Después de ver Lo and behold, la última película de Werner Herzog

No puedo dejar de relacionar el título de la película Lo and behold de Werner Herzog con aquel otro de Elem klimov Masacre. Ven y mira. Aparentemente, la película del director alemán no es bélica, pero hay aquí y allá algunos indicios, aparte del título, en los que podemos establecer una clara relación con aquella cinta rusa en la que un niño contaba la destrucción de las aldeas bielorrusas por parte del ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. El tema bélico está planteado sutilmente gracias a la maestría irónica de Herzog, un testigo tan curioso de la actualidad que no podemos dejar de apreciar en su punto de vista la inocencia de un testimonio demoledor. Antecedentes irónicos encontramos, por ejemplo, en la descomunal escena final de Aguirre o la cólera de Dios, cuando uno de los aventureros, al borde de la muerte, niega la realidad, la imaginada primero («Esto no es un barco») y la del entorno: «Esto no es un bosque, esto no es una flecha, esto no es la lluvia». Pero la ironía no está solo en las películas de ficción. Al final de Lecciones de tinieblas, los bomberos que han estado heroicamente apagando durante semanas los pozos petrolíferos incendiados por Sadam vuelven a prender uno de ellos: «Ahora están contentos» dice el narrador «ahora tienen algo que extinguir». Sí, en todas las películas de Herzog, también en los documentales, encontramos esa negación de la realidad. Solo que muchas veces se niega una realidad anteriormente negada.

En esta última película, si hacemos un recorrido por las personas entrevistadas y por algunas de las preguntas del director, nos daremos cuenta de que el odio y la guerra asoman enseguida, tras la aparente jovialidad de los inicios de Internet, de sus indudables beneficios, en cuanto llegamos al capítulo dedicado al «dark side». Lo and behold, ven y mira, escucha lo que dice la madre de la familia Catsouras cuando saca la conclusión de que Internet es el mal, expandido, incontrolable, muy fácil de comprobar en los mensajes anónimos y burlones que el padre ha recibido por mail con las fotos de su hija fallecida en un accidente del que un policía dejó un testimonio terrorífico, insano, compartido por miles de personas que no parecen tener ninguna responsabilidad en ese mal, en el daño que hacen a la familia y extienden con la impunidad que les procura su salvaje —¿inconsciente?— enemistad con Antígona, con el secreto, con un mínimo pudor frente al descaro de la muerte.

El trasfondo bélico está ahí, como en tantas películas del autor desde la inicial Signos de vida, en esas preguntas que plantea aquí allá. Hay un momento, justo después del reconocimiento por parte del millonario Elon Musk, empeñado en aislar la vida y convertirla en una especie de balsa de la Medusa con sus proyectos de colonización de Marte, de que no recuerda ningún sueño hermoso, que solo tiene memoria de las pesadillas, en el que Herzog cita al estratega prusiano Clausewitz de los tiempos de Napoleón: «A veces la guerra sueña consigo misma». Inmediatamente después pregunta a los neurólogos Marcel Just y Tom Mitchell si Internet podría estar empezando a soñarse a sí misma, si empieza a ser imaginativa, a lo que uno de los neurólogos responde diciendo que quizá Internet genere información o desencadene acciones que no responden a un patrón predecible, pero que, hasta el momento, si eso ha ocurrido, no ha sido, desde luego, digno de admiración, como admirables son las humanas producciones de la imaginación o, —decimos nosotros— las de la naturaleza.

Después de ver la película, más allá de las llamadas de atención a un posible apocalipsis provocado por una parálisis de los sistemas de comunicación tras una tormenta solar un poco más agitada, a un probable desastre de la humanidad separada de las cosas, conectada a la ausencia de las cosas, a la interminable mediación que mantiene a raya cualquier vínculo directo con el mundo y con los seres humanos, en una procurada balsa de la Medusa preventiva en la que la humanidad se encierra para no asistir a su propia vida, huyendo de peligros con los que ha dejado de convivir directamente, más allá de su dificultad para plantar o regar una lechuga, entrar en una piscina o leer un libro sin pedir permiso a un dispositivo, más allá de los terribles testimonios de aquellos que han dejado de pensar en qué van a comer, a quién van a ver ese día o qué van a hacer al salir a la calle y prefieren entregarse a los videojuegos, tan incapaces de separarse de esa su segunda vida que optan por ponerse pañales para no tener que alejarse de las pantallas, tenemos la sensación de que Internet genera una falsa soledad, una soledad en la que uno ni siquiera puede estar consigo mismo, un vacío en el que ni siquiera estamos nosotros, un silencio gritón poblado de murmullos sin sentido. Y como ya no estamos nosotros, como nos falta el eje sustancial de cualquier ética, campa a sus anchas la magna irresponsabilidad de una comunicación anónima en la que son los seres humanos quienes imitan a las máquinas, y lo hacen tan bien que hasta las emociones y los sentimientos terminan siendo completamente de pega, fingidos, como si los padeciese una máquina. El mal y el bien, así como toda su corte de actos, discursos y omisiones, forman parte de un juego, de una virtual puesta en escena en la que cedemos todas nuestras habilidades, nuestra justicia, todos nuestros conocimientos, cualquier motivo de tristeza o felicidad, al terrorífico teatro de no ser nadie o de ser alguien solo cuando lo permite la masiva irresponsabilidad de una multitud anónima que solo celebra el yo como triunfo de la banalidad de un automatismo sin freno. Hombres, por tanto, convertidos en objetos, como en las peores películas de terror maquínico (El diablo sobre ruedas de Spielberg o Figures on a landscape de Losey) lo contrario de la práctica ancestral de convertir a los objetos en hombres. ¿Qué será de nosotros si ya nadie cede la palabra a las cosas, si son las cosas las que nos obligan a compartir su silencio absurdo? El gran divulgador científico Michel Serres, al hablar de los monjes que vestían y lavaban a las estatuas de los dioses, que hablaban con ellas, insinúa que no se trataba tanto de un ejercicio de adoración como de dar la palabra a las cosas, al mármol, a la madera o al bronce, celebrando así su «pacto con el mundo», igual que las permanentes oraciones a lo largo del día y de la noche sostenían el tiempo, manteniendo una duración que se rompería sin las voces permanentes, algo que aquí los monjes parecen haber dejado de practicar, pues también están enfrascados en sus móviles y no atienden a los árboles ni al agua ni al cielo; mucho menos a las palabras de sus oraciones. Pero no nos engañemos, todo este mutismo de las cosas tiene que ver con un terrible sometimiento del hombre, con haberse saltado ese pacto con el mundo y haber decidido prescindir del alma de las cosas y del espíritu de la naturaleza, con no tratarlos de algún modo como iguales, como hijas de Dios, de los dioses, con la obsesión por aplicar la no tan vieja lógica del campo de concentración en el que no hay posible excedente para la caridad, para lo que no sea útil, útil al capital. Por eso, cuando Sebastian Thrun, en un alarde de festiva inhumanidad, le dice a Herzog que los robots alguna vez harán películas, este niega tajantemente que puedan ser mejores que las suyas. Y no es en absoluto un gesto de inmodestia, sino una declaración de principios sobre la importancia de recuperar la responsabilidad, la voluntad, de recordar que la verdadera inteligencia solo puede ser natural.

Nos preguntamos por qué en España nadie ha hablado de esta película de 2020, a pesar de tratar un tema del máximo interés y de estar dirigida por uno de los directores vivos más importantes. ¿Es posible que no nos atrevamos a tratar de un modo crítico asuntos que nos conciernen a todos? ¿Es tan incómoda la visión que ofrece este testimonio, tan respetado el objeto de su crítica? ¿Estamos, quizá, tan obsesionados con otros temas políticamente correctos que ya no nos importamos ni siquiera nosotros mismos? De no ser así, habría seriamente que pensar los motivos de la indiferencia con la que crítica y la prensa han aislado esta película que solo pretende hablar de lo que hacemos y pensamos todos los días.

Afortunadamente, al menos Filmin nos la ofrece en su catálogo. No solo han incluido casi todas las películas «clásicas» de Herzog después de un simple mail de un cinéfilo como yo, sino que incorporan las novedades con las que el director de tantas y tan buenas películas sigue haciéndonos pensar y disfrutar.