- Revista: Ágora, pp. 52-55
- Murcia, 2005
- ISSN: 1565-3239
Una sextina de Jaime Gil de Biedma sobre España
APOLOGÍA Y PETICIÓN
Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios
en donde el mal gobierno, la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal gobierno
sino un estado místico del hombre,
la absolución final de nuestra historia?
De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza.
Nuestra famosa inmemorial pobreza,
cuyo origen se pierde en las historias
que dicen que no es culpa del gobierno
sino terrible maldición de España,
triste precio pagado a los demonios
con hambre y con trabajo de sus hombres.
A menudo he pensado en esos hombres,
a menudo he pensado en la pobreza
de este país de todos los demonios.
Y a menudo he pensado en otra historia
distinta y menos simple, en otra España
en donde sí que importa un mal gobierno
Quiero creer que nuestro mal gobierno
Es un vulgar negocio de los hombres
y no una metafísica, que España
debe y puede salir de la pobreza,
que es tiempo aún para cambiar su historia
antes que se la lleven los demonios.
Porque quiero creer que no hay demonios.
Son hombres los que pagan al gobierno,
los empresarios de la falsa historia,
son hombres quienes han vendido al hombre,
los que le han convertido a la pobreza
y secuestrado la salud de España.
Pido que España expulse a esos demonios.
Que la pobreza suba hasta el gobierno.
Que sea el hombre el dueño de su historia.
El tema de España en la literatura es tan viejo como la decadencia del país. Richard Schmidt en El problema español lo estudia y nos recuerda la prolífica literatura que se ha escrito desde Quevedo. España defendida (Quevedo, 1609)y Defensa de la nación española (Cadalso, sin publicar hasta 1970)fueron escritos directamente en defensa de los ataques recibidos desde Europa. Es fácil reconocer en estos autores, y en muchos otros posteriores (Larra, Galdós, Menéndez Pelayo, todo el 98, Ortega) una permanente obsesión por su país, hasta el punto de llegar muy seriamente a preguntarnos si las palabras de Cioran en Adiós a la filosofía no encierran una vieja verdad:
Es casi imposible hablar con un español de otra cosa que de su país, universo cerrado, tema de su lirismo y de sus reflexiones, provincia absoluta, fuera del mundo. Alternativamente exaltado y abatido, lanza miradas deslumbradoras y morosas; el descoyuntamiento es su forma de rigor. Si se concede un futuro, no cree en él realmente. Su descubrimiento: la ilusión sombría, el orgullo de desesperar; su genio: el genio del pesar.
Richard Schmidt no deja de señalar que bastantes de los autores referidos cumplen con los requisitos establecidos por Eugen Lanberg en su Nacionalismo. Conciencia de ser diferentes, de estar solos ante un mundo infestado de enemigos, alabanza de una hermosura que causa envidia, consideración del carácter nacional como el mejor, invariable a través de los tiempos, defensa de los valores más elevados, pensamiento de una misión histórica, necesidad de actuar y despertar por fin, idea de que la verdadera historia está por escribir, son algunos de los valores que se repiten aquí y allá en los autores estudiados.
No corresponde aquí certificar si Quevedo tiene la razón, además de la belleza, en su salmo XX, al sospechar el temor de hielo que corre por las venas de los españoles y les obliga, en medio de la tempestad, a ser devotos, ni si realmente «el mar de España» tiene su orilla sólo en el cielo. Tampoco podemos detenernos en averiguar si la envidia estudiada en los ensayos de Unamuno es una irónica virtud que impide a los españoles no darse de cabeza contra la inmortalidad, o si los habitantes de la Península son imprevisibles, individualistas, incapacitados para la contemplación, lanzados a una perpetua aventura, como nos sugieren las novelas de Baroja. ¿Es cierto el senequismo de Ganivet? ¿Va más allá del propio Ganivet, de su deseo? ¿Y qué decir de la locura cuerda del Juan Gil-Albert? ¿Comprenden los españoles, como pretende el poeta alicantino —recordando indudablemente a Don Quijote—, sólo en el arrebato, en el punto álgido de la pasión?
Uslar Pietri considera el problema español como algo incompleto e irresoluble sin la proyección americana. Sus palabras nos obligan a dudar de nuestra excesiva vocación europeísta y todavía más, de nuestro abandono americano. Rubén Darío y César Vallejo comparten una incógnita y un entusiasmo por esa causa perdida que se llama España. El problema traspasa el océano y la Independencia, y no se diluye tampoco en el desarreglo de los sentidos propugnado por Rimbaud. Juan Larrea, visceralmente surrealista, sustituye el problema de España por una tragedia enigmática, preludio de una nueva realidad a cuyo augurio dedicará gran parte de su obra, marcada por una osadía hermenéutica que sorprende a los más delirantes intérpretes de la realidad.
Hay ciertos temas para los que no existe posible inmunidad. El tema de España es uno de ellos, y quizás lo sean todos. Cuando uno escribe sobre ciertas obsesiones está condenado a compartirlas. Cómplices en la derrota, y en la derrota de la derrota, abordamos uno de los momentos culminantes de esa historia de la obsesión con el convencimiento de que estamos ante un levantamiento del asedio al que la ficción tenía sometida a la realidad española. En el libro Moralidades, de Jaime Gil de Biedma, encontramos un poema sobre España que roza la perfección y consigue romper ese círculo mágico en el que la literatura tenía sometida a la realidad, impidiéndole contemplar directamente el rostro esquivo de la humilde existencia. No es la España masculina, azote de los herejes, caballero desmesurado manteado por la realidad, aventurero infatigable y doméstico de muchos autores, es la madre España de parentesco hispanoamericano, desvalida por exceso de imaginación, pusilánime, pero capaz de parir hombres no tan místicos, no tan metafísicos, no tan sometidos.
Como habitualmente, el tema se tocará desde un punto de vista ético. Moralistas habían sido igualmente al hablar de España Larra, Cadalso, Quevedo, Mateo Alemán y Saavedra Fajardo. Muchos de los libros de poesía social están escritos con España como tema central: los de Otero Que trata de España y En castellano, el de Nora España, pasión de vida, y otros muchos poemas de otros autores de los que podemos encontrar referencia en la antología de José Luis Cano El tema de España en la poesía española contemporánea. Después de los lamentos existencialistas y sociales de la poesía posguerra por los males de España, tanto más lamentables cuanto más abstractos, —y, consecuentemente, menos existenciales— el poema “Apología y petición” de Gil de Biedma, en sintonía con la tónica general de su generación, señala y reconoce los verdaderos problemas de su país, que no son precisamente de carácter espiritual, como pretendía la Generación del 98, ni de origen y solución divinos, como insisten en afirmar Blas de Otero y Dámaso Alonso, sino de simple mal gobierno.
Huye aquí Gil de Biedma de ese existencialismo “irresponsable”, fraudulento de tan trascendente, que proyectaba la maldad del mundo, muy poco precisada para tener una función social, en una incierta responsabilidad divina, a la que muchas veces se acusaba de estar tras las injusticias humanas. El «Quiero buscar, ando buscando la causa del sufrimiento.» de Blas de Otero, se convierte aquí en un “Quiero creer que nuestro mal gobierno / es un vulgar negocio de los hombres”.
Hay realmente una novedad en el contenido del poema elegido, algo que lo diferencia de los autores anteriormente citados, a pesar de que el propio poeta llama social al poema. Se trata de un poema perfecto e “indecente”[1]. Sin embargo, la discreción con que oculta su complejidad, su riqueza formal, que ni siquiera se apoya en llamativos recursos expresivos -apenas hay paralelismos (“a menudo he pensado en esos hombres, / a menudo he pensado en la pobreza”), epítetos (“terrible maldición”), sutiles personificaciones (“que la pobreza suba hasta el gobierno)”, el uso de un tono bastante coloquial (“de todos los demonios”, “Y qué decir”) y discursivo, con la elección un léxico impoético (gobierno, pobreza, historia, España)-, resaltan todavía más la maestría de la composición, en la que no se renuncia a flirtear con el prosaísmo, aunque no se trata de la prosa provocativamente administrativa de los poetas sociales, ya que Gil de Biedma evita la palabra solicitud —previsible en un poema social (recordemos los formalismos propios de un testamento o de una instancia utilizados como recurso retórico en la poesía de Celaya y de Blas de Otero), pero que sin duda habría sido un gesto de indudable servilismo- y usa una palabra más cortés, más directamente humana, menos anquilosada por el rito de los social: “petición”.
El poema se convierte así, como pretendían los poetas de la Generación de los 50, en un espacio de revelación en el que la verdad puede ocurrir sin exageraciones expresivas. Corresponde al lector aportar el dramatismo formal y semántico. La poesía no es la mera transmisión de un conocimiento previo a las palabras que lo transmiten, sino un «conocimiento haciéndose» en el proceso creativo de juntar unas palabras con otras. El lenguaje será un instrumento, no de comunicación, sino «de hallazgo de la realidad»[2].
La dificultad del poema, escrito siguiendo la estructura de la sextina provenzal, una de las composiciones más difíciles de la lírica occidental, inventada por Arnaut Daniel, sigue una maravillosa matemática. Se trata de seis estrofas, de seis versos cada una en los que se repiten sucesivamente seis palabras. Éstas se repiten al final de los versos y van recorriendo todas las posiciones posibles en las diferentes estrofas, de modo que nunca se repiten en un mismo verso. Por ejemplo, la palabra España en la primera estrofa está en la primera posición, en la segunda pasa a la segunda, en la tercera a la cuarta, en la cuarta a la quinta, en la quinta a la tercera y en la sexta pasa finalmente a la sexta. A la complejidad arquitectónica hay que añadir el modo como se van eligiendo las diferentes posiciones. La última palabra del último verso de la primera estrofa pasa a ser la última palabra del primer verso de la estrofa siguiente. La secuencia es siempre la misma, teniendo en cuenta como referencia la estrofa anterior (6-1-5-2-4-3). Se comienza por repetir las palabras que aparecen en los versos del principio y el final y de ahí se va hacia el centro.
Seis palabras, seis versos, seis estrofas. Extraña relación con la numeración diabólica. Enseñanzas del diablo que escapan a la formulación matemática siguiendo un azaroso rigor. Con su diabólica ordenación el poeta consigue, como un discípulo que supera al maestro, como tierra que se eleva sobre la tierra, prometeicamente calentarse con el fuego que quizás estaba destinado únicamente a castigarlo. Como suele ocurrir en poesía la medida propicia sorpresa, genera hallazgos, mantiene en forma la riqueza de contenidos. Un rigor en lo aleatorio, un desafío de lo concreto mantenido a nivel semántico, pues el poema pide claramente la huida de la metafísica en la especificación del problema español. Esa apuesta por lo concreto es de índole socialista y tiene un fundamento lingüístico. El referente del sustantivo abstracto “pobreza” se encuentra en una determinada clase social. La solución del problema español, enunciada clara y magistralmente en la contera final de los últimos tres versos, pasa por la subida de la pobreza al gobierno, previa la expulsión de los demonios, a los que anafóricamente se identifica en la estrofa anterior con hombres que pagan al gobierno, empresarios de la falsa historia, hombres que venden al hombre —veremos que el poliptoton no es gratuito- lo hacen pobre y enferman el país.
Historia, esa historia que termina mal, se usa simultáneamente en la segunda estrofa en su acepción narrativa (cuento, relato) y en la de disciplina propia de las Humanidades. Existe una historia falsa, expresamente nombrada, y una implícita historia verdadera, deseada: la primera vendida, mercenaria, justificada; la segunda, dominada por el hombre. Demonio figura desastre, pobre diablo, ser maléfico, hombre malvado. Hombres en la última estrofa se opone a hombre: “son hombres quienes han vendido al hombre”. El hombre que es todos los hombres, universal, ha sido traicionado por parte de esa humanidad, por individuos concretos, pertenecientes a esa parte de la realidad que genera falsedad contentadiza. En todo el poema hay un permanente juego con las dilogías en las palabras clave (demonios, historia, hombre), un recurso bastante habitual entre los poetas de esta generación, que comienzan a utilizar la ironía como una fiesta de la inteligencia.
Paco Carreño
[1] Así le habría parecido a Celaya en algún momento de su trayectoria, para quien perfección implicaba indecencia.
[2] Conviene recordar aquí la polémica entre Valente y Barral contra la concepción de la poesía como comunicación defendida por Bousoño.