RESPUESTAS: Ignacio Castro | PREGUNTAS: Paco Carreño
Paco Carreño: En un poema de Li Bai, quizá el borracho más célebre de la historia de la humanidad, se habla de la tristeza de mil años. ¿Podrías decirme que es para ti esta tristeza?
Confesiones de un borracho
¡Ven, mozo,
y trae al momento
mi corcel tordo
y mi abrigo ornado con cien piezas de oro!
Los trueco por vinos deliciosos
que vierto en vuestros vasos
para disipar juntos las tristezas de mil años.
Ignacio Castro Rey: Mil años. Preciosa y modesta imagen, fulgurante como todo lo que es inmenso. O bien esa tristeza es incomprensible, y habría que dejarla albur de su propio misterio, o bien es la nostalgia de tener un pasado inabarcable. Hablo de un presente inmemorial que de pronto se acumula y que difícilmente podemos pensar. El hombre hereda un laberinto. Posiblemente haber nacido al largometraje de una vida lentamente mortal ya es motivo de tristeza. Es posiblemente una obligación, pero no es fácil ser alegre después de la conciencia de existir. Quizá fuera esta melancolía el precio de ser caballero, la maldición del hidalgo que no tiene que angustiarse por su alimento. En todo caso, si la tristeza fuera una enfermedad, la humanidad misma sería una enfermedad. Quiero creer que se trata de una enfermedad incurable, de la nostalgia que brota de tener que quererlo todo. Alguna vez fuimos dioses, o soñamos serlo, heridos como estamos por una nada sin testigos. Rico o pobre, mujer y hombre, no creo que haya ser humano que no se haga esta pregunta: ¿Qué hago aquí? Es posible que en el noble, liberado de las angosturas de la supervivencia y arrojado al tedio de vivir, resuene esa pregunta con más constancia. Ya solamente que usemos tanto la palabra «felicidad» no es buen síntoma. Cuentan que Luis II de Baviera mandaba a sus criados a casa para que le contasen cosas de la vida corriente, cómo era la vida de los otros. Y Pessoa, conduciendo hacia Sintra, ve en cada casa encendida del borde una llama envidiable que a él le falta.
P. C.: ¿Pensar es un asunto de especialistas?
I. C. R.: Creo que es todo lo contrario. La especialización a ultranza, hasta en el ocio y en los gustos privados, en las adicciones y en las perversiones sexuales, amenaza al pensamiento. Es un tópico, lo cual no quita para que esconda una verdad. Tiene que haber algo bárbaramente común, casi inconfesable de puro ordinario, para que el ser humano piense y despierte, convirtiéndose a la existencia. Pensar siempre proviene de un trauma, de una fractura. Si falta eso, en una planicie que quizá soñamos como el ideal del bienestar, seguiremos dormidos, sesteando en ese tipo de «verdades» que consisten en una mentira repetida mil veces. El problema de dormir es que algún día hay que despertar. Cuanto más tarde sea, más nos costará hacernos con la crudeza del día, que es precisamente donde la noche -una noche salvada- resuena. Si es conveniente ser libres, cosa que hoy nadie parece querer, lo es para poder hacernos preguntas. De otro modo estamos entregados a las respuestas de otros, cuando lo cierto es que nadie puede vivir por nosotros.
P. C.: ¿El pensamiento es producto de la vida y la vida producto del pensamiento?
I. C. R.: Sí, posiblemente vivimos en una circularidad irreparable. No creo en esa ingenuidad de que pensemos según nuestras condiciones «materiales» de vida, como producto de una sociología evidente. Según cómo pensemos, y esto es un laberinto que de algún modo viene dado, así entenderemos la vida, un presente y un pasado que nunca están escritos. A cada vuelta del pensamiento también el pasado se mueve.
P. C.: ¿Es legítima la pregunta sobre la utilidad del pensamiento?
I. C. R.: Tan poco legítima como la pregunta sobre la utilidad del viento o del invierno. Nadie sabe lo que es de antemano lo «útil», salvo en el clima de invernadero con el que soñamos, esta cárcel de vigilancia continua que parece ser el ideal de una modernidad que ha traicionado el sueño de una soledad común. Entre el criminal y el santo, entre una prostituta y otra, varia considerablemente el concepto de lo útil. La teoría más aparentemente inútil, hoy y aquí, puede ser valiosa mañana. Y esto sin salir de una sola y misma persona. ¿Es útil morir? Parece que, llegado el caso, la respuesta puede ser afirmativa.
P. C.: ¿Hasta qué punto podríamos decir que el pensamiento evoluciona?
I. C. R.: Solo en el sentido en que nuestras obsesiones, el miedo, la muerte y el amor -por poner tres ejemplos-, evolucionan. ¿Hacia dónde voy, hacia dónde vamos? Para responder a esta pregunta sobre el camino tendríamos que estar fuera de él, y eso nunca ha ocurrido. Solo podemos hablar de progreso en el sentido limitado de comparar a una cosa con otra, en un alto momentáneo del camino. Cambian, naturalmente, los rituales que envuelven a la muerte. Cambian las formas culturales del dolor y la alegría. Para bien y para mal, la alegría, el dolor y la muerte persisten. «La trayectoria somos nosotros mismos. En lo referente a vivir, nunca se puede llegar antes» (Lispector). Creo en este emblema, que anula nuestra idea religiosa del progreso.
P. C.: ¿Se piensa siempre contra alguien o contra algo o a favor de alguien o de algo?
I. C. R.: La norma es desde luego esa, a favor o en contra. Igual que la norma es juzgar y ser moralista. Ahora bien, siempre que nos tropezamos con cierta clase de intensidad y grandeza, sea Así habló Zaratustra (Nietzsche)o Madre e hijo (Sokurov), ahí se piensa con una vastedad afirmativa en la que el rencor de las oposiciones apenas tienen sentido. Tal vez por eso Anne Carson dice que la belleza nos deja «sin esperanzas». Sin la esperanza, entiendo, de una dirección segura que excluya a otras. Esto no tiene nada que ver con la necesidad moral y política del compromiso, de «tomar partido» en algunas ocasiones. Ninguna verdad es tan pura, ni tan justa, como para que pueda permitirse el lujo de ser eternamente equidistante de todas las opciones ordinarias.
P. C.: ¿No tienes la impresión de que la filosofía no está a salvo del pensamiento por consignas? Me refiero también a los conceptos establecidos por filósofos como Deleuze.
I. C. R.: Nadie está a salvo de nada. Las sucesivas corrientes que siguen a los maestros se han encargado de convertir en caricatura lo que nació con el valor original de lo naciente. Además del peligro de todos los «ismos», que convierten en una letanía escolástica aquello que nació lleno de vida, cada creador tiene la obligación de maltratar su propio cliché. Como decía Nick Cave, es crucial desconcertar a los fans.
P. C.: ¿Consideras importante la autonomía en el pensamiento?
I. C. R.: Es que quizá cualquier otra cosa es un oxímoron. Por principio, pensar es dar una salto en el vacío, crear «desde la nada», ex nihilo. Por supuesto, recuperando materiales enterrados de antaño para hacer con ellos una mezcla insólita. Pero la clave de esa mezcla está en atravesar por en medio un desierto. Para construir algo nuevo hay que estar primero ante la incomodidad de una interrogación sin respuesta, de una página en blanco. Todo lo que no sea esto es volver a repetir consignas, contribuyendo al aburrimiento de la dependencia. En suma, aumentar una cohesión tribal que casi siempre tiene efectos criminales. Como decía Nietzsche, tres no ríen sin que un cuarto pierda un ojo.
P. C.: ¿Qué es para ti la verdad y cómo crees que pueda demostrarse?
I. C. R.: La verdad es lo que nos divide, sencillamente, aquello que humilla el egoísmo de la inercia. En principio, solo tiene esta prueba: eras uno antes de esa novela, eres otro después. Aunque nadie por fuera note nada. A partir de ahí, de esa revolución, solitaria y profundamente patológica, todas las «demostraciones» son posibles. Aunque hará falta para ello una paciencia y una astucia infinitas. Debe quedar claro que esta sociedad no perdona la verdad, ni querrá saber nada de quienes traen una luz nueva, que siempre viene de afuera. Vivimos en una cueva. Es falso que esta sociedad sea menos cerrada y oscurantista que las anteriores. El culto a la diversidad solo afecta a las novedades mercantiles, a las diferencias consumibles. En todo lo demás, de la elección de sexo al asunto ruso, es preciso obedecer. No me parece especialmente alegre que hoy pocos intelectuales se atrevan a contrariar este mandato militar.
P. C.: ¿No crees que las preguntas más filosóficas son las que hacen las cosas?
I. C. R.: Sí, lo creo, como decía antes de otro modo. Las preguntas surgen de aquello real que, para nuestro narcisismo y la seguridad de sus rutinas, tiene siempre un tono de epifanía sorprendente, traumática. Ya que no podemos estar dormidos eternamente, que tal vez sería un ideal comprensible, mejor despertar al rumor de las cosas. Encontraremos en ellas un caudal de sabiduría que la sociedad ha enterrado bajo capas de cemento.