Las chicas están bien, un búnker de aire libre

El aspecto de documental de esta película nos podría hacer creer que la autora simplemente nos muestra una estampa costumbrista en la que cinco actrices ponen su corazón al desnudo delante de las cámaras. Siendo aparentemente realista, pues los personajes de la ficción tienen los mismos nombres de las actrices y se cuelan anécdotas y experiencias personales que muy probablemente hayan surgido de un intercambio real de vivencias y reflexiones sobre esas vivencias, esta película se distingue sobre otras en su forma de ahondar en la ficción, en la osadía con la que juega con la representación y la alegría con la que recupera esta representación como una celebración que bombardea nuestro horizonte vital con una sorprendente fidelidad a lo inmediato y una inconforme confianza en el ser humano.  En ese sentido la película es escandalosa y revolucionariamente buenista ya desde el título, un verdadero búnker de aire libre para todos aquellos que tienen claro que la realidad es más hija de la ficción que la ficción de la realidad, todos aquellos que sienten al mundo esclavizado por sus distopías y tratan de resistir rompiendo con la obediencia servil a las máximas que imponen el odio «realista» de todos contra todos y el coñazo «objetivo» del entretenimiento virtual y diferido a ultranza. Y sí, reclama y recupera el interés por la vida inmediata de cada uno, las experiencias personales, las relaciones amistosas, los saludos a los desconocidos, los relatos mágicos de los cuentos de hadas, la felicidad, la admiración; e indirectamente el desinterés frente a la generalizada obsesión que nos obliga a estar pendientes de todo aquello que, en realidad, no nos incumbe y pretende reducirnos a minúsculos tertulianos de la cháchara nacional, continental o mundial y desviar nuestra atención de todos aquellos detalles que, en apariencia, no forman parte del argumento vital y, sin embargo, pueden ser en cualquier momento decisivos para nuestro destino, para esa fatalidad que se juega en las distancias cortas, la única que nos «afecta» profundamente.

Muy lejos está de ser un mero panfleto de la desesperanza y del autismo genérico tan extendidos, lo que, sin duda, le valdrá ataques por no maldecir la vida y no cagarse continuamente en Dios, por llegar incluso, siendo todos los personajes mujeres, a romantizar con los hombres, a idealizarlos y soñar despiertas con ellos —más cerca en eso a Novalis que a El País—, por no hacer caso únicamente de los desastres que nos asolan y no atender a la diversión de los elegidos por los focos. Pero esas críticas serán parecidas al reproche que los compañeros de vagón podrían hacerles a los judíos que iban en los trenes sin salida hacia los campos de concentración bailando al son de una música que solo podía proceder de las estrellas. No sé si ese baile tuvo lugar en alguno de aquellos horribles viajes, pero solo haber concebido que eso fuese posible le ofrece a la vida un blindaje de dignidad fundamental, un gesto de resistencia mucho más próximo a la inmortalidad que muchas otras defensas de la vida.

Se agradece la valentía ­—insisto, actualmente heroica— con la que esquiva los temas y actitudes con los que tratan de mantenernos ocupado el pensamiento, el valor con el que esgrime la verdad que hay detrás de cada persona y la frescura con la que introduce la sinceridad en la representación. Este último elemento, la sinceridad, una de doble filo, es uno de los ingredientes fundamentales sobre los que se ha armado la película. En una buena actuación, incluso en las más sofisticadas, diríamos que el actor aporta sinceridad a la representación. Pero aquí, aparte de eso, aparte de esa loca y absurda sinceridad de la representación que tiene que ver con el oficio dramático, tan loca y tan absurda que solo puede ser sagrada, al menos en su origen, encontramos, en un juego especular, si se me permite el quiasmo, la representación de la sinceridad, estrechamente ligada a esa otra sinceridad de la representación. Y gracias a ella asistimos a testimonios de un amor tan «fabuloso» que no necesita ser correspondido, ni por las personas queridas que ya no están ni por aquellas que todavía no están. Al mismo tiempo, en un alarde de síntesis paradójica, nos topamos con la permanente demostración de que pensamientos y sentimientos siempre surgen y son habitados en compañía. Sin esa comunidad, que en la película se da milagrosamente en un espacio y un tiempo apartados, al estilo del Decamerón, no crece absolutamente nada.

Las chicas están bien no es un simple diario de memorias familiares o amistosas en la que se descarta cualquier complejidad artística «en honor a la verdad». De hecho, si tuviera que relacionar la película con una obra que me ayudase a entenderla y apreciarla en su justa medida en la relación establecida entre ficción y realidad me remontaría hasta la primera mitad del siglo XVI para recordar la maestría con la que Lazarillo de Tormes, en un momento en el que la maquinaria de la imaginación comienza a estar oxidada por el abuso de lo sobrenatural en las novelas de caballería, coloca la verosimilitud en el primer plano del hecho literario para confundir completamente, hasta desdibujar todos los límites, realidad y ficción, de modo que experiencia y representación se funden. Si en aquella obra anónima el ocultamiento del nombre del autor de una obra escrita en primera persona es precisamente el elemento perturbador, lo que hace que nos creamos eso que nos cuentan como si fuese un hecho real, en esta película ocurre lo contrario, el alarde de realismo de las actrices que aparecen con sus nombres y apellidos y se presentan como ellas mismas, identificando actor y personaje, es el elemento que nos introduce sin defensas, con los ojos bien abiertos, con sano cinismo, en una historia que pasa por real pero no deja de ser ficticia, permitiéndose incluso la reivindicación de cierto mundo caballeresco. A partir de ahí la autora juega con dos planos que le otorgan todavía mayor profundidad: de un lado la propia película que están rodando, extremo a un lado de realismo, a la que de vez en cuando hay alguna alusión que curiosamente fortalece el carácter artificioso, y del otro lado una obra de teatro en la que las actrices representan dentro de la representación, estirando la perspectiva al modo en que lo hace el Retablo de las maravillas de Cervantes. Es precisamente en esa obra de teatro «dentro del teatro» y en la presencia de otras obras de carácter ficticio, como los cuentos de hadas, en concreto las historias del príncipe Rana y de la princesa del Guisante, donde la directora se permite encarnar con la máxima naturalidad rasgos y diálogos denodadamente imaginarios que se cruzan con la realidad, haciendo que en ocasiones no sepamos si hablan los personajes de la obra de teatro, las actrices de la película o las actrices de verdad.

No es gratuita la elección de los dos cuentos, protagonizados por sendos príncipes, hombre y mujer, que necesitan pasar por pruebas para demostrar su nobleza, o dicho directamente, para ser quienes son. Uno haciendo efectivo el tránsito desde la monstruosidad hasta la humanidad y la otra haciendo evidente su condición de princesa gracias a una prueba a la que es sometida sin que ella se dé cuenta. Estos elementos narrativos tomados de la tradición popular hablan, evidentemente, de lo que habla gran parte de la película, del amor y sus múltiples pruebas, de las dificultades y las trampas que separan —y unen— a los hombres y a las mujeres, a las madres y a las hijas, a los vivos y a los muertos. Y en ese permanente juego de presencia y ausencia hay mensajes en todas las direcciones, hacia los muertos (en la conversación con el contestador automático de una de las chicas), hacia los amantes (con otro mensaje), hacia el futuro, hacia la tierra, hacia la encarnación de la fábula, representada en la plantación de las semillas (un guisante), procedentes en parte del juego de la ficción, en el suelo de la realidad.