El viaje inmóvil

Publicado en:

  • Revista: Salamandra, Grupo Surrealista de Madrid
  • Número: 13-14 pp. 44-48
  • Madrid 2003-2004
  • Revista: Microfisuras. Cadernos de pensamento y creación
  • Número: 11
  • Vigo Mayo 2000
  • ISSN: 1137-747 X

Estalactitas rezumando prolongaciones, estalagmitas parsimoniosamente erguidas en el interminable caer de los cielos, cárcavas escurriendo líneas de una escritura fugaz, coladas de barro borrando una y otra vez la tabula siempre rasa de la tierra, altivas y minúsculas dames coiffées, barrancos de lenta profundidad, grietas donde el hielo duerme desperezándose desde el principio al final de su largo sueño invernal, cubetas perfectamente talladas, como tinteros de transparencia, dolinas, simas y cañones excavados en los macizos calcáreos a fuerza de anhídrido carbónico, cuevas como universos de cielos al alcance de la mano, con astros dormilones de sangre caliente y alas membranosas, grutas de calcita, su resplandor ansioso y apagado, morrenas desordenadas, derrubios a lomos de batallones glaciares, cuencas de lechos cómodos y feroces, terrazas abandonadas al principio de los valles, canales por los que las montañas van desapareciendo en la visibilidad, más cicatrizadas y alarmantes, deshechas en la belleza del peligro, y hoces de la roca, y ramblas de la tierra, y cantos de los ríos, y acantilados felices, y playas entregadas, y deltas con islas de quita y pon.

Son algunas de las huellas de un paso inconcluso, paisajes ruiniformes y perfectos en un proceso de descomposición que compone sin fin, obra femenina sobre todo lo resistente, labor imperceptible modesta, remota y presente, increíble. Gota a gota, chorros enormes, olas, riadas, torrentes, remolinos, cataratas, ríos amazónicos, orvallo, la saliva del mundo no deja nunca de pronunciar la tierra, objeto animado sin cesar, paciente, digno también de ser escuchado, porque su palabra, su cuerpo, está  vitalmente herido por el tiempo y es huella, sujeto expresivo, voz pasiva. Los seres inanimados, el mundo mineral, le deben al agua todo movimiento, todo gesto, todo lenguaje. Casi nada de lo visible escapa a la despreocupada imagen de su hechura. Sin el agua la Tierra no tendría el ansia, la placidez o el capricho dibujados en su relieve. Sin ella el mundo no sólo sería mudo, sino de una arrogante y lunática quietud. No tendría esa necesidad inscrita en su forma. Su superficie es como un agraciado rostro plagado de pequeñas muecas, de cicatrices orgánicas, de pómulos, hoyuelos y entrecejos cuya lenta vivacidad sería imposible concebir en seco. El agente de todos sus sentimientos es el agua.

Cuando queremos nombrar los accidentes del más apaciguado semblante de la Luna, sometida únicamente a la erosión que producen las impresionantes variaciones de temperatura y las radiaciones solar y cósmica, no dudamos en hacer de las grandes cuencas de polvo oscuro mares serenos, procelosos, australes, vaporosos, de néctar, fecundos o helados. Mientras atendemos con nuestros telescopios a los codiciados e inexplicables Transient Lunar Phenomena (Fenómenos Lunares Transitorios), rastreando por los circos algún extraño resplandor luminoso, nuestras miradas recorren bahías y golfos de rocío, océanos tempestuosos, valles con nombre propio, lagos y lagunas de sueño, de nubes y epidemias. Quizás todas estas denominaciones de hidrológica raíz sean un homenaje oculto al planeta que más atrae a nuestras aguas. Su sed interminable alza los mares con la periodicidad de unas abluciones infinitamente postergadas, y quizás por ello, infinitamente cumplidas en el pequeño milagro de las mareas. No sólo la geografía, también la selenografía es inexplicable sin fenómenos climáticos en los que el agua es la protagonista indiscutible. Esto seguramente es así desde los primeros mapas de la Luna levantados por Galileo.

Una vez que el agua ha adivinado la tierra es posible la geomancia, el diálogo. Antes de las palabras, en el país de nunca, existe la voz indiscutida, sin obstáculo, sin unos dientes, sin una lengua, sin un paladar, sólidos y resistentes. La corriente sólo habla sobre lo detenido, sobre una hierática entrega dispuesta a responder, sobre el ahora. Las piedras son las consonantes del mundo, nos dice la Cábala, no suenan, están sonadas. Entre vocales y consonantes ya hay diálogo, germen de toda relación, procedentes ambas de una utópica letra hermafrodita que se despliega sobre el mantel del tiempo, como los días y las noches. Es imposible la hidromancia como incomprensibles son los gritos, y esto vale para los seres que todavía no han salido del agua, los que viven fluyendo, como vocales en una ilegible sopa de letras. Entre ellos el tiburón, sin sus branquias rompiendo el agua, en permanente circulación, deja de respirar y muere. Su vida consiste en una vigilia perpetua, a caballo del incesante movimiento. Aunque escuchemos con atención los penetrantes chillidos de las orcas, los zumbidos juguetones de mil delfines, la delgada llamada de las ballenas, aunque observemos con detenimiento hermenéutico la rápida tinta del calamar, o el brillo colectivo de las sardinas, los peces siempre serán mudos. El agua lo dice todo, lo niega todo en su monólogo oceánico.

Silencio también, quietud, tensión de aquellos que contemplan sinceramente el mar, como Friedrich, de los que quieren dejarse moldear, tan duros y cabezotas como Turner, atándose al mástil de barcos sometidos perfectamente a la fuerza de las aguas, las aguas del Rig Veda X.129, «profundas hasta apagar el sonido»[1], el agua donde todos los seres son posibles porque la forma se niega en el reto de su velocidad. Sin ella no habría la tragedia quieta, terráquea, solemne, efímera también, en trance de ser una y otra vez desmentida por su paso incansable, que no duerme más de dos noches en el mismo lago, que dice hola y adiós con el mismo chorro de su voz. La piedra, enfrentada, escucha como nadie y habla, también, como nadie. Es figura de una metamorfosis que por fin se ha detenido, en el gesto manifiesto de la marcha, refugiada en la cima de lo innombrable.

La majestad elemental del agua es bien conocida, y no procede del naufragio, de la informe superioridad contagiosa, de su fondo glotón, de su desdén. Es la generosidad lo que veneramos con el sabio silencio de los peces, el gesto magnífico de quien da y abandona. Cuando la lengua de las aguas desaparece llegan las formas como una revelación de franco misterio. Somos, todos los seres vivos, sus regalos, dones que ella otorga, de los que se desprende sin mirar, formados a semejanza de su fugacidad. El pez permanece en su beneficio original, regalado en su seno, vitalmente indivisible de su entorno. Nosotros, los terrestres, nos seguimos regalando toda la vida, nuestra necesidad nos sumerge en el agradecimiento en estado puro de la sed, en el agradecimiento en estado turbio del hambre, del deseo, en este último caso, de abatir —con nuestras manos, con nuestros dientes, con los ácidos de nuestro estómago— aquello que ha sido alzado por las íntimas corrientes del agua acalorada. Tampoco podemos salir, por mucho que nos esforcemos. El pez es figura de una necesidad amniótica. Somos profundamente peces, seres vivos, arraigados en nuestro ambiente, algo más que una decoración. Conquistarlo es hundirse cada vez más en la dependencia insondable de su hospitalidad, profundización semejante a la de los amantes hundidos en la más terrible totalidad de los seres mutuos.

En ese sentido el geocentrismo no es algo que se pueda considerar superado. Afincados en una madre que se abre a otra madre, los seres van de vaina en vaina. Tarde o temprano uno se encuentra con una madre que no te reconoce, te desorbitas en tu antropófago. Para salir de una madre hay que entrar en otra. Sólo las piedras, que no se mueven, son capaces de estar en cualquier sitio acaparando los deseos de todo lo que se mueve. Independientes de su lugar, muestran una magnífica indiferencia. Sobre ella se inscribe su más acendrada sinceridad, la que procede de fuera y dentro. Lo más extraño quizás haya sido en los tiempos remotos un íntimo y adormecido humor que ha bogado en meteoritos, planetésimos depositarios de un secreto revelado hoy en lugares antaño inexistentes. En la vaina de su hermetismo han mantenido al fondo de sí mismas el recuerdo del principio. Por eso exprimir una piedra es un milagro probable, que la ciencia demuestra —al principio furioso del planeta el fuego exprimió la Tierra como una naranja— cuando Moisés ya ha golpeado con su vara la roca de la que surge la fuente.

 El agua es la materialización, la figura más clara del no-ser taoísta, eso que aún no ha empezado a ser o ya ha dejado de ser. Su manifestación es semejante al tiempo. No es el origen, la génesis, sino su posibilidad tras el comienzo, grabada en la roca sometida a su vaivén. Antiguos poetas chinos veían mundos reducidos y completos, con sus abismos, sus picos, sus ríos y sus montañas. Para ellos la preciosidad de la piedra estaba en que el hombre no ha intervenido en ella, en su erosión inhumana. Su imaginación vadeaba esos apretados significantes en los que cabe todo el universo. Veían también dragones y peces, senderos retorcidos como las tripas de un borrego. Era tal su admiración que algún gobernador se atavió con sus mejores y más reverenciosas galas para salir a saludar a una de esas rocas magníficamente erguidas. Entraban a las cavernas en las que sólo tienen acceso los Inmortales, es decir, aquellos seres capaces de cambiar su tamaño[2].

Mirar las piedras es escuchar las palabras del agua. La mayoría de los niños son incapaces de concebir una piedra que no hable. Reconocen el dictum mineral, aunque no comprendan lo que dicen. Saben que todas son diferentes, admiran el poder que les otorga su soberana individualidad. Ven en ellas algo vivo, un testimonio, y lo comparan con los seres animados, encontrando en ellas bocas para respirar, orejas para oír, nariz para respirar y ojos para mirar[3].

La vuelta a la virginal magnitud de la realidad mostrada en los diminutos universos de las piedras, con formaciones repetidas a diferentes escalas, es también la que aparece en los cuentos de hadas. Los tamaños de las hadas no conocen la ironía. Ser grande y ser pequeño, ser una montaña y ser una piedra no se excluyen entre sí. Hay espacios en los que no existe disyunción de magnitudes. A nuestro alcance están las moras, las fresas y las bayas del Jardín de las delicias. El procedimiento no es sólo una complicación de la fantasía, consiste únicamente en poner el hombre a la escala de los frutos, confiar en la magnificencia de los detalles. Es eso lo que hacen los poetas chinos que paseaban por los mundos de las rocas, reducirse para introducirse en un relieve mimado por la dureza de la intemperie, hacer su tamaño digno de lo desconocido. Por eso les llamaban Inmortales, porque conocían la salud suprema de su vida en el espacio, una ubicuidad perfectamente terrenal, no simultánea, fruto del esfuerzo, de una escalada por lo diminuto.

En otras culturas se ha pensado en los gnomos, «cirujanos de las rocas», hacedores de espadas y de todos los instrumentos con virtudes minerales. Como demiurgos recorren los entresijos de la tierra porque es imposible que haya tantas formas huérfanas de labor y formación, porque la orfandad de la materia es estéticamente imposible. Cuando ellos abandonan su creación las piedras mueren entre las tinieblas de la inercia. Algo así ha debido ocurrir en el satélite de nuestro planeta. No se trata sólo de la falta de vegetación, las propias piedras y el polvo están abandonadas en una ausencia de suerte activa, reformadora. La etimología de estos pequeños seres (gnomai / conocimiento) inconcebibles en la Luna nos recuerda que las rocas también transmiten conocimiento, pero sólo si uno desciende a la escala de su poder.

Desde el canon clásico de la humanidad todo es amorfo, todo hay que hacerlo de nuevo, hay que esculpirlo, a nuestra imagen, a nuestro tamaño. Nos quedamos así únicamente con nuestro poder, no recibimos el temple del equilibrio absoluto. Con el mundo tallado a nuestra semejanza, plagado de reflejos, no podemos ser creados, abandonamos la potencia. Sin pasar por ella no accedemos al acto catártico de un mundo verdaderamente original. «Sólo es un hombre completo el hombre que se ignora», nos dice Álvaro de Campos, heterónimo de Fernando Pessoa. Es un concepto de humanidad más ambicioso que el reflejado en la galería del humanismo que ha sido  criado de y por sí mismo, dedicado a mantener pulida la servicial litoteca de su narcisismo.

¿Es verdad que el agua, como dicen los geólogos, es la gran artista de la naturaleza, escultora insaciable? Entonces, ¿aquél que observa su obra, es simplemente un esteta, capaz de dar un sentido a eso que escapa y se queda, se queda cada vez más en sí mismo escapándose, escapa quedándose en la fatalidad tectónica? Las formas geológicas labradas proponen, entre otros menesteres, criarnos en la desemejanza, en el desconocimiento, en la asignificancia. Afrontar sin abandonar el rostro lo incomprensible, soportar en esas máscaras minerales el heroísmo de la verdad que no se deja transmitir, arraigada en su signo. Julio Verne habla es su Viaje al centro de la Tierra de las promesas de la naturaleza inscritas en las murallas basálticas observadas por los viajeros de su novela, inscripciones en las que se prefiguran las formas arquitectónicas que miles de años más tarde creará el hombre. La naturaleza se anticipa proféticamente al hombre. ¿Sólo puede ser creado aquello que ya ha sido imaginado? Tesoros de imaginación, de futuro en estado bruto, en presente, escenifican la teatral memoria de apariencias. Si nuestras moradas están prefiguradas en su materia, también nuestros cuerpos van profetizándose en órganos y miembros esbozados antes.

Criarnos hasta el último momento, lo hacemos, queramos o no. Reconozcámoslo, somos huéspedes en el doble sentido de la palabra, no nos quedemos en anfitriones de nuestra soledad. No se niega aquí ningún protocolo, la comodidad de la elegancia, la simpatía por todo lo familiar. Pero la familiaridad no excluye lo extraño, se aproxima y lo respeta. Con el confianzudo y autoconsciente reconocimiento de la naturaleza ficticia de todo acto de comunicación, enarbolado por los artistas postmodernos, es imposible identificar nuestra voz con la escucha, siempre tendremos la sensación de estar jugando a llamar por teléfono o a ver la televisión, de poder apagarlo y encenderlo a nuestro gusto, cuando algo nos entra por los sentidos. Lo más triste es que estamos ya bien criados, que la única idea seria que nos queda es la idea de la responsabilidad, una responsabilidad impotente porque no sabe sonreír, divorciada, una vez ganado el juicio, de la despreocupación. No hay nada lúdico en un complejo de superioridad en el que lo primero que se deja de respetar es la autonomía de la mirada, la mirada capaz de hacernos sonreír ante lo que no conocemos. Habrá que recordarlo una vez más: la fuente de conocimiento está en los sentidos, sólo ellos demuestran la existencia del exterior.

Para ello se hace preciso la conciencia de la propia monstruosidad, la de nuestras intenciones, aunque sólo sea la sospecha de la misma. Ser ahí defectuoso, ser incapaz de deleitarse, de acomodarse o simplemente reconocerse en uno mismo, es el primer paso, quizás necesario, para llegar a preferir el mundo. Considerarse indigno tema dignifica lo ajeno, lo externo, el mundo. Huir de la infame voluntad que abandona el dolor, o simplemente ser emanado por el peor monstruo de todos, el monstruo del bostezo, no lleva a las vastas voluptuosidades, cambiantes y desconocidas, «de las que el espíritu humano jamás ha sabido el nombre»[4]. Pasar de la endocontemplación a la exocontemplación del mundo ha de ser un acto gratuito, inseparable de la fatalidad.

No se trata de inventar el mundo sino de volver a dejar que el mundo nos invente a nosotros, rebajarnos a la misma quietud de las piedras. Su expresión, sometida a una voz que necesita irse para sonar, no puede recordarnos el monólogo con el que afrontamos nuestra vicaria compañía. Nuestra figura ¿es el agua o es la piedra, es la voz o es la boca? ¿Somos el poder o su útero? Por lo que podemos observar nos hemos quedado en una fuerza desprotegida de su generación, un viejo poder alimentado de recuerdos, incapaz de procrearse en lo guardado, sin huevo, sin clepsidra, sin saco vitelino. ¿Cómo, si no, podríamos pintar, sobre un bellísimo mural de piedra, en fuga diacrónica, la historia natural de nuestra especie, como se ha hecho en Pinar del Rey, en uno de los más hermosos parajes naturales de Cuba? En lo que era la pared de una inmensa caverna submarina, con su techo un día apoyado sobre columnas que ya sólo se aguantan a sí mismas, vemos de izquierda a derecha la pictórica sucesión de los distintos estadios evolutivos de la biología. Están allí, en orden sucesorio, las bacterias y las algas azules, los protozoos unicelulares, los primeros hongos, los organismos pluricelulares. Luego vienen las medusas y las esponjas, los corales, los gusanos, los crustáceos, los cefalópodos. Más tarde los cordados, primeros vertebrados agnatos, que todavía se alimentaban por filtración, seguidos de los primeros predadores, los peces cartilaginosos, los peces óseos, las rayas… Todos ellos pintados sobre un fondo azul. Con medio cuerpo todavía flotando en ese color marino encontramos al primer anfibio junto al primer árbol sobre el que sobrevuelan varias especies de insectos, pioneros indiscutibles del aire. Cerca de ellos campan los reptiles, con uno de sus parientes, el dinosaurio. Un poco más allá hay un pterodáctilo seguido de un ave todavía dentada con plumas incipientes. En este álbum de familia no podían faltar los marsupiales y nuestros antepasados directos. El más grande y desproporcionado es el hombre.

La historia de este mundo, desde las modernas ciencias de observación, está dictada en sus hipótesis por patrones espectacularmente humanos. Son modos de escenificar nuestra grandeza. El argumento es nuestro, los detalles se rebuscan en la naturaleza. De ese modo el ambiente es lo accesorio. En el fondo yace siempre la idea de necesidad. Una vez perdido el sentido de la hospitalidad en la tierra que nos acoge nos proclamamos dueños, relativos, pero dueños, y volvemos la cara al origen con la autoritaria idea de la selección. Dentro de ese marco todo encaja perfectamente, incluidos los flecos de una creación prolífica donde los antiguos trilobites y algunos inadaptables seres teratomorfos, como la divertida Hallucigenia sparsa, con siete bocas colocadas al término de siete largos cuellos, ocupan exóticos callejones sin salida evolutiva. Todo ello contribuye a apuntalar el milagro de estar vivos, labor similar al sostenimiento de una nube.

Con el todavía inmenso árbol genealógico encadenamos el nacimiento de la conciencia. Su innumerable fronda oscurece el continuo despertar de un pensamiento al  que le es ajena su propia aparición. Es la crónica de la gran diferencia de la semejanza, de la gran semejanza de la diferencia. Sólo a través de sus extensos claros vislumbramos el misterio de lo que no nos pertenece. Es por ahí por donde se pierden los eslabones que nos desatan, a nosotros y nuestros antepasados de la literatura de la Historia Natural, de una servidumbre natal. Mientras, los señores de la historia, guiados por un estricto código de observación, no aprecian los pequeños lapsus ilógicos que suelen darse en casi todos los sistemas autoritarios. En uno de ellos, la autora, por otra parte perspicaz, ingeniosa e hiperconsciente, de un riguroso libro de divulgación, llega a decir con toda naturalidad que una de las razones por las que ciertos organismos fosilizaron no tiene otra explicación aparte de la de aportarnos pruebas testimoniales a los hombres de hoy para que podamos seguir completando con una pieza más el rompecabezas de la creación. Demuestra más fe en la realidad el hombre de las cavernas que guardaba los animales petrificados para utilizarlos como talismanes que quienes tienen una conciencia que dispone de la mismísima solidez como de un servicial auxiliar de la laboratorio.

No hace mucho un famoso museólogo reclamaba una mayor presencia de artistas y poetas en los museos. Pienso que su propósito no era únicamente el de contribuir a hacer más divertidos estos centros de entretenimiento. En el fondo, las ciencias desprovistas de poesía tienen el tiempo contado. Sin un orden material de la realidad, como el que llevó en el siglo XVIII al conservador danés Thomsen a distribuir las piezas de su museo en aquellas que eran de piedra, de bronce o de hierro, agrupación con la que quedó establecido el fundamento diacrónico, por Edades, de la Arqueología, no se puede descubrir nada. Sin una fe material en la realidad como la que encontramos en André Breton cuando nos recuerda la contribución del inconsciente, es decir, de la conciencia cargada de imprevisibilidad, en los más grandes hallazgos de la historia de la ciencia, difícilmente podremos desarrollar nuestra exigente capacidad de sorpresa.

Para no estar continuamente repitiéndonos, como una inteligencia ahíta, a la que todo le recuerda su hogar y su patria, o los parajes a los que va en vacaciones de vaga fantasía, modelos de todos sus exotismos, es preciso borrar de la mirada su alucinación objetiva, que en el fondo no es más que una subjetividad detenida en su observación. El adverbio «como», utilizado con el transparente verbo copulativo, puede servir para sacarnos de nosotros mismos, o para traer al «buen parecer» de nuestra aceptación todo lo que resiste en su franca extrañeza.

Vulnerable a una soledad sobrehumana, el buen salvaje que huye de eslabonar las cosas con el «como», que no hace copular a las cosas sino que copula con las cosas, busca la mirada de antesdel ojo, una mirada sin hombre, en la que no hay el asidero de la analogía y nos enfrentamos al terror de lo indecible, nos mantenemos en él.Hacer que los murales de la piedra herida sean hermosas murallas sin hombre, por donde asoman los líquenes de unos jardines de minúscula provocación. Destacar los rasgos irreconocibles de una morfología anterior y posterior, mirar con una inteligencia asocial la piedra hollada por el camino irrepetible: formas que no le recuerdan a nada, que no son como nada, que hablan, como mucho, de sí mismas, pero tampoco.

¿Qué lenguaje puede dar cuenta de esa experiencia? Tendría que estar encantado, como los tamaños del ensalmo que un brujo propone como remedio para curar el hambre insaciable del personaje de un cuento celta: «Cada bocado ha de ser tan grande como un huevo de avutarda, y en cada bocado pondrás ocho clases de grano, trigo, cebada, avena, centeno…, y con ellas ocho condimentos, y con cada condimento una salsa. Y cuando hayas preparado tu comida toma un poco de bebida, sólo una gota: no más de lo que pueden beber veinte hombres; y que sea de leche espesa…». La desmesura que se produce es simétrica, entre nosotros y la cosa, pero también es reflexiva. La primera está representada por el hombre de apetito pantagruélico, la segunda por la gota capaz de saciar a veinte hombres. Conviviendo con lo desemejante a ti y a sí mismo, dejándote convertir, como un pobre de fe, terminas teniendo acceso a ese jardín cerrado para muchos, abierto para todos.

En el Torcal de Antequera hay una formación llamada el Moño de Doña Elvira que consiste en uno de esos dólmenes naturales rematado por un matorral en su cima, caso quizás más cursi y menos afortunado en su analogía que el de Huysmans, quien en su novela En rada tiene un magnífico episodio en el que el protagonista recorre un bosque. Todas las formas retorcidas, expresionistas, de los árboles heridos y alzados por su edad, son leídas en clave sexual. El bosque es una lujuriosa provocación, repleta de cancros abiertos como vulvas, de brazos y piernas que siguen las curvas de una máxima sensualidad. Las hamadríadas de Ovidio, ninfas mortalizadas en formas vegetales, con un trágico pasado erótico al alcance de la mirada evocadora, son otro ejemplo de la visión analógica. No nos importa ahora tanto la relación de las rocas con la peluquería, o de lo vegetal con la profusión erótica, en sus formas, en sus olores, en sus jugos, en su abundancia, en el placer que proporciona, cercano al delirio para todo el que se presta a la contemplación, como señalar la arqueología de lo que podría ser una mirada más directa, no necesariamente más hermosa, sobre todo lo que debe su forma a la circulación del agua y sus semejantes, la sangre y la savia. Para alcanzar esa mirada tendríamos que permitir a las cosas contar su propia historia, cantar su vida. En la mirada analógica casi siempre somos nosotros quienes contamos nuestras vidas (deseos, mitos, sufrimientos…) mediante las formas que recreamos. Ejercemos nuestra significación sobre un lenguaje formado quizás para significar otra cosa, para nombrarse a sí mismo. De ese modo la naturaleza entera cae de lleno en la arbitrariedad. Nos parece imposible salir del reino carcelario de la necesidad sin ir a parar al libertino mundo de la arbitrariedad.

No se trata de practicar, alzado por la polémica, un gigantismo moderno desde el que desdeñar la interpretación, estética o no, de la naturaleza, efectuada por todas las épocas, de asomarnos, para otear, al último ventanuco de la casa de la gigantesca historia. El bestiario medieval y el tejido de los filii biológicos son símbolos de la naturaleza y del hombre, ambos tienen una base tropológica, moralizadora, son escrituras nuestras, de las que también surgen lecturas anagógicas, finalistas. En la selva del hombre es mejor estar atento a las concomitancias, inventarlas, si es preciso, acometer la reunión para tener un centro y latir. Fuera del hombre la vida es siempre igual a sí misma porque es extraña a sí misma. La unión se da sin nuestra presencia. En los dos estudios de la naturaleza se deja subyacer una intención. ¿Qué más da que las cosas hablen el lenguaje de Dios al hombre o que hablen otro lenguaje? Son códigos diferentes; a ambos lados se mantienen el punto de partida y el punto de llegada. Habría que ampliar el punto de llegada, olvidar al hombre, atravesarlo. Michaux: «Las frases van pasando sobre abismos de velocidad. No nos dejemos engañar. […] El hombre es un ser lento, que sólo es posible gracias a velocidades fantásticas. Su inteligencia ya lo habría adivinado mucho antes, si no se tratase precisamente de sí misma»[5]. El punto de partida sigue lanzando innumerables señales, indicios, no símbolos. Una de las fórmulas para ralentizar al hombre, para hacer de su mundo una lentitud que encima se repite, es la que representa el adverbio «como», esa es la verdadera propensión a la elefantiasis del hombre que va postergando la salud mortal del enfrentamiento con lo que acaba y sigue hablando. En el mejor de los casos sería una feliz extravagancia, como en Arcimboldo. En otros la identificación aporta poco a poco la indiferencia.

«No hay nada incomprensible», dice Ducasse en sus Poesías. Pero la comparación no es el único puente. Habría que inventar una tropología mineral, con nuevas figuras de inmensos significados. La pobre naturaleza no tiene sujeto, es demasiado rica para ciertas responsabilidades. Sin duda, otorgarle, como hace el poeta, sentimientos, actitudes y posturas humanas le da un halo de profundidad –si quien habla es profundo; pero ¿es esa su profundidad? Nos hace más profundos a nosotros, que navegamos sobre la superficie sin querer saber demasiado de un fondo abisal, desfondado, debajo del cual no hay ninguna prolongación del continente hundido sobre el que poder caminar aunque sea con escafandra. Nuestras artes de marear en los reinos de la naturaleza sirven para navegar con comodidad, sin mojarnos permanentemente, en el mar de la voluntad incomprensible, del poder despiadado, de una fuerza que aniquila terriblemente la ética. Ese territorio, el de la intencionalidad en la naturaleza, es teológicamente muy resbaladizo: cucaña demasiado untada con la brea de las preguntas. Dios comparte con rasgos diabólicos las últimas facciones de un rostro indiferente a la bondad humana.

Sin salir de la naturaleza podemos tener la experiencia terrible de los seres diminutos. Hasta ahora sólo la literatura nos había llevado a esas grandezas y reducciones. Alfred Jarry: «Faustroll plus petit que Faustroll». Lewis Carroll: Alicia creciendo y decreciendo para conseguir una llave; Alicia tras el conejo siempre apresurado del tiempo; Alicia nadando en el mar de sus lágrimas, cruzándose con ratas de su tamaño, escuchando con atención el diálogo de los animales; Alicia sin saber quién es: «Let me think: was I the same when I got up this morning? I almost think I can remember feeling a little different. But if I’m not the same, the next question is ‘Who in the World am I?’ Ah, that’s the great puzzle!»[6]. Jonathan Swift: Gulliver en Liliput, en Brobdingnag, el país de los gigantes, donde observar de cerca la piel de los gigantes, en todo su cuerpo similares a los humanos, es una experiencia terrible que confirma en la epidermis esa intuición de Pascal según la cual el hombre sería un monstruo incomprensible. Su indeterminación es su monstruosidad, su inmensidad. Alguien que convierte su propia piel en una especie de dinotopía tiene en el mundo su único consuelo. Alguien así puede perfectamente hacer de la superficie terrestre una utopía.

Todo aquello que es único puede ser utópico, porque está más allá de su nombre y es real al mismo tiempo, inmediatamente geográfico, dermográfico. El gorrión se escapa del pájaro, el individuo se escapa del gorrión. La sensibilidad no se ajusta al sistema de percepción. Los especímenes aletean en los bordes precisos de su nombre, creando las vibraciones tangibles de su ser más íntimo, ese que verdaderamente toca la comprensión.

Últimamente la biología también se ha acercado a esa mirada propia de la poesía, de soledad a soledad. En la película Microcosmos nos alejamos del tratamiento orgullosamente tuerto con el que casi siempre observamos la naturaleza en los documentales al uso. Claude Nuridsany y Marie Pérennou atienden a algo más que a las funciones biológicas con las que se relacionan los animales entre sí. Hacen una observación simpática, se fijan en los avatares trágicos y cómicos de los individuos, sacan del saco de la especie lo que legítimamente le pertenece a cada cual. Empiezan por limitar el territorio de su mirada: un prado de Aveyron. ¿Qué pasa en ese prado, en las hojas de los árboles, debajo de la yerba, entre los terrones y el barro? Morosos como enamorados se hunden en las conductas hasta encontrar la gracia. Al principio cantan desde las nubes: «Antes de morir mira la yerba». Luego descienden como ángeles caídos, con una necesidad menesterosa de ver, hasta los gestos, las hazañas y la torpezas irrepetibles de seres que mantienen en todo momento la dignidad de su existencia. Los mundos fantásticos de Spencer en La reina de las hadas, o del shakesperiano Sueño de una noche de verano, los que aparecen en el cuadro de Richard Dadd El golpe maestro del narrador de cuentos de hadas, se ven aquí refrendados, incluso exagerados, como si la hipérbole fuese aquí lo sencillo, la terrena realidad, ante la que cualquier fantasía se descubre como ante la gran madre insuperable.

Nos sentimos tentados de encontrar similitudes humanas en la conducta de las criaturas que aparecen en la película: majestad de un insecto articulando sus patas al amanecer, sufrimiento similar al de Sísifo, de un escarabajo pelotero, con su bola de excrementos cayendo una y otra vez por las vertientes del terreno, obstaculizada por un palo…, erotismo de dos caracoles restregando sus cuerpos entregados al placer del roce, heroísmo del bicho aislado entre las aguas turbulentas. Ante esas escenas sentimos lo que Jules Laforgue consideraba el «atributo del genio»: los «relámpagos de identidad entre sujeto y objeto».

En la analogía el sujeto queda fuera del drama, asiste, no existe. Pez guitarra, pez espada, pez martillo, erizo de mar, estrella de mar, caballo de mar. El genio de aquel que no tiene figura es ser pez yo guitarra, pez yo espada, pez yo martillo, erizo yo de mar, estrella yo de mar, caballo yo de mar. Así, con la interposición de un yo que sólo se perfila fuera de sí mismo, los seres no tienen ya un fin conocido; yo les atribuyo, identificándome, la ontología desfondada que le falta al objeto similar, no al objeto que se posee, sino al objeto que se desconoce. La mejor manera de respetar la verdad de una pregunta es responder con otra pregunta, y el mundo ¿no es una enorme pregunta?

¿Quién empezó preguntando, la luz o la oscuridad? Da igual, las dos responden con una misma pregunta, quizás la misma, pero enunciada de otra muy distinta manera. La piedra, o su avatar, la tierra, y el agua, también preguntan y responden con una nueva pregunta que mantiene en vilo el permanente cuestionamiento de una y otra. Meandros y formaciones rocosas, dos respuestas interrogativas, dos asimilaciones, dos formas de ser. Unos se forman sobre las pautas del relieve cambiante, las otras se dejan cantar sobre las pautas tectónicas. La voz del agua alumbra en el silencio pautado de la piedra. Interpretar esa obra de luz no acabada y necesaria exige un compromiso con la fluidez del mundo.

Permanecer ante las piedras como el que se detiene ante un movimiento superior, un movimiento que integra en su gesto la quietud. En esa quietud hundirse, resbalando por una superficie inabarcable. Recorrer así el recuerdo de un origen lleno de sorpresas. Ese deslizamiento cae en la gravedad de la memoria. Es una órbita ceñida a la no circularidad de las formas. Si el círculo, o la esfera, pues se trata de volúmenes, aunque insistamos en el próximo mundo de las superficies, es la forma perfecta, acabada, erosionada en ajuste con su centro, las protuberancias y los huecos de estas rocas, su ir y venir al aire o a su centro, un centro perdido, secreto de la inmensidad, hacen de la imperfección un regalo para el movimiento de nuestros ojos y de nuestra sangre.

Lustrar nuestros ojos ante formas que inundan y desbordan las palabras, ante la escritura secreta, enérgica, vocacional de la roca. Estamos escritos en el libro abierto y magníficamente deleznable de la intemperie. Su lujo es su meticulosa destrucción, su poder imaginario está atado a la disolución entrometida hasta la grieta en el perfil de las formas.

Es el secreto de la catarsis. Salimos templados de la catástrofe. Toda forma se origina en el desastre. Sin erosión, sin cierto desapego, entrega a la desaparición, no llegamos a la hechura. Nuestra efigie no termina de aparecer. Someterse a la desproporción es caer con más seguridad en el fondo donde un íntimo molde se anima en arrebatos. Somos, por animales, de esos seres que reaparecen, pero anterior a la muerte es la desaparición que va fraguando la aparición. Así deberíamos estar ante todo lo que yace y lo que se mueve, con una insaciable expectativa. Deberíamos practicar el valor de afrontar la inmensa aparición de la desaparición. Ninguna identidad es completa sin esa profundidad de la muerte al acecho de esculpir. Comprender una piedra es comprender el universo.


[1] David Maclagan: Mitos de la creación, Madrid, Debate, 1994, p. 34

[2] Roger Caillois: «Los amigos de las piedras», Vuelta, 174, pp. 17-19

[3] Véase la experiencia llevada a cabo por Philippe Parreno La pierre qui parle (cours de dessin) mostrada en la exposición France, une nouvelle generation que se celebró en el Círculo de Bellas Artes.

[4] Charles Baudelaire, Les fleurs du mal, París, Presses Pocket, 1989, p 161

[5] Henri Michaux: Las grandes pruebas del espíritu y las innumerables pequeñas, Barcelona, Tusquets, 1985, p. 32

[6] Lewis CARROL: The complete works of Lewis Carrol; Wordsworth Editions, p. 24