- Caravaca 31 de mayo de 2014
- Organización: Festivalico (Jardinico)
La Luna es el primer cine de la humanidad. Es la imagen en movimiento, imagen del sol en la noche, llena de luz que no proviene de ella. Su fascinación estriba en que no se ve por sí misma, sino gracias al reflejo de la luz solar. Para ser percibida necesita otros cuerpos astrales que nos la presentan. Se trata de algo incompleto sin los demás. Su carencia de luz propia constituye su magia. Casi podríamos decir que es símbolo de todo amor, de una existencia apagada sin otro que la ilumine. La luna nos revela a nosotros mismos.
Sus diferentes fases la presentan creciendo y decreciendo, hinchándose de luz y perdiéndose en la oscuridad de las tinieblas. La Luna es el objeto ideal para utilizar en una lámpara estroboscópica, ese aparato que se encuentra en el origen del cine.
La luna también es como una pantalla sobre la que se reflejan pájaros, nubes, hombres y árboles. Aún hoy se utiliza para controlar el flujo de pájaros durante la migración de las aves. De la misma manera que el avión procede de la alfombra mágica, el cine encuentra en la luna ese antepasado fantástico que proyecta la realidad más allá de sí misma, destacándola sobre un fondo de luz extraña, acogiéndola en su seno remoto.
El cine ha aprovechado bien esa condición de fondo lumínico. Todo el mundo recordará la bicicleta voladora de ET destacándose como un pájaro sobre el gran ojo del cielo nocturno. Un ser humano y un extraterrestre, es decir, lo extraño y lo familiar, unidos por la luz tibia y reveladora de la luna.
Hay imágenes lunáticas desde los principios del cine. La más memorable quizá sea aquella de Un perro andaluz, en la que, haciéndose eco del viejo verso de Píndaro en el que se establecía la metáfora de la luna como un ojo (“Tú, ojo de la noche”), Buñuel acierta a establecer la semejanza surrealista de la nube con la navaja. Aunando la contradictoria esencia de dos objetos opuestos, la del vapor penetrable y el acero afilado, lo que se deja atravesar y lo que corta, consigue uno de los emblemas más potentes del arte del siglo XX.
La Luna es un objeto muy extraño y a la vez muy familiar. Está lleno de contradicciones. Es un cuerpo inerte y se le llama ojo de la noche. Es completamente seco, sin una gota en su atmósfera, y muchos de sus accidentes se han bautizado con nombres relacionados con el mar. Está lejos y cerca. Tiene luz y no tiene luz. Aparece y desaparece. Crece y decrece.
En realidad, bien mirado, el mundo es un poco así, aunque sólo una mirada suficientemente barroca es capaz encontrar esa coincidencia de los opuestos en un mismo ser. Pero la luna, mejor que otras partes del mundo, refleja esa contradictoria esencia.
Desde hace mucho tiempo, desde el principio de la historia de la humanidad, la luna ha fascinado a los seres humanos. Y por supuesto, mucho antes del cine, los hombres se han fijado en ella con atención, tratando de desentrañar ese misterio, o, simplemente, de representarlo, haciéndolo un poco más suyo.
Ya en el Neolítico el hombre grababa en las piedras de sus tumbas las manchas lunares, fascinado por esos mundos que intuía allá a los lejos. Y antes de la llegada del telescopio se levantaban mapas de la luna a ojo alzado. Con las lentes se ampliaron los detalles, se puso nombre a unos accidentes cada vez más extraños.
Luego llegó la fotografía, que no le restó ni un ápice de magia, más bien la multiplicó, pues cuanto más fiel a la realidad, más fascinante resultaba ese objeto de luz más dudosa que la del amanecer. Y observatorios con el de Link o París, queriendo reproducir la realidad, nos mostraban cada vez más claramente otro mundo.
La historia de la luna pertenece a la historia de las imágenes. Los soportes (dibujos, grabados, fotografías, cine, televisión) han ido evolucionando en parte a la luz de la luna, que ha exigido de ellos una atención constante y cada vez más esmerada. De una manera o de otra, la luna siempre ha resultado reveladora de nuestra más profunda intimidad, de nuestras contradicciones.
La historia de la luna está llena de polémicas. Ya desde el siglo XVII los astrónomos competían por conseguir el mapa más detallado, por poner los nombres de sus reyes a los mares, promontorios y cordilleras de su relieve. Y esa carrera espacial tendrá su último episodio en la disputa de rusos y norteamericanos, quienes terminaron repartiéndose el equitativo derecho a nombrar sus accidentes.
Fruto de esa interminable carrera espacial ha sido la llegada del hombre a la luna, tantas veces anunciada por la literatura. En 1968 algunos pensaron que la luna había dejado de ser una imagen para la humanidad, que se había convertido, por fin, en un objeto real, perdiendo su potencia de ensoñación y convirtiéndose en un territorio más, como había sucedido en su momento con América.
Ese malestar producido por la pérdida de aura fue reconocido por autores como Sartre:
Cuando la conocía pensaba en la Luna como algo personal, estaba en el cielo, era un objeto que de alguna forma me pertenecía. Era mi satélite. Para mí representaba todo lo que es secreto, en contraste con lo público, lo evidente, que es el sol… La quería mucho, era poética, pura poesía. Entre nosotros había un vínculo, un destino común. Estaba allí, como un ojo, o como un oído, me decía cosas.
Para algunos, ese día, el cine, convertido ya entonces en la televisión, renunció a la ficción fundadora, la que había comenzado con el Viaje a la Luna de Méliès. Según el historiador del cine Georges Sadoul el éxito de la película de Méliès decidió el triunfo de la mise en scène sobre el plein air de los hermanos Lumière. Es decir, el público se decantó por el cine de ficción frente a los documentales.
Pero con la luna, por muy realistas que seamos, de alguna manera siempre estaremos haciendo un cine imaginativo. Se trata de un objeto que no puede ser representado sin avivar la imaginación. La descripción de la realidad no agota, más bien amplía e intensifica el territorio de lo desconocido. Hacer un documental sobre la Luna es hacer, de alguna manera, una película de ficción.
Son llamativos los intentos de desmentir la llegada del hombre a la luna. Es conocido ese trabajo televisivo, El lado oscuro de la luna, medio documental, medio trabajo de ficción, en el que se intenta demostrar que detrás de la llegada del hombre a la Luna hay un esmerado trabajo de ficción, dirigido por un reputado director en lides espaciales como podría ser Stanley Kubrick.
Esas idas y vueltas de la ficción a la realidad son lo que convierten a una y otra en algo cada vez más fascinante. La idea de que algo real sea ficticio (llegada del hombre a la Luna) o que algo ficticio sea real (alfombra voladora) siempre ha mantenido en vilo a la humanidad y es de alguna manera la clave de nuestro sentido estético y, me atrevería a decir, de nuestro destino humano. Y las obras que se mantienen a caballo entre la ficción y la realidad, como las películas de Herzog o de Patino, o las novelas como el Lazarillo y el Quijote, socavan los límites de lo real y desprenden una potencia beneficiosa para nuestros sentidos, más despiertos que nunca ante lo que pueda o no pueda pasar.
Todo el espectáculo masivo de la llegada del hombre a la Luna está de alguna manera intuido en la película muda La mujer en la Luna. La ceremoniosidad del despegue en la película de ficción, seguido por millones de personas y retransmitido por todos los medios de comunicación del momento, se convertirá a finales de los 60 en la gran función televisiva protagonizada por Amstrong y compañía.
La puesta en escena de Fritz Lang tiene muchas semejanzas con los actos multitudinarios que recogerá más tarde Leni Rieffensthal en sus películas sobre el congreso nazi. Los movimientos de la masa y la expectación generada parecen calcados por la cineasta de La mujer en la Luna, como si el director alemán hubiera intuido, antes de la realidad histórica, que la llegada del hombre a la luna sería el mejor aglutinador de la masa.
Y sí, no podemos dejar de encontrar semejanzas entre los actos multitudinarios nazis en torno al líder y las ceremonias televisivas de la llegada del hombre a la luna. El boato ya no será el de la parafernalia nazi, sino el de la fastuosidad electrónica. Los estandartes son sustituidos por luces y colores parpadeantes.
Ya hemos dicho que la luna es un mundo de contrastes, y en estas películas también se aprecia. Llama la atención la despedida multitudinaria en la tierra de unos hombres que van a ser lanzados al máximo aislamiento, como si la conquista del espacio no fuese otra cosa que la conquista de la soledad total. Pero Fritz Lang le da la vuelta a esa soledad en su película, rompiendo la clausura con el amor.
El aislamiento es un tema clásico en el cine que tiene como tema o como lugar la luna. Los personajes se enfrentan a una soledad ilimitada. Y la película que mejor ha recogido esa soledad es Moon. Su autor, Duncan Jones, consigue de un modo extremo mostrar un grado superior de soledad al insinuar que los hombres en el espacio no son seres únicos, sino clones prescindibles. De ese modo, el ser humano se convierte en una herramienta más, sustituible por otros dobles que lo reemplazarán cuando llegue el momento. Y así es como el hombre se pierde definitivamente a sí mismo, convirtiéndose en alguien que ya no se tiene, que ha perdido su destino.
Es precisamente la máquina la que decide en qué momento el hombre deja de ser útil, deja de tontear sentimentalmente con llamadas galácticas a una familia que probablemente sea virtual. Es así como la herramienta nos convierte en herramientas, como el sujeto se convierte en objeto. La luna parece el mundo mejor indicado para hacérnoslo saber, para revelar ese lado oscuro del ser humano.