Deseo de ser una vaca

Cada vez que paso por Colmenar, cuando miro los cercados de granito y veo la placidez que desprende el ganado que pasta por ahí, siento el impulso, la ilusión de ser una vaca, de caminar por la hierba jugosa con las pezuñas descalzas y tumbarme sobre el musgo, de ir a cuatro patas entre la niebla apuntando con mis cuernos hacia el norte, de quedarme toda la noche abrazada por las vueltas y revueltas de la raíz de un roble, de acariciar con mi hocico los caracoles, lamer a mis compañeras y mirar siempre hacia adelante, sintiendo sobre la espalda la sombra de las nubes. Me gusta el calor del sol y el viento metiendo sus dedos invisibles por los pelos del lomo hasta llegar a la piel. Sé que es un retroceso en la cadena de reencarnaciones y debería sentirme orgulloso de ser un hombre y quizá estar contento de poder llegar pronto a convertirme en Brahma, superando el secular vagabundeo de mi alma, víctima de las imperfecciones que he ido acumulando desde que empecé siendo un gusano. En mi defensa diré que solo las vacas conocemos la verdadera soledad. Habitamos el silencio envueltos en una gran palabra húmeda, como si fuésemos un caramelo en la boca de Dios, un caramelo que no le deja hablar bien, pero que le endulza la vida. Y sí, vemos pasar a toda velocidad, con enorme indiferencia, los coches cargados de hombres que van buscando un poco de hierba para tumbarse y recuperar por un momento la seguridad de estar donde están. Vienen de cruzar miles de estrechos tenebrosos entre las mesas del trabajo y callejones sin mucha salida, de restregar su cansancio por trámites que imponen condiciones para ser reconocidos en alguna de las pobres maneras concedidas. Y yo mientras estoy aquí abanicándome con la cola, sin cuestionar para nada mi papel natural de vaca, orgullosa de mis cuernos, de las manchas claras de mi cuerpo, de mis tetas enormes. Soy una vaca y estoy muy contenta. Mis ojos no miran una a una las briznas de hierba. En realidad, mi mente es tan ambiciosa que parezco tonta, pero creo que no lo soy del todo. Mientras los hombres tienen que ir de uno en uno para llegar al todo, y nunca lo hacen, pues es una carrera interminable, y siempre hay algo después de algo, yo tengo, no solo una visión de conjunto, sino una visión de la inmensidad. Es difícil de explicar. Lo que quiero decir es que veo lo que veo y lo que no veo también lo veo, y lo que no veo forma parte naturalmente de lo que veo. Cuando yo era un hombre de esos que van en coche buscando un trozo de campo cubierto de hierba donde olvidarse por un momento de las infinitas exigencias a las que son sometidos para demostrarse a sí mismos y a los demás que son alguien tenía una especie de obsesión por el horizonte. Necesitaba llegar al punto donde mi vista terminaba para ver lo que había al otro lado. Y a ese otro lado siempre había otro horizonte que me retaba a llegar hasta él. Incluso cuando se suponía que estaba tranquilo, tenía siempre la inquietud del horizonte que me cosquilleaba las piernas hasta obligarme a correr monte arriba y monte abajo, cruzando como un loco los barrancos que me separaban de mi deseo de llegar al lugar desde el que tendía mi vista al conjunto. Una vez que había llegado al punto más alto la lejanía me mostraba sus encantos y otra vez me ponía en marcha para perseguirla y abrazarla. Ahora sé que esa lejanía no se entrega nunca porque siempre es otra y otra y otra y nunca es la misma. Los árboles de allá se convierten en los árboles de aquí, pero enseguida surgen otros desde el perfil de los montes que empiezan a guiñarte las ramas y a pedirte que les hagas compañía, que no aguantan la soledad. Todo reclama de ti tu presencia, miles de lugares a la vez, y sientes que gritan y lloran a su manera, como si fuesen hijos tuyos a los que no hicieras suficiente caso. Surgen por todos sitios hijos piedras, hijos naranjos, hijos pinos, hijos nubes, hijos casas, hijos torres y máquinas. Desde todos lados te llegan las quejas de una rabieta universal. Y tú estás poseído por un desaforado instinto maternal que te obliga a adoptar y a consolar con tu presencia un llanto que te rodea y te extiende por el mundo. Nada ni nadie sabe estar solo en el mundo como hacen las vacas.