El truco

Sobre la película La gran belleza, de Paolo Sorrentino

El truco

Voyager, c’est bien utile, ça fait travailler l’imagination. Tout le reste n’est que déception et fatigues. Notre voyage à nous est entièrement imaginaire. Voilà sa force.
Il va de la vie à la mort. Hommes, bêtes, villes et choses, tout est imaginé. C’est un roman, rien qu’une histoire fictive. Littré le dit, qui ne se trompe jamais.
Et puis d’abord tout le monde peut en faire autant. Il suffit de fermer les yeux.
C’est de l’autre côté de la vie
Louis-Ferdinand Céline

El propio Sorrentino ha reconocido en una entrevista que la cita de Celine incluida al principio de la película es una declaración de intenciones. En ella (en la entrevista) se defiende la imaginación como una facultad necesaria para encontrar la verdad.

El director, mediante una planificación que parece inventar a cada momento la composición del mundo, se empeña en mantenernos conscientemente en esa mentira “necesaria para conseguir la verdad”. Templos, fuentes y estatuas contribuyen como otras tantas apariencias, artísticas sombras de sombras platónicas, a demostrar el verdadero sentido de la ficción.

La narración se sitúa a propósito en un mundo desencantado. Todas las ilusiones de los personajes parecen perdidas. Amores y sueños revolucionarios yacen deshechos en un ambiente dominado por el cinismo. Hay un lamento de fondo permanente por la situación del país, que es Italia, pero perfectamente podría ser cualquier otro. Y es sobre esa base anímicamente gris donde Sorrentino quiere desplegar ese “truco”, la belleza, que está perdida, sí, pero no porque hayamos hecho algo para no merecerla, sino porque se encuentra “al otro lado de la vida”.

Detrás de la cháchara permanente de los personajes (intelectuales comprometidos, artistas de palabras vacías, clérigos obsesionados con la cocina), la película levanta el mundo hasta hacerlo flotar en un cuento de hadas donde tienen cabida el parloteo y el silencio de mafiosos, suicidas, fracasados, locos e hipócritas. Toda la historia es en realidad una gran ventana que da a ese otro lado. Basta cerrar los ojos para verlo, basta soplar, como la santa cuando levanta el vuelo de los flamencos, para que se disuelva toda la magia, para que el otro lado de la vida desaparezca.

El director arremete contra un mundo al que no interesa la belleza, que no está dispuesto a mantener la mirada de lo invisible, a convertir este mundo en una prolongación de ese otro lado. De ahí su crítica despiadada contra un arte obsesionado con la realidad, poco dispuesto a dar crédito a todo aquello que no sea crudo, que no sea estúpido, que esté elaborado, ese arte desesperantemente performativo, para el que la sangre derramada parece ser la única obra de arte auténtica.

El personaje principal cierra con frecuencia los ojos. Se sitúa así a ese otro lado donde contempla la belleza perdida. Allí el mar es un cielo raso, la edad se confunde con la eternidad y el amor sostiene la inmensidad del mundo. Esa relación privilegiada con ese otro mundo del que este no es más que una prolongación lo convierte en un personaje encantador. No es su mundanidad, sino su ingenuidad, su tremenda y al mismo tiempo cultivada espontaneidad lo que nos permite identificarnos con él. Son sus incontenibles lágrimas en mitad de una ceremonia —un funeral en el que, según reglas de urbanidad dictadas por él mismo, el llanto se reserva a los familiares, una ceremonia que él creía controlada— las que nos lo muestran como un ser tocado por la emoción, tocado por la belleza. De repente, se descubre al otro lado, en esa historia ficticia llena de hombres, animales, cosas y ciudades que desaparecen un momento y vuelven a aparecer, en mitad de la verdad de la mentira, en el centro de la emoción.

Película de citas, de citas de películas, de citas de obras literarias. Entre las múltiples referencias literarias y cinematográficas nos interesa destacar, más que las evidentes complicidades con Roma o con La dolce vita, el significativo guiño hecho a un episodio de Amarcord. En esta película de provincias, de iniciación a la vida, donde todavía todo es posible, los mundos imaginarios, ese otro lado, aparecen tras la niebla como un milagro (cuando el niño se pierde por el fantasmagórico prado donde cuernos y ramas acechan), tras la noche (cuando los del pueblo van a ver el trasatlántico lleno de luces), tras el invierno (cuando el aire se llena de polen y tenemos la sensación de flotar como una semilla empujada por el viento).

En su matutino oficio de flaneur, desocupado de las interminables noches romanas, entre una fiesta y otra, Jep observa el interior de conventos y colegios. Seductor nocturno, parece continuamente seducido por esa pureza clausurada en jardines prohibidos. En uno de esos atisbos de inocencia, en los que, por supuesto, también podríamos encontrar citas del Decamerón de Pasolini, hay una monja subida a una escalera, cubierta en parte por la fronda de un árbol.

No podemos dejar de evocar esa magnífica escena en la que el tío loco del protagonista de Amarcord se sube a un árbol y no deja de gritar, día y noche: “Voglio una donna”. Desde allí tira piedras a todo aquel que se acerque. Hasta que una monja, una mujer inaccesible por sus votos, un imposible que además, por enana, tiene el tamaño de los niños, de la inocencia, sube a por él y lo persuade para que baje del árbol.

El protagonista de La gran belleza tiene visiones que nos llevan a otras visiones. Su rompecabezas pone orden en nuestra percepción. En medio de su más o menos refinada desilusión consigue, como el pesimismo recalcitrante de Cioran, transmitir una ilusión que parece doblemente regalada. Su fascinación por la pureza, por el sacrificio y el desinterés hacen que se fije en la santa del final de la película como si fuese un ser ficticio, perteneciente a ese otro lado. Ahí también cree encontrar la belleza, en ese ser imposible que termina casi metido en su propia cama, que sube por la Escalera Santa para redimirlo, para hacerlo bajar del contradictorio árbol del bien y del mal, para mostrarle el vuelo del amanecer en su terraza llena de flamencos, cuando el sueño definitivamente se instala en su despertar y ya no necesita cerrar los ojos.

Así, curiosamente, por ese rodeo moral, el protagonista descubre la belleza, la recupera, o, al menos, la conciencia de su mecanismo, consistente en un truco. Esta palabra, que se  repite tres veces al final de la película, es realmente la que da un sentido más completo a la película. El truco, con su doble movimiento de aparecer y desaparecer, convierte la realidad en ficción y la ficción en realidad. Es el puente que nos lleva a ese otro lado. En el tiempo que tarda un amigo en decirnos adiós, una jirafa entera desaparece. Hombres a la sombra del juego, juegos a la sombra del hombre. Así nos jugamos la vida. El cine vuelve a ser magia, recupera el espíritu de Méliès, que no sólo quería documentar la realidad.

Y es en el seno del truco donde el dandismo de Gambardella adquiere su grandeza y se convierte en signo inequívoco de autenticidad. El cultivo de las apariencias lo convierte en un artista para quien las imágenes son una perfecta representación de la verdad. No se tata aquí de reflejar el mundo, sino de revelarlo, de hacerlo aparecer.

Paco Carreño