manriqueñas «para andar esta jornada / sin errar»[19], a continuar el poema con una delectatio morosa de tono bucólico en todo lo que río abajo le va deparando su paso. Con una mirada errante se deleita en las márgenes de su vía fatal. No es esa la actitud cristiana de Quevedo cuando compara su vida con un río «camino de la muerte, donde envío / mi vida oscura»[20]. En el verbo («envío») Quevedo muestra hacia qué lado del río mira. No es la mirada inversa, perdida y deseante por las márgenes. El río de González retiene, se embebe, demora, se ensancha, acaricia, ama. Es la actitud hedonista de alguien que no suplanta la realidad por la trascendencia, que se equivoca para librarse de la muerte, o para librarla a ella de solemnidad y absolutismo. El río transcurre en un paisaje otoñal en el que se deleita sin lamentar su pérdida. Se despide sencillamente insaciable, sin altisonantes gritos de adiós; no abomina («Si no podía alcanzarlo, / lo acariciaba todo con sus ojos de agua»), deja quedarse sin despecho, con la naturalidad de un giro coloquial («para dejarlas irse —o sea, quedarse—»), lo que ha logrado retener un instante, aunque todo haya de pasar.

María Payeras ha señalado[21] ya para otros libros la lección que pretendía dar el poeta volviendo los ojos hacia la tierra y no hacia Dios, que coincide plenamente con las de la sección en la que se inscribe el poema, «Teoelegía y moral», en donde Dios, de existir, sólo puede servir de nombre y exclamación para una maravilla humana o ser el gran culpable, culpabilidad que nos impediría toda responsabilidad, ante el mal y ante el bien. Asumiendo esa responsabilidad que le ha arrebatado a Dios, González se otorga el derecho a desear su propia muerte en «Deseaba una muerte, lo confieso». Todo el poema es un baño de ligereza metafísica. Retoma las resonancias hedonistas del poema anterior («Avanzaba de espaldas…») y termina de aceptar el último artículo de la ley impuesta por la naturaleza. Y lo hace precisamente para no volver «a elevar los ojos hacia el cielo», señalando, mediante ese vuelco irónico de desear algo cuyo cumplimiento está asegurado, su intención de no atender al infortunio (los cuervos de «Rosa de escándalo», el «poder sombrío» del poema presente) que forma parte inexcusable de nuestra fortuna. El poeta finge coincidir «por pura casualidad», con esos «designios más altos» que le imponen la muerte. Apaga teatralmente su grito dando la razón al enemigo para ganar tiempo, el tiempo de la vida, que se puede perder eternamente en la lamentación. Domestica la muerte, la interioriza, aburguesándola cómodamente en su conciencia, como en el siguiente poema, donde convierte el cuarto momento grave de la vida en un cuarto con menos muebles[22]. La muerte es también objeto de diversión, ¿por qué no? Al haberla hecho más íntima en su inmediatamente anterior aceptación, se permite ciertas licencias con ella, como la impecable dilogía («cuarto» como determinante ordinal y como sustantivo) sobre la que está construido el sentido del poema. No es la desdentada, es una amiga más, con la que juega al esconditeen las habitaciones del tiempo. La proximidad de la muerte que algunos críticos[23] le auguran al poeta no parece exigirle esa monotonía, esa desolación, esa tristeza de la que acusan a sus poemas.

En el título de esta sección del poemario tenemos un juego de palabras que se vale de la composición léxica para conseguir una paradoja cultural. «Teoelegía» implica la muerte de Dios, pues elegía se hace de los seres que ya no están. Subyace en ella la palabra teología, que en el diccionario se define como el «tratado sistemático de la existencia y atributos de Dios»[24]. Elegía se opone a todas las disciplinas cuyo nombre se compone con el derivado de logos, que constituyen un conocimiento objetivo y sistemático. La elegía está basada en la subjetividad del poeta y su único sistema puede ser estético. Muchos de los poemas de la sección exponen un conocimiento y demostración poéticas de la muerte de Dios y una reinterpretación, una reescritura  materialista de la eternidad, una vuelta de lo divino a lo humano. Conservan las estructuras míticas fundamentales del cristianismo, modificando mínimamente su relato para invertir el proceso que en otra época había seguido la dirección contraria.

Ya tenemos esa reinterpretación de la eternidad en uno de los paisajes americanos de la sección anterior («Playa de nudistas»). En él la yuxtaposición de tonos, el religioso y el libertino, su contraste isotópico, hace que se produzca una disonancia entre ambos registros estilísticos, una distorsión antifrástica que produce un efecto de gran humorismo. Esta yuxtaposición de tonos no es tan moderna como podríamos creer. En el episodio titulado «Aquí fabla de la pelea qu’el Arcipreste ovo con Don Amor» del Libro de buen amor, encontramos, intercalados en los reproches retóricos que el Arcipreste hace a Don Amor, fragmentos procedentes de las oraciones que los monjes rezaban en el coro de sus conventos[25], creando un contraste de registros muy parecido al del poema de Ángel González, quien utiliza el lenguaje de los partidarios de la eternidad para describir una escena en la que gozan los partidarios del presente, e invierte, forzándolas hasta la violación, obligándolas a un roce escandaloso, las palabras con las que los creyentes expresan sus sentimientos o denominan sus prácticas. La eternidad, nombrada con una fórmula del Nuevo Testamento («por los siglos de los siglos»), está representada por el mar («ola tras ola en vela siempre, siempre»). La fórmula, tomada del Padre Nuestro, implica también un deseo, el amén, el así sea que va inmediatamente después en la oración de los cristianos. Un deseo de eternidad que no se proyecta hacia el cielo, sino hacia el mar que ha congregado a los hombres desnudos en su orilla «inminente / del Paraíso», un mar en el que se sigan viendo «siempre, siempre» las velas que muestran la presencia del hombre. El uso que hace aquí Ángel González del lenguaje religioso no tiene un fin exclusivamente satírico[26]. En la última parte del poema, sobre todo, consigue un efecto estético similar al alcanzado por Jean Genet en sus novelas. Ensalza la realidad, la sublima sirviéndose de un lenguaje con prestigio sagrado. Obliga a la eternidad con su retórica a arrodillarse ante el presente deleznable.

En «Eso lo explica todo» tenemos un pequeño poema de tres versos separados por pausas estróficas —pequeño para mejor oponerse a la enormidad del universo cuya factura se critica directa e indirectamente—, donde se producen varias relaciones extra e intertextuales  que están en la base de la interacción irónica. Sin salir del texto hay también signos gráficos —la separación entre los versos- que llevan a cabo un reforzamiento mediante simbolismo intratextual del contenido semántico: los lapsus de imperfección que encontramos en la creación. El poema trabaja sobre la implicación semántica de descanso, que presupone un cansancio previo sobre el que opera la acción del verbo. Haciendo explícita este premisa lógica Ángel González apoya su idea de la imperfección del universo. Da un sentido literal a la frase lexicalizada que se utiliza para mostrar la dificultad de algo («Ni Dios es capaz de hacer el Universo en una semana»). Convierte una hipérbole retórica en una lítote de acontecimiento. Revierte la dificultad sobre el caso supremo figurado con el que se expresa la imposibilidad de que algo sea realizado. Esta expresión coloquial de olvidado sabor blasfemo siempre se utiliza para mostrar la impotencia o la imposibilidad de que alguien realice algo. Ese alguien al que se refiere la acción o el cumplimiento de algo siempre es otra persona que el sujeto expuesto, nunca es Dios. En el poema no se violan las reglas del lenguaje, sino las de su uso. Tenemos aquí un caso de desfamiliarización de uso pragmático de una expresión muy extendida. La frase coloquial «Ni Dios» ya es una ironía hiperbólica con la que todos estamos familiarizados[27]. Ángel González la toma al pie de la letra para con ella mostrar también lo que el Génesis dice, que Dios se cansó («Al séptimo día se cansó»). El poema, además, tiene la forma de un silogismo que va desplegando sus implicaciones como un juego de lógica blasfema y herética, pero no atea, puesto que culpa a Dios de la imperfección del mundo. Justifica esa imperfección[28] haciendo una exégesis de las Sagradas Escrituras, al contrario de lo que hacían los hermenéutas de la Edad Media, que explicaban la perfección de Dios a través del texto del mundo y del mundo de las Escrituras.

Pasemos a tratar el único poema en prosa («Dos versiones del Apocalipsis»). Es el más filosófico del conjunto: una reflexión sobre el tiempo en la que contrapone dos sensibilidades ante el hecho de su paso, de su fin, realidad padecida y compartida por los apocalípticos optimistas y por los apocalípticos pesimistas. La opinión de los segundos coincide con la reflexión barroca sobre el tiempo: «lo peor del fin del mundo […] es la destrucción del pasado», esto hace que «se desvanezcan lo que es y lo que hubiese sido». Coinciden con la visión desengañada de Quevedo en sus Poemas metafísicos, como vemos en los dos tercetos de uno de los sonetos más famosos, en los que el poeta «Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuán nada parece lo que se vivió». El desengaño frente al pasado arrastra hacia su pozo sin fondo al presente y al porvenir, que ven teñidos su inmanencia y su inminencia de irrealidad, de cansancio. Jorge Manrique, el pilar más sólido de esa tradición de desengaño, pilar que los barrocos retorcerán salomónicamente en su exacerbación y que Ángel González sacude en estos poemas como un Sansón disfrazado con los colores negros de la tradición, también nos dice que «si juzgamos sabiamente / daremos lo non venido / por pasado»[29]. Mediante esa memoria de lo presente y de lo futuro el sujeto queda desplazado de lo que en un supuesto paraíso mental —por situarnos en un lugar ideal o real en el que no nos sintamos obligados a mezclarlo todo— debe de ser la justa contemplación de cada uno de los reinos temporales, una contemplación que sería capaz de no mezclar registros sentimentales, de modo parecido a como los hombres no mezclan los diferentes registros de su vestimenta, evitando ir a las bodas con un mono de trabajo o aparecer en la iglesia con la desnudez propia de Adán o la ducha. Pero para eso tendríamos que ritualizar nuestro pensamiento, fingir un orden en el que situar los tres reinos, a los que habría que dar tratamiento diferente, y además habría que creer que eso se corresponde con alguna realidad. Todo eso va contra el tiempo lineal propuesto por el cristianismo, impuesto por nuestras conciencias, pospuesto por nuestro futuro, depuesto en nuestro presente[30].

Los apocalípticos optimistas son una especie de existencialistas con inclinaciones suicidas. El mal está para ellos en la raíz del tiempo. Acusan a Dios de su esencia fatalmente contradictoria y le reprochan sus errores. Si estamos condenados a la muerte, ¿por qué no acabar cuanto antes? No tienen falsas esperanzas en su pasado, ni en su presente; sólo se la conceden al futuro, a un futuro de utopía por fin mortal, al fin del fin del mundo que acabará con esta sensación de irrealidad que consiguió Dios cuando «intentó meter la realidad temporal —basada en la sistemática destrucción del presente— dentro de la irrealidad eterna». En el fondo son radicalmente más pesimistas que los apocalípticos pesimistas. A estos les queda por lo menos el bálsamo de su «equievocación», de su recurso a la nostalgia, «esa siniestra mitificación del tiempo muerto»; y una frágil esperanza («aprensión») en el presente y en el futuro. La única esperanza de los optimistas es el cumplimiento de lo que ya-va-siendo-hora, frase que juega a tres reinos, en la que el pasado (ya) y el presente (va siendo) se dilatan en una petición de hora total, existente, no existencial.

El tema del tiempo no está separado del carácter autorreferencial de algunos poemas, queda perfectamente imbricado con las alusiones metapoéticas y metatextuales del poemario[31]. Metatextualidad encontramos en el trasvase temático que se da en la sección «Sobre la tarde» de un poema a otro en su adentramiento hacia la noche, en el diálogo expreso de cada poema frente al anterior, evidenciando una secuencialidad y una cronoconciencia crítica y poética. Tenemos también en el título del libro una clasificación genérica borrosa que niega su adscripción determinada. El hibridismo («Prosemas») y la vaguedad («más o menos») los volvemos a encontrar en el interior el libro («equievocación», «teoelegía»). Del mismo modo, los títulos de los últimos poemas de la primera sección («Al final, algo de noche») y de la tercera («Finalmente») hacen referencia a la estructura del texto, a la situación que tienen en cada uno de los capítulos, y al mismo tiempo al tema del poema que encabezan, el primero dedicado al final del día y el otro al final de la vida. El texto, pues, se describe a sí mismo. Sus partes hacen un guiño de su topografía textual mediante un léxico perteneciente al campo semántico del tiempo.

 Hay también una tematización de la reflexión sobre la poesía, una redundante isotopía metaliteraria[32] en la que se insiste en legitimar la realidad de los recursos y los temas de los que se vale el poeta en su expresión[33]. La demostración del enraizamiento de la poesía en el mundo no es sólo un propósito del poeta, sino una verdad natural demostrada en su obra. Su poesía no busca tanto afincarse en la historia como en la naturaleza, y para ello parte de la extendida consideración de que las figuras retóricas son un invento artificial, útiles para conseguir efectos expresivos o persuasivos, pero sin un fundamento en el mecanismo de la realidad, cuya representación queda así manipulada con fines, en el caso de la poesía, estéticos. Ángel González parece dar, en ese sentido, un paso atrás, y tratar de demostrar que dichas figuras tienen su fundamento, su explicación y su origen en el mismo funcionamiento de la naturaleza. Al menos eso es lo que parece deducirse de su poema «Sinestesia», incluido en la sección «Diatribas, Homenajes»:

Absorta y reverente,
con las alas cerradas,
la mariposa aprende
en la prosa olorosa de la rosa.

Luego, cuando las abra,
devolverá al paisaje,
transformado en colores,
su perfume.

¿Es una diatriba?, ¿es un homenaje? Depende de quien lo lea. Si lo hace alguien que atribuye a las creencias del autor la opinión contraria a la expuesta, basándose en tal o cual declaración, o en tal estilo seguido en la mayoría de sus obras, es decir, acudiendo a una intentio auctoris[34] de la que se aducen pruebas extra o intertextuales, el autor estaría imitando un estilo que es completamente ajeno a su voz, con lo cual habría que deducir que está teniendo un comportamiento poético irónico. Independientemente de que sea una diatriba contra al exceso lírico de determinados poetas, a lo que podrá llevarnos la inclusión del adjetivo de connotaciones religiosas «reverenciosas», o un homenaje al carácter legítimo y naturalista de su procedimiento (la sinestesia es, recordémoslo, uno de los recursos más utilizados por Ángel González en este libro), o ambas cosas a la vez, tenemos una primera estrofa en la que se representa en el plano referencial la escena de una mariposa a la que se atribuye una actitud de recogimiento religioso «en la prosa olorosa de un rosa», de la que aprende. En el plano literal lee («prosa», «aprende»), pero por nuestro conocimiento del mundo sabemos que la mariposa es un insecto provisto de una espirotrompa que aplica sobre determinadas partes de las flores para absorber su néctar. Sabemos también que no está capacitada para leer. El autor está escamoteando mediante la personificación la descripción del cumplimiento de una función natural propia de ese tipo de insectos. Sin embargo nos está dando pistas intratextuales que nos llevan a hacer una reinterpretación del acto que en realidad lleva a cabo: alimentarse. ¿Estamos ante una figuración irónica o ante otro tipo de figuración? ¿Se puede ridiculizar a un animal desde un punto de vista humano? El autor no nos dice la verdad. Ha descubierto una analogía entre las alas cerradas de la mariposa y las manos juntas de alguien que ora («reverente»), lo que le ha dado pie para efectuar ese desplazamiento semántico de la acción de la mariposa. ¿Si no ridiculiza a la mariposa, está quizá ridiculizando una forma de hablar sobre esos insectos, un discurso recargado con el que no podemos identificar al autor? A esa conclusión podría llevarnos también la paronomasia formada por el cuarto verso de la segunda estrofa por sus saturación homofónica. Sin embargo, la segunda estrofa no desmiente la identificación del autor con su propio discurso. En ella se hace evidente, sin falsear la realidad mediante ninguna figuración artificiosa, que la mariposa realiza de forma natural una operación que nosotros, los hombres, realizamos en el lenguaje, al que consideramos como el colmo de la naturaleza, y dentro de él, a la poesía como el colmo del lenguaje. El lenguaje nos desborda de la naturaleza y la poesía, que se vale, entre otros recursos de la sinestesia, del lenguaje. Ella, la naturaleza, sin necesidad de proponérselo tiene abiertas en su vida esas puertas de comunicación entre los sentidos de las que habla García Lorca en su conferencia sobre «La imagen poética en Góngora»[35]. Lo que para nosotros supone un hallazgo de la más refinada civilización lo realiza la naturaleza con su correspondiente naturalidad. El autor ha encontrado una fábula de animales para hombres, para poetas que utilizan la sinestesia, no una fábula de hombres para hombres representada por animales. Esa fábula sí es una ironía, una ironía de primigenio y actual acontecimiento que nos vuelve a recordar que el lenguaje se reencuentra con la naturaleza en su momento más alto, que cuando pensábamos haber superado naturaleza y lenguaje podemos darnos cuenta de que no hacemos otra cosa que imitar comportamientos que se dan sobre la Tierra desde mucho antes de que aprendiéramos a  hablar, a superar a la naturaleza.

Algo parecido a lo realizado con la sinestesia efectúa con el oxímoron en uno de los poemas de «American Landscapes». En él, por un lado, el lenguaje afirma una realidad materialmente imposible; por otro, mediante el título («Crepúsculo, Albuquerque, invierno»), el autor nos deja la posibilidad de llegar a las implicaciones que demuestran que no miente, que la nieve ardía en unas coordenadas espacio temporales determinadas:

No fue un sueño,
lo vi:

La nieve ardía[36].

Es sorprendente el apoyo en su percepción que lleva a cabo para afianzar su aserción. En algunos de los poemas dedicados al tiempo en la primera sección el poeta trata de camuflarse o de mostrar una predisposición que le incapacita para emitir juicios convincentes basados en su conocimiento del mundo («la lenta pereza / pesarosa / con la que me dispongo a ver qué pasa»; «miro / sin comprender»). Niega, esquivándolas, verdades como puños —más bien convenciones por todos aceptadas, no verdades de la naturaleza, como veíamos que eran para el poeta la sucesión de los días y la diferente ubicación de una misma luz simultánea—  para conseguir un efecto poético, o para abrir, discreta y tímidamente, un espacio de verosimilitud y legitimidad a cosas y seres de los que llama la atención como poeta. En este crepúsculo de invierno tiene que subir el tono para hacer creer que un efecto luminoso del atardecer sobre la nieve, a pesar de ser descrito como un oxímoron, fue una percepción de sus sentidos despiertos. Indudablemente, en un poema más largo, el autor podría haber demostrado, mediante una descripción más informativa, cómo la nieve se teñía de rojo o emanaba su espejismo por efecto de los últimos rayos del sol. Podría haber explicado más convincentemente su contradictoria percepción de esta estación, el invierno, y de esa realidad, la nieve. ¿Por qué en este poema el poeta sí hace uso de la elipsis que tanto se ha cuidado de hacer con las metáforas, casi todas convertidas en comparaciones? Quizás para reivindicar la diferencia entre una verdad de los sentidos y otra de la razón, y que cada una de esas verdades tienen su propio lenguaje. Dicha con el lenguaje de la razón, esa verdad de los sentidos deja de ser una verdad poética. La verdad poética consigue aquí una percepción directa, sin rodeos discursivos, sin paráfrasis que sólo conseguirían distorsionar la visión de esa realidad poética.

Queremos terminar estas consideraciones atendiendo a un pequeño poema algo extraño, de sentido desafiante, en el que nos empeñamos en ver una muestra más del realismo fundacional buscado por el poeta:

¿RECUERDAS QUE QUERÍAS SER NARCISO?

Pequeña estrábica,
tú no te preocupes;

contempla el mundo y rompe los espejos

¿Estamos ante una figuración de sentido metapoético? ¿Es una diatriba en la que propone a alguien que no tenga en cuenta la realidad de su ser, que no reconozca sus defectos y desvíe la mirada de su mirada desviada? ¿No puede haber, en esa proposición a que la estrábica contemple el mundo, precisamente una invitación a mirar la realidad tal y como es, sin la enfermiza autocontemplación de lo que somos y lo que dejamos de ser? Narciso es otro de los mitos predilectos del barroco que aparecen en el poemario. Las vertiginosas y mortales aguas se detienen en el reflejo, en la mentira del ensimismamiento. Por ello, ser defectuoso, ser incapaz de deleitarse, de acomodarse o simplemente reconocerse en uno mismo, es el primer paso, quizás necesario para llegar a preferir el mundo, su transcurso, su desigualdad. Considerarse indigno tema de la poesía dignifica lo ajeno, lo externo. Huir de la patria infame, de ese monstruo del bostezo al que Baudelaire ya había declarado la guerra, para llegar a las vastas voluptuosidades, cambiantes y desconocidas que nos ha de proporcionar nuestro encuentro con lo(s) otro(s). Pasar de la endocontemplación a la exocontemplación del mundo capaz de romper el hechizo de Narciso, su quietud morbosa.

BIBLIOGRAFÍA

  • Allemann, Beda (1978): «De l’ironie en tant que principe littéraire», Poétique, 36,  1978, pp. 385-398
  • Ballart, Pere (1994): Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Barcelona, Quaderns Crema, 1994
  • Borges, Jorge Luis (1992): Obras completas, Barcelona, Círculo de Lectores, 1992
  • Debicky, Andrew P. (1987): Poesía del conocimiento. La generación española de 1958-1971, Madrid, Júcar, 1987
  • Díaz de Castro, Francisco J. (1993): «Lectura de Prosemas o menos», Anthropos, 109, 1993, pp. 44-51
  • Domínguez Rey, Antonio (1981) (ed. lit.): Antología de la poesía medieval española, Madrid, Narcea, 1981
  • Eco, Umberto (1987): «El extraño caso de la intentio lectoris», Revista de Occidente, 69, 1987, pp. 5 – 28
  • Ferrater Mora, José (1987): Diccionario de filosofía de bolsillo, Madrid, Alianza Editorial, 1987
  • García Lorca, Federico (1957): Obras completas, Madrid, Aguilar, 1957
  • González, Ángel (1980): «Prólogo a Poemas», Madrid, Cátedra, 1980
  • González, Ángel (1986): Palabra sobre palabra, 4ª ed., Barcelona, Seix Barral, 1997
  • Haverkate, H. (1985): «La ironía verbal: un análisis pragmalingüístico», Revista Española de Ligüística, 15, 1985, pp. 343- 391
  • Hita, Arcipreste de (1955): Libro de Buen Amor, ed. Julio Cejador y Frauca, Madrid, Espasa-Calpe, 1955
  • Iser, Wolfgang (1976): L’acte de lecture. Théorie de l’effet esthétique, Bruselas, Pierre Mardaga, 1985
  • Jankelevitch, Vladimir (1936): La ironía, Madrid, Taurus, 1982
  • Makris, Mary (1991): «Intertextualidad, discurso y ekfrasis en ‘El Cristo de Velázquez’ de Ángel González», En homenaje a Ángel González: Ensayos, entrevistas y poemas, ed. A. P. Debicky y S. K. Ugalde, Colorado, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1991, pp. 73-83
  • Miller, Marth Lafollette (1991): «Inestabilidad temporal y textual en Ángel González», En homenaje a Ángel González: Ensayos, entrevistas y poemas, ed. A. P. Debicky y S. K. Ugalde, Colorado, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1991, pp. 25-36
  • Otero, Blas de (1981): Expresión y reunión, Madrid, Alianza Editorial, 1995
  • Payeras Grau, María (1993): «Ángel González, un espíritu burlón», Anthropos, 109, 1993, pp. 35-44
  • Paz, Octavio (1974): Los hijos del limo, Barcelona, Seix Barral, 1989
  • Quevedo, Francisco de (1981): Poesía original completa, Barcelona, Planeta, 1981
  • Rovira, Pere (1985): «Los Prosemas de Ángel González», Ínsula, 489, 1985, p. 1 y 10 
  • Sánchez Torre, Leopoldo (1993): La poesía en el espejo del poema. La práctica metapoética en la poesía española del siglo XX , Oviedo, Universidad de Oviedo, Departamento de Filología Española, 1993
  • Sobejano, Ángel (1991): «Un prosema de Ángel González más ciertas precisiones»,
  • En homenaje a Ángel González: Ensayos, entrevistas y poemas, ed. A. P. Debicky y S. K. Ugalde, Colorado, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1991, pp. 85-96

[1] Cf. makris (1991: 73), Payeras (1993: 39) y Debicky (1987: 138)

[2] González (1980: 22)

[3] González (1986: 178)

[4] Jankelevitch (1936: 59). Ángel González es consciente de ello: «la ironía facilita un tono de distanciamiento que aligera la peligrosa carga sentimental de ciertas actitudes, algo importante para una persona que, como yo, intenta escribir desde sus experiencias conservando un mínimo de pudor. Impedir la pretenciosa formulación de las pretendidas verdades absolutas, introducir en la afirmación el principio de la negociación, salvar la necesaria dosis de escepticismo que hace tolerables las inevitables -aunque por mi parte cada vez más débiles- declaraciones de fe: todo lo que la ironía facilita es lo que yo trataba de conseguir desde que comencé a escribir poesía». Citado por Rovira (1985: 10)

[5] Cf. Payeras (1993: 35)

[6] Cf. Rovira (1985: 1) y Díaz de Castro (1993: 46), entre otros. Este último autor nos habla de un sujeto dolorosamente desesperanzado. En nuestra opinión sólo se podría hablar con propiedad de un sujeto alegremente desesperanzado o dolorosamente repleto de esperanza.

[7] Cf. Miller (1991: 28). Esta autora nos recuerda que las elegías de Ángel González «cuestionan de una manera oblicua y autorreferencial la tradición elegíaca en la literatura».

[8] Cf. Miller (1991: 25-33)

[9] Según Haverkate «la sinceridad del hablante es el factor quintaesencial que interviene en la realización irónica de cualquier acto verbal». Esta sinceridad está relacionada con la máxima de calidad de Grice, la que el hablante respeta cuando no dice cosas que cree que son falsas. Cf. Haverkate (1985: 379) 

[10] En todos los casos en los que el poeta representa esa secuencialidad del tiempo las connotaciones de superioridad son para el día (tigre frente a lobas y corzas, perro tras el gato, aurora que empuja a la noche). Únicamente en un poema de carácter metapoético («Glosas en homenaje a J. G.») son las jaurías nocturnas las que persiguen al día («Difícil blanco ofrece hoy la mañana: / escorzo de cristal que pasa huyendo / de no sé qué jaurías invisibles.»), quizás por esa dificultad del lenguaje para ser exacto señalada por el poeta.

[11] En el poema «Al final, algo de noche» volvemos a encontrar esa persecución del día a la noche -aparece la aurora empujando la negra arboladura de la noche- que nos impide enfrentarnos a una noche o un día absolutos, simbólicos, con los que el poeta exprese una subjetividad sin fisuras. Su conocimiento del mundo -que la noche y el día se suceden interminablemente- es insoslayable, es parte del yo más íntimo del poeta y de su lirismo.

[12] Muecke distingue entre la ironía instrumental, verbal para otros, y la observable, más conocida como la ironía de acontecimiento. La primera sirve para cuestionar un valor mediante un ardid, la segunda es la situacional, la que supone la realidad referida deícticamente en el discurso, que contrasta con lo que el oyente esperaba que ocurriera. Esta última es una ironía de suceso, o de destino. No es irónico lo que se dice sino lo que ocurre.  Cf. Ballart (1994: 307)

[13] Ya el adverbio del título es expresión de una duda.

[14] Utilizando los términos de Iser podríamos decir que la distinción nominativa de los días es una forma elaborada de la experiencia que está lingüísticamente institucionalizada. Cf. Iser (1976: 132)

[15] «La fenomenología no presupone, pues, nada: ni el mundo natural, ni el sentido común, ni las proposiciones de la ciencia, ni las experiencias psíquicas. Se coloca ‘antes’ de toda creencia y de todo juicio para explorar simplemente y pulcramente lo dado.» Cf. Ferrater Mora (1987, t. I: 320)

[16] Este tipo de ahondamiento en el sentido literal de las palabras es semejante a las insaciables preguntas sobre las implicaciones del lenguaje que lleva a cabo la Alicia de Lewis Carroll.

[17] Borges (1992, t. II: 389)

[18] Es de una gran maestría el efecto de sorpresa que crea la aparición de la rosa al final del poema, cuando había creado una atmósfera en la que parecía imposible cualquier superviviente primaveral.

[19] Domínguez Rey (1981: 269)

[20] Quevedo (1981: 32)

[21] Para Grado elemental. Cf. Payeras (1993, 37)

[22] Se trata del poema «Hay tres momentos graves, más el cuarto». Sobejano (1991: 87-89) nos habla en su artículo dedicado al poema de una filosofía existencialista implícita en el poema que consistiría en una visión  no muy optimista del hombre frente al mundo, frente al resto de los hombres y frente a la muerte, detrás de la que no hay un más allá. Pero el título dice muy claramente que los momentos graves están antes de la muerte, y ello es un indicio muy claro de la ligereza con la que se trata el tema. La muerte no pertenece al tiempo, es un lugar extraño. Además, la falta de un más allá no implica ningún pesimismo.

[23] Según Rovira (1985: 10) las  «relaciones de esta vejez inminente con el paso de un tiempo en el que no ocurre nada, son el tema principal de los poemas de la primera sección del libro. El personaje poético entretiene ese vacío con la constatación obsesiva de la indiferente uniformidad cotidiana».

[24] Moliner, María (1992): Diccionario de uso de la lengua española, Madrid, Gredos, 1992

[25] Veamos un ejemplo especialmente gracioso en el que relata un galanteo blasfematorio en dos cuadernas vías:

Vas a rezar la nona con la duena loçana:
Mirabilia comienças; dizes de aquesta plana:
Gressus meos dirige; responde doña fulana:
Iustus es, Domine; tañe a nona la canpana.

Nunca vy sancristán qu’á vísperas mejor tanga:
Todos los instrumentos toca con chica manga;
La que viene á tus vísperas, por byen que se arremanga,
Con virgam virtutis tuae fazes que ay remanga

(Hita, 1955, t. I: 144 y 145)

[26] El objeto de su sátira estaría repartido hacia ambos mundos, el descrito y el describidor, el de los bañistas y el de la religión. Aunque la mayor parte, quizás por la susceptibilidad propia del cristianismo, es indudable que se la lleva la parte de dolor que figura el placer.

[27] Debicky (1987: 135) señala el uso que Ángel González hace de esas realidades (un texto, una imagen, una frase) con las que el lector debe estar familiarizado, para mostrar una visión alterada de esos elementos. En muchos casos Ángel González, como en el presente, juega con el sentido literal, señalando lo que el lector común dice todos los días. Sólo que él desarrolla eso que está medio dicho, aludido o implícito, para contrastarlo con las verdades expresas de los libros, las leyes y las convenciones, negadas por los hablantes a diario mediante esos giros. Lo que consigue es llevar hasta sus últimas consecuencias la coherencia del discurso que utilizamos cotidianamente. No se queda a parrafojuntomedias tintas, la utiliza toda. Derrama la que nos sobra para mostrar lo precavidos que nos mostramos al usar nuestro lenguaje. Nos muestra el verdadero sentido de las frases que normalmente utilizamos. Juega con el plano consciente y el inconsciente del lenguaje, con el sentido literal y el figurado, barajándolos para hacernos reconocer el juego que practicamos sin querer saberlo.

[28] El poeta también tiene sus premisas.

[29] Domínguez Rey (1981: 268)

[30] Octavio Paz nos aclara de modo magistral las características de ese tiempo que surge con el cristianismo: «romper los ciclos e introducir la idea de un tiempo finito e irreversible, el cristianismo acentuó la heterogeneidad del tiempo; quiero decir: puso de manifiesto esa propiedad que lo hace romper consigo mismo, dividirse y separarse, ser otro siempre distinto. La caída de Adán significa la ruptura del paradisíaco presente eterno: el comienzo de la sucesión es el comienzo de la escisión. El tiempo en su continuo dividirse no hace sino repetir la escisión original, la ruptura del principio: la división del presente eterno e idéntico a sí mismo en un ayer, un hoy y un mañana, cada uno distinto, único. Ese continuo cambio es la marca de la imperfección, la señal de la Caída. Finitud, irreversibilidad y heterogeneidad son manifestaciones de la imperfección: cada minuto es único y distinto porque está separado, escindido de la unidad. Historia es sinónimo de caída.» (Paz, 1974: 34)

[31] Tenemos que recordar aquí la diferenciación hecha por Sánchez Torre (1993: 84) entre las referencias que el texto hace a sí mismo (metatextuales), a otros textos (intertextuales) o a la poesía en general (metapoéticas).

[32] Cf. Sánchez Torre (1993: 79)

[33] El propio autor justifica el uso que hace «de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia» como fruto de ciertos condicionamientos vitales que le obligaron por las circunstancias históricas a quejarse «en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas». Una poesía, por tanto, enraizada históricamente, no propiciada por una predestinación, sino alquitarada en un destino histórico, escrita sirviéndose de unos procedimientos que su propia biografía le ha marcado. Cf. Payeras (1993: 35)

[34] Umberto Eco distingue en su trabajo «El extraño caso de la intentio lectoris», retomando una distinción que ya había efectuado en su obra Lector in fabula, entre la interpretación y el uso de un texto. Para él  las interpretaciones deben estar sostenidas por el texto y no dejar de lado la intentio operis. En una interpretación la intentio auctoris es un dato más a tener en cuenta, pero no debe obtener ninguna supremacía sobre los otros datos. Cf. Eco (1987: 21)

[35] Quizás Ángel González habría suscrito la siguiente lección lorquiana cuando escribía este poema: «Un poeta tiene que ser profesor de los cinco sentidos corporales. Los cinco sentidos corporales, en este orden: vista, tacto, oído, olfato y gusto. Para ser dueño de las más bellas imágenes tiene que abrir puertas de comunicación en todos ellos y con mucha frecuencia ha de superponer sus sensaciones y aun de disfrazar sus naturalezas». (García Lorca, 1957: 70 y 71)

[36] Blas de Otero ha caído en la misma imagen, que quizás haya inspirado el movimiento que llevó a González a encontrarse con tanta seguridad su antítesis:

El mar -la mar-, como un himen inmenso,
los árboles moviendo el verde aire,
la nieve en llamas de la luz en vilo.

(Otero, 1981: 64)