
Cuando se cumplen 41 años de la muerte de Juan Larrea Celayeta, Juanje Sanz, director del Festival de Poesía Experimental de Euskadi Ex!Poesía, me ha invitado a participar en un libro que quiere ser un homenaje a esta figura tan importante de la poesía española. Larrea lleva ya varias generaciones rondando alrededor de algunos poetas (Gerardo Diego, seguramente Alberti y Lorca, Emilio Prados, Carlos Barral, Luis Felipe Vivanco) y ha dejado en muchos de nosotros la profunda e invisible huella de un espíritu universal y las formas distantes de un verdadero entregado a la palabra.
Yo propongo un texto sobre tres de sus poemas («Tout n’était pas dit», «Vendange» y «Camino de carne») que podría titularse en realidad «Homenaje a tres problemas de Larrea». No se trata tanto de una interpretación de estos textos como de una aproximación al funcionamiento de un sentido siempre en marcha.
TRES POEMAS DE LARREA
Paco Carreño
Larrea dedicó gran parte de su vida a luchar contra el enclaustramiento del yo occidental, herencia poética del Romanticismo. Para ello convirtió su inteligencia en un laboratorio. La mejor manera de conocerse a sí mismo era estar en contacto con el azar, de ahí su vínculo fundamental con el surrealismo. Contra la «imperfectísima filtración de la realidad» proponía un baño en «el relativo del mundo», lo que para el poeta era la salud universal.
Cernuda, que veía en él al introductor de lo que Ortega llamó la deshumanización del arte en el panorama de la poesía española, nos recuerda su defensa de la significancia espiritual de la poesía y la insignificancia del poeta[1]. De ahí que sus esfuerzos se encaminaran a crear un poema con sujeto propio que no coincidiese con el yo del poeta.
En sus escritos teóricos establece una distinción entre el yo esencial y el yo inmediatamente personal. El primero es quien «está cogido en la red del nuevo lenguaje que el poeta crea». Es un yo casi inalcanzable por exceso de identidades, pues «lo primordialmente importante era la actitud heroica ante las infinitas insinuaciones de la vida». No es un yo que pida la comunidad de sentimientos con el lector a través de una complicidad semántica, sino un innovador, creador de nuevos sentidos, de nuevas pasiones. En su «Presupuesto vital» habla de obras de arte como de artefactos animados capaces de desencadenar la múltiple vibración de lo encendido.

Nos atreveríamos a decir que su poesía no se comprende, se crea. Si queremos que las palabras adquieran un sentido ulterior debemos encarnarnos en ellas. Contra el discurso transparente, que perfila la realidad, entregada de una vez para siempre, rendida en su forma permanente, Larrea interpone la opacidad más atrevida. A través de la proteica membrana de su discurso se produce la ósmosis verdadera.
Esta aproximación del poeta al mundo tiene que ver con su búsqueda del yo universal en el marco del cual su yo particular sería un momento de la evolución total. El destino personal se alcanza entrando en contacto con el destino universal. Este último, a pesar de su magnitud, no se presenta como una abstracción, sino que lo percibimos a través de las proyecciones que clavamos en nuestro presente. Quizá por ello abundan tanto en su poesía las palabras y expresiones que sorprenden en la actualidad las semillas de lo venidero (espera, ruta en celo, olvido, horizonte, lejanía) y con tanta frecuencia en sus poemas se cruzan y desmienten las fronteras entre el interior y el exterior, entre tiempo y espacio [2].
Para caminar de dentro afuera se necesita haber hecho antes el camino contrario, de fuera adentro y viceversa, lo que aplicado a nuestra humana naturaleza nos demuestra que si en alguna parte somos, el tiempo no tiene realidad sino como respiración del espacio.
TOUT N’ETAIT PAS DIT
Entre toi et moi le ciel étouffait sa proie
Entre l’ordre e toi la fuite alitait ses marches
Entre l’aile et moi l’aube aiguisait son sang froid
Entre toi et moi les verdures innées lâchèrent
La poitrine de verre et de tonnerre
Traînant des rails d’écume grâce inutile
Aux endroits douloureux pour une seule personne
Débris de plaine partout où la bouche serpente
Quand mon cadavre est encore dans sa maison
En el centro del poema es donde se da la oposición semántica más acentuada («verre-tonnerre»), máximo estruendo contra máxima fragilidad. También la palabra que designa el centro motriz del cuerpo («poitrine») se inserta en esa encrucijada de conflictos. Esta primera parte del poema se encuentra repleta de homofonías y rimas interiores que marcan las repeticiones como un latido («toi», «moi», «froid», «proie»).
Las acciones suceden desde el momento en que se dibuja su lugar, el espacio entre tú y yo. Es el propio poema el sujeto de otro tipo de conocimiento, el que nos propone una realidad insólita. El cielo, la fuga, el alba y los verdores se desafían a sí mismos entrecruzando sus protagonismos: el cielo traiciona su infinitud y ahoga a su presa; la fuga, obsesionada antes con su propia marcha, tiene ahora tiempo para encamar tranquilamente a sus escalones, pues el orden constituye la mitad del espacio; el alba, hasta ese momento toda inocencia y rubor, de repente, se pone a sacarle filo a su sangre fría.
Los sustantivos trazan semejanzas semánticas y marcan la tensión dramática del texto: cielo, alba y ala se relacionan por sus connotaciones de ascensión; presa, fuga y sangre fría son términos que podríamos relacionar con la caza, elementos y atributos de una relación persecutoria; orden y medida se asocian a la premeditación.
Los pronombres tú y yo son entidades complementarias. Se trata de deícticos universales de inmenso y concreto significado, que inauguran el poema, abren el mundo y hacen posible el nombre y la voluntad de las acciones. No entrar en ese marco vital de primera y segunda persona implica quedarse en los «lugares dolorosos» y estar condenado a la «gracia inútil». De otro modo, el «tú» puede abrir un nuevo entorno de posibles con el «orden»; el «yo», con el «ala». No hay fusión, no se busca la unidad. De hecho, al final del poema son los pedazos, los escombros del trueno, los que se pueden someter a la palabra («la bouche serpente») de la que surja una nueva realidad.
En la primera estrofa las formas verbales imperfectivas («ahogaba», «encamaba», «afilaba») mantienen un ambiente de larga duración cuyas acciones crean un ámbito cerrado y previo a la liberación de los «verdores innatos» relatada por la forma perfectiva del primer verso de la siguiente estrofa. Se rompe así la estructura estática, paralelismo en la sintaxis junto a correspondencias morfológicas y fonéticas, para abrir una contigüidad lineal en la forma donde se inserta la descripción de un movimiento de fuga real, un tema fundamental y constante en la obra poética de Larrea.
La plasticidad del poema, gracias a los sustantivos concretos, evita una excesiva emotividad, a lo que también contribuye esa apariencia lógica que tienen en muchas ocasiones las construcciones de Larrea. Bodini, que lo consideraba más filósofo que poeta, indica que «el patetismo intenta ocultarse entre los pliegues del intelectualismo más capcioso». Es esta una forma de distanciamiento encaminado a dar con el yo universal del que hemos hablado. Antes que el autor es el poema el sujeto de un conocimiento otro.
En los dos últimos versos hay como una moraleja a modo de conclusión, en oraciones de alcance más general, en presente, donde se enuncian las condiciones de verdad para una experiencia de conocimiento. Vemos así que la prospección del título, que era el adelantamiento de algo que se había de decir, se cumple finalmente («la bouche serpente»). Los escombros proceden del «pecho de vidrio y de trueno» en una relación semántica de consecuencia; pero no son los ojos, ojos de corroboración, sino la boca, olvidada de la totalidad, con el cadáver en su lugar, existente pero sin ser obstáculo, la que contornea, define, crea y ordena la nueva realidad consecuencia del conflicto. Se trata en cierto modo de la misma manera percibir, de inauguración, practicada por el cubismo: dinamitar los objetos para tener la mayor cantidad de puntos de vista, una más rica visión de la realidad por medio del fragmentarismo resultante de las múltiples perspectivas que se agolpan en un solo plano, lo que según el protagonista de Josep Torres Campalans de Max Aub nos hace semejantes a un dios omnividente.
La boca durante mucho tiempo ha sido el símbolo de la palabra y punto de unión entre dos mundos, entre exterior e interior; la serpiente, de la energía, de la fuerza pura y sola, de la sabiduría abisal [3]. Si se quiebra la llanura es porque está seca, porque ha pasado muy cerca la boca, la palabra, el fuego de serpiente y palabra unidos. La serpiente es de sangre fría, como el alba de la primera estrofa, y se desprende de su piel, de su vejez, de su cadáver, dejándolo entre los intersticios de la llanura quebrada, llegando así a un renacimiento, a la manifestación del otro: «En mi dualidad hago al ausente la suprema entrega»[4].
VENDANGE
Un grand vent s’est levé entre ton dos et toi
Un grand vent harmonieux de pampres et de surprises
Où je me sens traîné para un rut démasqué
Vers cet extrême écart qu’une grappe d’oubli émerveille
On secoue la statue corporelle de l’extase :
Néanmoins le soleil parce qu’à bout d’épreuves
ne se rappelle pas d’avoir brulé ton sourire
seul le brouillard tombant déploie des ailes de fougère
L’allure illimitée de la rousseur défaille
Dans les bras transparents d’un beau cours de mensonges
El l’amour réfleté au fil des adieux s’éffondre
Les levres abandonnés finies comme deux rames
(La seule façon d’être deux est croire à ta douleur
Offrant un but au soir qui tressaille et s’effeuille
Comme un bouquet de hasards pris en hâte dans le destin
D’un être appelé à produire une tendre dépouille mortelle)
Ce monde reconstitue le crime de t’avoir
Vue toute nue
Torche
Inapprivoisée
Tenemos aquí una escena interior («entre ton dos et toi») completamente cruzada por el exterior, un viento que se deja ver en los efectos de su paso («pampres et de surprises»), citándonos por medio de sus descubrimientos, desnudando la viña (símbolo de la ebriedad, asociada a los ritos dionisiacos) que despierta nuestro celo, lo destapa («desenmascarado»), contribuyendo así a dramatizar elementos abstractos, encarnándolos.
Larrea utiliza términos de la unión carnal para representar experiencias atribuibles a ese yo esencial volcado a lo universal: «El conocimiento sexual, nos dice Gurney, colorea la búsqueda metafísica del poeta. Emplea el amor sexual como una metáfora del amor espiritual»[5]. Su aventura amorosa la interpretó como un paso fundamental de su vida y en su proceso de trasvase del yo particular al yo universal, como sacrificio y profanación del cierto pasado suyo repleto de vinculaciones contraproducentes. Experimentó «la interiorización de un desequilibrio exteriorizado en la carne»[6].
En cada una de las estrofas siempre habrá algún símbolo de marcha. Pueden ser órganos o instrumentos de avance («alas», «remos») o bien consecuencias de adelanto («extrema separación», «despojo mortal»), que de algún modo escenifican ese camino espiritual que emprende Larrea con su obra poética. Años más tarde confesaría a Gurney su propósito de allegarse «a vivencias subjetivas ulteriores», de «ser profeta, alcanzar una situación novísima».
A las acciones incendiarias del fuego suceden las revitalizadoras de la «niebla», que bajo su velo despliega alas a ras de tierra. Me inclino a ver en este verso («seul le brouillard tombant déploie des ailes de fougère») un estado de espera en el marco de un proceso, una especie de consejo oracular que parafraseando el I Ching sería: no conviene actuar, falta de visión, es preciso estar preparado. Y aquí resulta apropiado recordar unas palabras del poeta sobre su ejercicio poético con imágenes recurrentes en su diario Orbe: «La obra, vivida espiritualmente, entrañada a la transmutación de su ser sensible en el universo, como, por elaboración intrínseca le sucede a la individualidad del gusano que, retirado a un remedo de placenta maternal, renace mariposa (…) pero mística o del verbo en cuanto lenguaje racional, cuantitativo, sino del Verbo como conductor ético-estético de la esencial palabra creadora de la vida».
En la tercera estrofa tenemos un verbo («desfallece») cuyo significado se relaciona con la caída. El color rojizo de «rousseur», por simbolismo intratextual, nos devuelve a la primera estrofa, donde los pámpanos y el racimo hacían pensar en una viña otoñal. La única posibilidad de captar esta velocidad sin límites («allure illimité») del otoño consiste en crear un receptáculo suficientemente atrevido, poco acaparador («brazos transparentes») y seductor («bello curso»), un espacio en movimiento que para ser justamente designado debe estar compuesto de mentiras («mensonges»), realidades nocturnas. El amor dominado por su incesante despedida («El l’amour réfleté au fil des adieux s’éffondre»), como deseo de fuga, es retomado por los labios abandonados en mitad de un símbolo del movimiento («Les levres abandonnés finies comme deux rames»). En estos remos que también podrían ser ramos encontramos cierta relación con las Metamorfosis de Ovidio, con la transformación de la amada en un árbol al final de una persecución erótica. Toda esta estrofa implica una detención, una especie de frenazo poético que mantiene latente la fuga.
La cuarta estrofa va entre paréntesis por introducir en el poema una oración aclaratoria. El discurso valorativo se mezcla con el emotivo. Para ser dos tenemos que aceptar el dolor del otro, primer postulado en el que la noche adquiere su sentido, su humanidad, y lugar sobre el que dona sus ofrendas («tiembla y se deshoja como un ramo de azares apresurado por el destino»).
En la última estrofa se aclara el sentido final del sacrificio por el cual ha sido necesaria una muerte («tendre depouille mortelle»). El proceso se ha cumplido. Ha sido alcanzada la visión de la antorcha, vocablo opuesto a sol por su sema «creado por el hombre», que enlaza con el robo mítico de Prometeo. De ahí el crimen. La antorcha es «emblema de verdad» (Cirlot). Quedan así abiertas y posibilitadas todas las manifestaciones de esa verdad, su potencia descubierta, su infinitud. El poema termina descubriendo y señalando esa nueva ventana que intenta ser todas las ventanas, como vemos de modo más explícito en «Dulce vecino»: «Porque cuando el caos logró su primer esbozo de postura, hundido hasta los hombros en la levadura cenicienta y al sol se puso sin esfuerzo buscando una postura protectora, todas las otras posibilidades incumplidas meditaron la venganza que se cumple día tras día».
CAMINO DE CARNE
Hubiera llovido a la menor vacilación de un pájaro. Pero se encontraban demasiado solos para alejar las sospechas de la luz y no tan fuera de mi temperamento como aquello que un ciego es siempre capaz de creer. Por el contrario, aquí y allí, entre las victorias del calor y los laureles que brotaban sin más limitación que un deseo inconfesable, veíanse enjambres de moscas dispersándose como los tipos de un periódico al fin de la jornada. El río del atardecer había torcido tu imagen y no podía ya arrancarla de mi pecho sin verse obligado a optar entre hacerte sonreír o despeñarse o por lo menos sin rodearla de una hierba de injurias prohibida a todos aquellos que no pueden convertirse en esclavos. Piececitos míos motivando tréboles en el discurso de las estaciones, piececitos soleando un poco la vieja carretera y cuya falta elocuente de sandalias forma parte de las gesticulaciones de los árboles que quedan rezagados, a lo lejos, sometidos a la voluntad mal disfrazada del poniente.
El uso de la segunda persona orienta el texto hacia un destinatario («tu imagen», «hacerte»), una dirección que parece marcada también por la elección léxica («camino», «deseo», «carretera»). El espacio a través del cual el sujeto poemático vive sus percepciones o sus acciones está cargado de ambigüedad. La línea lógica que separa su cuerpo del exterior está continuamente atravesada de alusiones a su inexistencia. El adverbio de negación rechaza la posibilidad de que lo exterior ocurra completamente fuera del sujeto («no tan fuera de mi temperamento», «no podía arrancarla de mi pecho»), del mismo modo que se tiñe de humanidad el exterior por el desbordamiento de lo íntimo.
Si en un primer momento abundan las palabras abstractas («sospechas», «temperamento», «deseos», «victoria»), cuyas entidades no visibles nos remiten a impulsos ocultos, más adelante dominan la plasticidad y las referencias visibles mediante un léxico propio de una naturaleza («luz», «pájaro», «laureles», «enjambre») que parece sometida a humanas inquietudes, contribuyendo así a romper la barrera perceptible-imperceptible, interior-exterior.
El final en presente es habitual en la organización poemática de la obra larreana. El poema comenzaba con la proyección de un futuro del pasado («hubiera llovido»). La hipótesis que propone la forma verbal hace temblar nuestra percepción de lo que ya ha ocurrido, poniendo en suspenso el propio pasado, repleto de esas acciones que podrían haber ocurrido y probablemente no terminaron de ocurrir, lo que no impide pensar que su contribución al infinito actual se lleva a cabo en la ambiciosa memoria de todo lo que aparentemente no ha tenido lugar y Larrea gusta de recoger.
El río del atardecer es una imagen cargada de temporalidad. Se alude aquí a dos transcursos: espacial («río») y temporal («atardecer»). Atraviesa el pecho e impone las pruebas a través de las cuales será exigido el acercamiento. En esta imagen el río arrasa y fertiliza. Sobre las injurias el fugitivo padece. En ellas todavía puede, aunque dolorido (piececitos míos), hacer que surjan tréboles, imagen de adquisiciones.
El hombre ha conseguido los poderes de la luminosidad dejando que a través del él crucen las fuerzas más oscuras del tiempo. La relación inmediata con la intemperie («falta elocuente de sandalias») contribuye a dar la palabra a los árboles («las gesticulaciones de los árboles»). En la primera parte el sol, la cortesía de no dejar que los hechos ocurran en el exterior; aquí el poder adquirido, pero también el dolor, la lástima, el valor de andar descalzo sobre una hierba mullida de cilicios, pisotear lo lacio del presente dejando erguidos, atrás, los árboles que habrán de entrar en la noche con su negra desnudez, robada su apariencia («sometidos a la voluntad mal disfrazada del poniente»).
¿Por qué no pensar, leyendo este poema, en «Soleil et chair» de Rimbaud? Se trata de una invocación a Venus, la defensa de un mundo pagano donde la carne es el ideal. En él se exalta la pasión por la naturaleza y se abren las semillas de nuestra condición terrenal, que reclama su derecho a la primavera. El torrente de palabras fertiliza nuestra capacidad de amar.
Le grand ciel est ouvert! les mystères sont morts
Devant l’Homme, debout, qui croise ses bras forts
Dans l’immense splendeur de la riche nature!
Il chante… et le bois chante, et le fleuve murmure
Un chant plein de bonheur qui monte vers le jour! …
– C’est la Rédemption! c’est l’amour! c’est l’amour!…[7]
Larrea se enfrenta en «Camino de carne» a una complejidad diferente en la que los misterios no han muerto. En su aliento confluyen la vida y el conocimiento sin mostrarse reñidos en disputas excluyentes. Aquí los misterios reviven la carne. Hay que cruzar las nieblas para encender sus pasos. Se tata de un camino, no de una estancia. ¿No hay cierta sensación de fatiga, incluso de sometimiento en la imagen de los brazos cruzados de Rimbaud? El hombre alerta que defiende Larrea lo necesita todo. Para alcanzar ese absoluto se ha dejado caer en la conciencia, tal como enseñara su maestro Huidobro, con un pensamiento arrastrado por fuerzas concretas de atracción. Al dejarse atravesar, como repetidamente hemos visto en estos poemas, ha dado a luz un nuevo ser, ha cumplido su destino llegando a los límites de su extrañeza. Un nuevo yo surge purificado tras atravesar una inmensidad que unge el presente y la realidad con todas esas posibilidades que no se dieron y «cumplen su venganza», con ese futuro que quedó amputado en la bifurcación, como en su poema «Atienza», y recupera su condición de ser todos los brazos en un solo brazo, todos los caminos en un solo camino.
[1] CERNUDA, Luis, Estudios sobre poesía española contemporánea, Madrid, Guadarrama, 1957, p. 195
[2] LARREA, Juan, Versión celeste, Madrid, Cátedra, 1989, p. 143
[3] CIRLOT, Juan Eduardo, Diccionario de símbolos, Madrid, Siruela, 2010, pp. 11, 112, 405, 406
[4] LARREA, Juan, Orbe, Barcelona, Seix Barral, 1990, p. 58
[5] GURNEY, La poesía de Juan Larrea, [s. l.], Universidad del País Vasco, 1985, p. 106
[6] LARREA, Juan, Orbe, Barcelona, Seix Barral, 1990, p. 74
[7] RIMBAUD, Arthur, Poésies, Paris, Gallimard, 1984, p. 27