Defensa de la ficción, en Memoria, paisaje y territorio

Catálogo de la exposición de Luis González Adalid en el Palacio Consistorial del Ayuntamiento de Cartagena, de septiembre a diciembre de 2012

  • Editorial: Ayuntamiento de Cartagena, Concejalía de Cultura
  • Cartagena 2012

DEFENSA DE LA FICCIÓN

Esos hierros que sobresalen del hormigón en el forjado, esa pared gris, de cemento gris, en el barrio gris, esa fábrica por donde suben y bajan escaleras llenas de humo y polvo, las refinerías con sus depósitos de combustible que de vez en cuando saltan por los aires, las casas de vecinos hechas con tabiques modulares, las bodegas de los polígonos industriales, con esos enormes cilindros metálicos de varios tamaños, como la vajilla de un gigante borracho, las áreas de servicio arrasadas por un despiadado sol sin árboles, las casas abandonadas a medio hacer, muy lejos de cualquier propósito arquitectónico, todos esos lugares tienen un aire de orfandad, algo así como un perro pulgoso abandonado que nos sigue pidiendo compañía, comprensión, amparo.

En el lado opuesto, los magníficos paisajes de sublime indiferencia, aristocráticos en su autismo altivo, inmaculados, se acercan a nosotros con la superioridad de un padre o una madre preocupados por un hijo no muy  reconocido, demasiado «natural», a quien acogen de vez en cuando en su bellísimo y noble regazo. Los grandes pliegues de rocas, los bosques del silencio atravesado por el viento, el mar inmenso, las dunas interminables, la selva, nos devuelven la otra cara de una carencia primordial, el olvido de un modo de relacionarse con la naturaleza, en este caso madre a la que nos acercamos para pedir su gracia, en el caso anterior huérfana machacada por la imposibilidad de ser ella misma.

El arte, por su parte, introduciendo la ficción en la percepción, trata de pacificar esos lugares en guerra civil, fraternal, siempre contra nosotros, por su indiferencia autosuficiente  o por su extrema necesidad. Retados siempre a estar a la altura de un mundo que no nos pertenece, al que tampoco pertenecemos en ninguno de los casos, aprendemos a convivir con ellos mediante grandiosos espectáculos de una naturaleza ajena o con las sombras metafísicas de objetos que se arrastran por un suelo únicamente mental. Así, son devueltas al mundo fabuloso donde recuperan el encantamiento en el que debería vivir toda obra inacabada por el futuro, imperfecta por el pasado. En esa nueva obra, mitad reflejo, mitad creación pura, mitad icono, mitad símbolo, lo desconocido se alía con lo ya conocido, formando esa red de relaciones invisibles que trama nuestro ojo, convirtiéndonos en una nueva especie de insectos recién llegados.

Esa mirada está hecha en gran parte de olvido y de una memoria en la que se entra de puntillas. Con ella reconocemos un paisaje que se encuentra siempre a medio camino y, sin embargo, tiene algo de consumado, de definitivo. Eso nos obliga, su provisionalidad y su carácter decisivo, a establecer una relación de doble dependencia en la que por un momento nos hacemos nosotros también la ilusión de amar y ser correspondidos por un entorno en el que no terminamos nunca de formar parte del cuadro.

Quizá el siguiente poema de William Carlos Williams dé fe mejor que cualquier ensayo de esa extraña familiaridad.

La memoria es una suerte de cumplimiento,
Una renovación
                             -y más, una iniciación:
                                                                   los espacios
que abre son lugares nuevos,
                                                 poblados por hordas
hasta entonces inexistentes,
                                               nuevas especies
en movimiento hacia nuevos objetivos
                                                                  (los mismos
que antes habían abandonado)[1].

La circularidad insinuada en los dos últimos versos introduce una sensación de no acabamiento. Seres tan esenciales como imprescindibles, nos movemos con la incertidumbre asegurada de no tener en ningún momento muy claro cómo estar ahí. Somos como esas escaleras que suben solas por las cúpulas de las iglesias, rodean los grandes depósitos ventrudos y se levantan hasta la cima de las chimeneas de las fábricas. Es decir, no somos nadie, la huella de nadie, como el viento, visibles en la torsión de nuestra presencia (vendaval) y en la quietud de nuestra ausencia (calma chicha).

Nuestra manera de entender la virginidad paradisíaca de los lugares inmaculados, donde la naturaleza parece reinar, están dominados siempre por una parecida sensación de desasosiego que tenemos ante los paisajes habituales que nosotros creamos. Lo reconozcamos o no, el territorio que hemos ido formando, el espacio donde habitamos, amamos, producimos y reproducimos tiene un carácter bélico. Todo tiene un aire de haber sido abandonado en mitad de una guerra o de haber sido despoblado por un desastre apocalíptico en el que el hombre ya no tiene su lugar. No parece haber ningún valor seguro, ningún refugio que nos salve. Y ese aire no escapa de los lugares desiertos en los que la mano del hombre no ha llegado todavía.

La propia vista que se contempla desde un avión por la noche sobre los núcleos urbanos tiene algo de ciudad a punto de ser bombardeada o recién bombardeada. Las farolas, en muchas ocasiones, tienen el aspecto de linternas gigantes puestas allí para iluminar los cadáveres en recuentos de algún falaz armisticio. Las calles parecen hechas para que pasen los tanques con facilidad; las fachadas, para que los francotiradores no tengan demasiados problemas al disparar contra la población civil. Y no hay escapatoria, no hay ningún idílico pueblecito perdido en mitad de la nada donde podamos evitar la sensación de estar siempre a tiro.

A esta impresión podríamos oponer la arquitectura de otros tiempos, los castillos medievales donde se acogían las poblaciones derramadas en épocas de paz por los alrededores de la fortificación, las cercas amuralladas de las ciudades de tantos tiempos antes del nuestro, las torres de vigilancia que separaban un territorio de otro, la misma muralla china, todos elementos de clara impronta guerrera. Acordarnos de esas pretéritas muestras defensivas tendría la función de desagraviarnos con la comparación, pero enseguida nos daríamos cuenta de que la ausencia de cualquier elemento simbólico que represente la guerra o la amenaza en nuestras arquitecturas comunes nos expone a la indefensión absoluta.

Cuando llegue el momento nada te protegerá, parecen decirnos continuamente nuestros barrios o nuestros paraísos. Prepárate para que no quede absolutamente nada de ti ni de los tuyos. No tienes donde meterte. En el mejor de los casos el búnker sólo sirve para suicidarse en la intimidad de los tuyos. Si vas tomándote el veneno o pegándote un tiro, nos ahorras trabajo. Nuestras armas son tan salvajes, que cualquier verja fortificada de casa rica tiene el aspecto de estar hecha de cartón piedra. Y ante ningún rincón de la tierra escapamos a esa sensación. 

Nos gustaría negar la evidencia de que no queda absolutamente ningún lugar ni ninguna persona intocables. En cualquier momento se puede declarar de utilidad pública la eliminación de una parte cualquiera de la población o la reconversión de un paisaje que nos parecía único e intocable en un lugar al que nadie puede ya amar. Bajo el pretexto del óptimo funcionamiento social o económico rebajamos a malditas a las gentes o destrozamos lugares que parecían intocables. Ya no sabemos ni siquiera colonizar, sólo sabemos destruir. Por supuesto, ni se nos ocurre preguntarnos qué era aquello de poblar.

Y el problema no es sólo que haya mucha gente que se siente cómoda en ese mundo, que les parezca el mejor de los mundos posibles y asientan ante cualquier dato económico que demuestre a las claras la necesidad de la operación, sea ésta la que sea. El problema es también de los que nos oponemos desde el principio, de los “puros”, de los que todavía creemos que es posible una relación “ideal” con la naturaleza. Estos últimos sueñan con Schiller en un alma pura donde se aúnen razón e instinto, donde vuelva a aparecen una naturaleza recuperada como idea y como objeto, ya limpia de experiencia, sin posible relación de tú a tú, es decir, de una naturaleza sin naturaleza.

Pero la escapatoria no está en la visión que los apocalípticos tienen de la pureza, ni en la resignación de los integrados. El proceso de deshumanización que atraviesa el arte desde finales del siglo XX, rastreable en otros momentos de la historia (El Bosco, Arcimboldo), puede indicarnos algo así como una salida de emergencia por la que llegar con la misma actitud a un paisaje rematadamente humano o a un paraje virgen. Recuperando la extrañeza ante la realidad, la que relata Hofmannsthal en su Carta de Lord Chandos, quizá podamos adiestrarnos en la adopción de esos objetos definitivamente desechados que se acumulan en los chatarreros, objetos de orfandad despreciada que ya nadie puede aprovechar, o aprender a mirar la corteza de un árbol con ojos de asombro metódico. También nos ejercitaríamos pensando en la enorme sinfonía de movimientos que podrían desplegarse en un aparcamiento de grúas. Las maniobras armoniosas de sus brazos metálicos nos reconciliarían con su fealdad de animales monstruosos. Y podríamos igualmente acercarnos a los lugares «puros» un poco más alejados de esa ingenuidad y admiración por lo salvaje que lleva al protagonista de Grizzly man a dejarse comer por uno de sus hambrientos hermanos.

No hay accidente para el que no podamos encontrar una razón pantagruélica. Rabelais se inventaba una geografía fabulosa para los lugares por los que cruzaba su héroe. Esa interpretación de la realidad que convierte la descripción en una cartografía quimérica hace que asimilemos lo extraño en el seno mismo de nuestra intimidad. El exterior forma parte de la historia de nuestro interior. El sentido único que le otorgamos se convierte en un sentido común con el desafío permanente que lo desconocido mantiene ante nuestros ojos. Una simple aguja nos hace soñar con un pajar en el que permanece eternamente perdida, pero perdida en nuestro interior, al alcance de un misterio sincero con el que envolvemos todo lo que nos rodea.

Paco Carreño


[1] WILLIAMS, William Carlos, fragmento de “El descenso”, en PAZ, Octavio, Versiones y diversiones, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2000, p. 221 y 223