Ponencia del IX Seminario Internacional de Lingua, Tradución y Poética, Rianxo, 2008
- Editorial: Asociación Internacional de Amigos de la Universidad Libre Iberoamericana en Galiza (AULIGA)
- Incluido en: O soño transparente da lingua, textos da VIII e IX edición do Seminario Internacional de Traducción e Poética de Rianxo (AULIGA 2007-2008), pp. 303-315
- Coord. por Antonio Domínguez Rey, Andrés Alonso Martos
- 2015
- ISBN 978-84-92646-87-6
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Geografías alucinadas en la poesía de Alfonso Carreño
Hay una polémica ya tradicional, que en nuestras letras hispánicas establecieron Vallejo y Huidobro, por la que se discute sobre la vieja posibilidad de traducir la poesía. Eso, en el fondo, que parece un asunto menor, técnico podríamos decir, y no de la propia obra, sino de lo que se haga con la misma en otros idiomas, es el síntoma, en el fondo, de dos formas fundamentales de hacer poesía, dos protopoéticas a las que podrían ajustarse más o menos todos los poetas. Evidentemente uno no escribe pensando en cómo le van a traducir en otra lengua, uno escribe movido por una fatalidad. Vallejo escribía movido por la fatalidad de las palabras y por eso pensaba que traducirlas era una empresa osada. Huidobro, en cambio, escribía bajo la fatalidad de las ideas —en su caso habría que decir más bien de las imágenes— y no encontraba en su concepción ninguna dificultad previa para trasvasar esas ideas, con otras palabras, a otra lengua.
Alfonso Carreño, pertenece a la raza de los vallejianos, aunque no desconocía, en absoluto, la poesía de Huidobro. Es un atento discípulo de Vallejo en muchos aspectos. Recoge de él su obsesión por las cifras, por los números que cifran lo innombrable, los números como ironía de la precisión (“Yo sufro diez”[1]). Toma también del poeta peruano cierto delirio gramatical en el que las categorías cambian permanentemente de función. Y sobre todo, coincide con él en algo que los hermana con la gran poesía de todos los tiempos, un tema esencial que mantiene en muchos casos conectada la máxima modernidad de los poemas más recientes con las primeras manifestaciones de la lírica. Para muchos poetas, Vallejo y Alfonso Carreño entre otros, escribir es una faena cosmogónica —en presente— cuyo principal cometido consiste en una perpetua inauguración de la realidad. Y no están solos. Les acompaña René Char (“El acre encarnado de una rosa, golpeando el agua, reestablece el primer rostro del cielo con la ebriedad de las preguntas”), Jabés (“L’éternité est constant renouvellement. De sorte qu’entrer dans l’éternité, c’est prendre conscience de ce que chaque fois commence; c’est être, soi-même, commencement ») o Rilke (“Y no penséis que el destino sea otra cosa que la plenitud de la infancia”).
Desconozco la opinión que Alfonso Carreño podría tener sobre la traducibilidad de la poesía, pero no me cabe ninguna duda de que sus postulados coincidirían con esa protopoética esencial, uno de cuyos defensores es el poeta peruano, que defiende que la obra de la poesía está fundada en el tono, en su permanente actualidad. Un poema es una experiencia única y su traducción sólo se puede efectuar mediante sinónimos. Las palabras nunca idénticas sólo permiten un sucedáneo. Lo que importa para poetas como Alfonso Carreño es el tono con que se dice algo, y muy secundariamente lo que se dice con ellas. Lo que se dice, evidentemente, es susceptible de pasar a otro idioma, pero el tono con que se dice no, y éste soporta el significado esencial del poema, que surge de él. Y esto no quiere decir que su poesía esté desprovista de pensamiento, que sea únicamente ritmo -muy marcado en su obra. Los poemas de Alfonso Carreño, como los de otros grandes poetas, construyen desde su sensorialidad un sistema del mundo. Proponen una cosmogonía inmediata, una visión de la realidad única.
Para alcanzar ese estado lingüístico desde el que se genera pensamiento con la propia materia sonora de la lengua, en un trayecto inverso al realizado habitualmente desde el pensamiento abstracto, la poesía habla como si hubiese perdido el sentido de las palabras, como si la correspondencia entre los signos y sus referentes siguiese unas leyes ajenas a la lógica, unas leyes impropias de nuestro pensamiento comunicable. Nos atreveríamos a decir que en la poesía, más en poetas como Vallejo, pero también en poetas como Huidobro[2], se produce una desorganización de esa función simbólica en el ser humano que Kant denominaba facultas signatrix [3]. No sería exagerado decir que se trata de una especie de afasia, de un desorden del lenguaje que impide el reconocimiento de rostros, gestos y espacios tal como las buenas costumbres nos los presentaban. De hecho, los instrumentos utilizados por los poetas, las figuras literarias, son desvíos de la norma, transgresiones ejercidas sobre ese sistema de signos llamado lengua. Los enfermos afásicos no hablan porque no se acuerdan de las palabras que expresan su pensamiento. La poesía sería una afasia inducida, provocada, una búsqueda del desconocimiento. En este nuevo tipo de afasia que ahora intentamos definir se conserva únicamente la facultad de cantar.
La poesía desplaza hacia una zona marginal las convenciones racionales, permitiendo de ese modo enfrentarse a la realidad como recién vista, una realidad en la que la costumbre todavía no ha determinado la percepción. Se permite así un conocimiento de otra especie. Uno de los heterónimos de Pessoa, Alberto Caeiro, empeñado en el descubrimiento de la realidad, afirma:
Más vale ver una cosa siempre por primera vez que conocerla,
pues conocer es como si nunca viéramos por primera vez,
y nunca haber visto por primera vez es sólo oír cómo lo cuentan.
Creo en el mundo como en una margarita
porque lo veo. Mas no lo pienso,
porque pensar es no entender.
Se resiste aquí Pessoa a aceptar un mero re-conocimiento. En dirección contraria al platonismo, el conocimiento poético no es un conocimiento de lo ya esencial, sino el conocimiento de algo esencial, perfectamente novedoso, sorprendente, que es esencial precisamente por no haberse manifestado nunca anteriormente, cuya aparición es inseparable de la percepción creadora que lo acompaña y, sobre todo en el caso de Alfonso Carreño del aparato verbal que lo presenta.
En la poesía de Alfonso Carreño esa búsqueda de la novedad del mundo, que recoge también un tópico como el de la inmersión en las aguas del olvido, pasa por la profundización del conocimiento de la muerte. Es en la familiaridad brutal con la postrera como el poeta aprende a estar siempre en nacimiento.
Nuestro ocaso derrocha
sus herencias de luz, y un alba pobre
alumbra esta cadena que se arrastra
entre jaculatorias y collares, raro obsequio
de perversa afición y desamparada
melancolía.
No es rara en su poesía la aparición en un mismo contexto verbal de estos dos elementos antinómicos, alba y ocaso. Aunque se enmarcan dentro de una tendencia hacia la paradoja presente en toda su obra[4], las imágenes que asocian principio y final forman parte de una pronunciada obsesión cronológica que relaciona su obra con una constante del pensamiento religioso. Como en la escatología cristiana, que sitúa precisamente después de la muerte un renacimiento a imagen de la resurrección de Cristo, en el poema Vaticinio de La deshora del alba la mañana la dice la muerte:
Nunca llega lo último a su sitio:
presagia en la evidencia de otra mañana dicha
por lenguas que segregan la estancada
saliva de su muerte. Los relojes
numeran conclusiones
inmersas en el germen de las curvas
del agua […]
Si la mañana está “mojada” por la muerte en los cinco primeros versos, en los siguientes encontramos las “conclusiones” (muerte) hundidas en el “germen” (renacimiento). Se trata de una recuperación, una revitalización del tema de la muerte relacionado con el origen del tiempo, con la inauguración, que podemos rastrear igualmente en Vallejo. Uno de los poemas en prosa del poeta peruano enuncia muy claramente la relación entre los dos extremos del tiempo: “Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida. […] Nunca, hasta ahora, ha habido vida, nunca ha habido casas, avenidas, aire, horizonte.” Tras negar toda existencia anterior, muestra la clave para ese reciente nacimiento: “La vida me ha dado ahora en toda mi muerte”.
Una de las constantes temáticas en la poesía de Alfonso Carreño es la simultaneidad de los todos los tiempos. En ese tiempo de tiempos, que podríamos relacionar con el tiempo mesiánico de San Pablo, la realidad encuentra su estado de absoluta libertad, una realidad que no se encuentra trascendida, sino ceñida más que nunca en sus limitaciones. Como siempre, es inimaginable hablar de él sin acudir a las paradojas, paradoja para la sincronía, paradoja para “la forma de las cosas”, es decir, para la realidad en ese estado mesiánico:
Y el vesperal tañido de la siempre
hora de la mañana, cuando inicia
la luz orillas nuevas y desciende
la forma de las cosas a sus fines
indómitos y ciegos.
En la poesía de Alfonso Carreño, principalmente en el último libro, El tránsito en su huella, encontramos una ontología panteísta enraizada en la nada, en el nunca. El nunca se despliega, las cosas hunden su raíz en su propia ausencia: «siendo / cada pedazo de hora, cada surco / del movimiento, lleno de raíces / que en su jamás se cansan.». Tenemos el tiempo saliendo de la eternidad, fugándose. Vivir es fugarse. En la fuga se hallan la adolescencia, la tranquilidad, la mirada principiante. El tiempo se aplaca, se cumple en las huidas. No hay ninguna esperanza si el tiempo no sale del nunca, si el tiempo no ha sido y perdura. En esos casos el poeta utiliza una imaginería relacionada con el léxico militar. Obedecer es morir: “Las cenizas rellenan / los cementerios de obediencia”. También Edmond Jabès encontró en la fuga la clave de la existencia, relacionada con la simultaneidad de los tiempos (“L’intuition de la vie est dans sa fuite. Demain est encore un moment de la source”), y Juan Ramón Jiménez, al principio de Espacio se define a sí mismo como fuga:“No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin”.
El poeta invita a cultivar el estupor de las mañanas inesperadas. La mañana es un símbolo utilizado una y otra vez a lo largo de toda su obra. El alba, la inauguración del tiempo, está presente incluso en los títulos de algunos libros (La deshora del alba). Y encontramos bastantes poemas en los que el instante se abre camino por entre las densas costumbres del espacio.
ZAHORÍ ENTRE INSOMNIOS
Así, el presente es viejamente amiga
recién llegada, errantes
vientos que desesteran de tinieblas
las costumbres del aire
mientras el oído ausculta
broza de otros estragos en los rastros
que ascienden asomándose a la sima
rancia donde humedece
las incendiadas grietas de sus labios
ávidos, la mañana.
Y esa forma del presente desacostumbrado se concibe como la inminencia, lo que lleva siglos a punto de suceder, como en este “Nocturno en la sierra de la Peana”:
Porque los ciclos tañen en los siglos
y en frenéticos coros
musitan las maderas enraizadas
su ramaje ritual, los engranajes
pánicamente activos de una insomne
querencia que abre brazos
de par en par y, alzándolos, aguarda.
La lectura de los poemas metafísicos de Quevedo dejó una huella imborrable en la obra de Alfonso Carreño. La poesía española dedicada al tiempo, la poesía de carácter religioso, principalmente Jorge Manrique, Quevedo, que luego sigue en la posguerra sobre todo con Blas de Otero y con Claudio Rodríguez, debemos entenderla a la luz de los estudios de Badiou y de Agamben sobre San Pablo[5], sobre su consideración del tiempo en las Sagradas Escrituras. En estos dos autores se ofrece una visión de esta figura clave en la historia del Cristianismo muy diferente de la que hasta el momento hemos tenido. Badiou explica lo que para el santo significaba la muerte de Cristo. Según él, este hecho fundamental en la fe de Cristo, principalmente la resurrección que provoca la muerte de Jesucristo, sería la base de una inmanentización de la vida en el tiempo[6]. Con la muerte de Dios se renuncia a su separación trascendente. Encuentra el pensador francés un vitalismo que desmonta radicalmente la figura dibujada por Nietzsche en su Anticristo. Lo aproxima incluso al superhombre, en el que se unen de nuevo el querer y el hacer. La cuestión de esa vieja disociación entre la voluntad y el pensamiento es de origen evangélico. Por esa escisión nos vemos obligados a tener la posibilidad de cifrar únicamente la muerte, ya que la vida jamás coincide con su nombre, con la letra: el tiempo se aleja permanentemente de su enunciación[7]. Para nombrar la vida necesitaríamos un lenguaje que cifrase todos los tiempos en un signo. La operación que realiza la poesía no es otra, convertir la muerte en un misterio de vida, un misterio de vida inmanente, exactamente igual que hacía Pablo al apoyar su fe en el misterio de la resurrección. El tiempo mesiánico, definido por Agamben como la conjunción de memoria y esperanza, de pasado y presente, de origen y fin, configurado dentro de lo que el filósofo italiano llamará la estructura unidual, el tiempo que, dentro del tiempo, comprende el tiempo, el tiempo de la consumación del tiempo, del ser real que somos nosotros mismos, como inauguración permanente de la existencia, el tiempo que no deja de salir permanentemente de su nada, de su inexistencia, para desplegarse por el espacio en toda su plenitud, es el tiempo que aparece en los poemas de Alfonso Carreño. El verso de Quevedo “presentes sucesiones de difunto”, en el que se aúnan todos los tiempos, en el que el futuro de las sucesiones es complementado por el pasado de difunto y por el presente, tendrá un permanente eco en su obra, como hemos visto ya en algunos de los poemas citados: “el presente es viejamente amiga / recién llegada”; “el vesperal tañido de la siempre / hora de la mañana”; “Nuestro ocaso derrocha/ sus herencias de luz, y un alba pobre / alumbra esta cadena que se arrastra”.
Agamben recuerda en El tiempo que resta una leyenda judía según la cual los justos que se salvan tienen un doble que ocupa un lugar en el infierno. Los condenados, a su vez, cuentan con un doble en el cielo de los benditos. Del mismo modo, el tiempo actúa como si fuese eternidad y la eternidad como si fuese tiempo. Ubicuidad, simultaneidad. Aquí comprende allí; hoy, ayer; el bien, el mal. Al nombrar el ahora, estamos nombrando el pasado, condenados a un permanente presente histórico cuando intentamos referirnos al momento presente. Eso tiene que ver con el funcionamiento del lenguaje. Ese deslizamiento de los referentes hace que finalmente las palabras pierdan su significado. De ese modo, los signos quedan en una especie de abertura semántica, apertura temporal (inminencia) motivada por un exceso de significante. Es la experiencia de la Carta de Lord Chandos de Hoffmansthal. El vértigo se apodera de las palabras y todo puede convertirse en “cuenco de revelación” donde lo divino y lo bestial se funden en un solo signo, en una sola realidad. Así se accede al “más pleno y elevado presente”[8]. Al final las cosas terminan siendo signos de sí mismas, terminan utilizando su propia lengua, la lengua que hablan las cosas mudas.
La poesía es la ciencia de lo concreto[9], de esas cosas mudas. La poesía realiza lo que en la lengua es imposible mediante un acto performativo en el que las palabras realizan lo que designan. “Nombro”, “invito”, “declaro”. En la obra de Alfonso Carreño abundan los verbos realizativos. Y coherente con esa fusión de signo y significado, el tiempo más utilizado es el presente. El suceso acontece en el momento permanente del poema, el lugar de lo imposible.
Hay un momento de la novela El idiota de Dostoyevski en que el protagonista, el príncipe Mischkin, se encuentra en una reunión fundamental con personajes de la alta sociedad en la que probablemente se resuelva su destino. Entonces lanza uno de sus discursos absurdos, repletos de contradicciones, delirante, patriótico, anticatólico, anticomunista, y suelta a los aristócratas: “Seamos siervos para ser amos”. De la misma manera, la poesía, dicha por un experto en desconocimiento, realiza una inversión incómoda, la inversión de la semilla, la inversión de la conciencia que vuelve a la inconsciencia, del orden al desorden para entrar en la trama que se disuelve continuamente, la trama de las nubes donde Hölderlin disolvió su conciencia, para entrar en el abismo de lo irreconocible, utilizando precisamente las palabras, que están en su origen cargadas de un destino de extrañeza, como todo símbolo.
La estética de Alfonso Carreño coincide plenamente con las ideas de Severo Sarduy sobre el barroco. Ser barroco significaba para el escritor cubano amenazar, juzgar, parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de sus bienes, en su centro y fundamento mismo, el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación. Los escritores barrocos derrochan lenguaje únicamente en función del placer, no en función de información transmitida. El espacio barroco es el de la superabundancia y desperdicio[10].
Alfonso Carreño es, desde un punto de vista biográfico, una persona enfrentada de un modo fatal a su propia época, un siglo tacaño de tiempo, que mide y tasa hasta el último segundo, que ha intentado aprovechar en sus más perversos momentos, haciendo gala de introducir también la muerte en el mundo de la economía, hasta los restos de los cuerpos humanos eliminados en los campos de concentración. Socialmente pertenecía a una clase en vías de extinción que disponía de un buen patrimonio de horas. Su experiencia como agricultor, sobre todo en la última parte de su vida, le obligó a cargar las tintas contra banqueros y burócratas[11].
Alfonso Carreño lleva a cabo en su obra una labor terrorista contra todo lo previsible, contra todo lo establecido, lo que carece de sorpresa, de originalidad. En ese sentido, se mantiene continuamente en una relación con el lenguaje de absoluto dispendio. La elaboración de sus poemas desemboca a menudo en la fastuosa emergencia de las palabras. Su trabajo como poeta consiste en cincelar la pérdida de tiempo[12]. En el marco de una ceremonia del exceso verbal comete verdaderos atropellos contra el orden sintáctico, semántico y morfológico. Por ello, no es difícil encontrar en su obra una torsión lingüística en la que triunfa un desacato a las autoridades económicas de la lengua. Lleva a cabo todo tipo de travestismos o metamorfosis categoriales de carácter libertario (“Nos me hundía en el pozo del mar”; “Nadie raíz de sombra orando el frío”; “su nieve en padrenuestro deslumbrada”).
La poesía era para él una actividad puramente lúdica, enfrentada a toda posible rentabilidad. Su libro La deshora del alba se abre con una cita de Baudelaire: “La poesía no tiene otro fin que ella misma; no puede tener otro, y ningún poema será tan grande, tan noble, tan verdaderamente digno del nombre de un poema, que el que habrá sido escrito únicamente por el placer de escribir un poema”. Esto lo relaciona con las ideas estéticas de otros poetas de su generación, empeñados en una redignificación de las formas poéticas, del estilo, cansados de la importancia dada en la generación anterior a los contenidos temáticos socialmente trascendentes.
En ese espacio barroco de derroche, del exceso defendido por Bataille para la literatura[13], derrama su voz Alfonso Carreño con el fin principal de huir de la muerte, identificada con el silencio en los fragmentos de su poética recogidos en las primeras páginas de Dormitorio de cosechas[14]. En la imparable fiesta de la fuga se produce un permanente homenaje al movimiento acompañado de un declarado temor a la quietud mortal de las palabras sin vida («Cuando me clasifiquen estaré muerto»).
El lenguaje barroco, en su exceso semántico, conlleva también una pérdida parcial del objeto designado por las palabras, una desaparición similar a la que se produce en los casos de afasia. Es la experiencia relatada por Hofmannsthal en su Carta de lord Chandos. En el poema “Composición de lugar” de Huésped en la materia, Alfonso Carreño deja testimonio de una misma privación de referentes:
Y pongo tanta fiebre en el nombrar las cosas
que las palabras son sin cosas muchas veces
Finalmente, no es extraño que tras ese proceso de enajenación de las palabras, proceso que en el orden inverso se puede convertir en un proceso de reapropiación por parte de la realidad de su significado, o más bien de su falta de significado, las cosas, liberadas del utilitarismo verbal, del servilismo al que han quedado sometidas por el desgaste acostumbrado de las palabras, se manifiesten en toda su potencia, en toda su autonomía. A través de la ebriedad en el “desuso” barroco de las palabras, los seres y las cosas recuperan lo que Clément Rosset llama la idiotez de lo real, su falta de sentido[15].
Hay un magnífico poema de Guillermo de Poitiers a la despreocupación, a un tiempo de deshora. En él se señala perfectamente ese punto desde el que habla la poesía, el punto donde todo está a punto de empezar en cualquier dirección, donde el poeta, siendo el eje del poema, realiza un ejercicio de autodesconocimiento, ese desconocimiento tan ensalzado por Pessoa en su Libro del desasosiego[16]. He aquí las dos primeras estrofas:
Haré una poesía sobre absolutamente nada:
no tratará de mí ni de ninguna otra gente;
no tratará de amor ni de juventud,
ni de ninguna otra cosa,
habrá sido compuesta mientras dormía,
sobre un caballo.
Ignoro la hora en que nací,
no estoy alegre ni triste,
no soy huraño ni agradable,
y no puedo ser de otro modo
pues así fui marcado por la noche,
en una alta montaña[17].
Y es ahí donde aparecen las geografías alucinadas, lugares donde se invoca la presencia de objetos en última instancia no representables, lugares donde se producen fenómenos incomprensibles que, podríamos decir, se representan a sí mismos utilizando de alguna manera al poeta como un espacio donde manifestarse. Para ello, tanto el poeta como las palabras utilizadas por él han de situarse en un estado de máxima disponibilidad en el que parece que el tiempo se detiene, como vemos que ocurre en el poema “Siesta manchega” de Dormitorio de cosechas, donde la corriente del tiempo, al remansarse, deja de mostrar la dirección que lleva.
Los quehaceres descabalgan
y entran a unos patios lentos
en cuyas enjalbegadas
manos se remansa el tiempo.
En esa desocupación de las palabras, del poeta y de la realidad se produce la conjunción en la que uno perfectamente puede ser otro. A través de los cambios en las categorías gramaticales de las palabras y de otros procedimientos realizados por Alfonso Carreño se trata de alcanzar la unidad entre extraños. El pensamiento poético, como enseña el Mairena de Machado, no realiza ecuaciones, sino diferencias esenciales, irreductibles; es un pensar heterogeneizante, inventor o descubridor de lo real, en cuya lógica, para la que Machado propone aprender de las deducciones incorrectas, los paralogismos populares, las confusiones verbales de los borrachos y los deficientes mentales, toda correspondencia se hunde en la extrañeza.
El poeta busca en la palabra, no un modo de expresarse como ser aislado, sino un modo de participar en la realidad misma, o de hacer que la propia realidad surja en sus poemas. Recurre a la palabra, pero busca en ella su valor originario, convertirla en un momento en que deja de ser un signo para pasar a ser parte de la realidad misma. El poeta es “la padecida estancia de las cosas”, vaso en el que se vierte la realidad (“Las montañas se escancian en la conciencia”) como si la voluntad fuese más bien un encuentro desde fuera de nosotros (“colinas que a mi balcón se asoman”).
El mundo, que vive de ser mirado[18], pueslo creado necesita de la contemplación para su existencia[19], no atraviesa la alteridad en la que se mantiene incomprensible, simplemente se vale de la conciencia vacía del poeta para nombrarse, con su lenguaje secreto, en el interior del poema:
Toda la geografía es diminuta
y habla, dice su nombre y nuestro
nombre […]
En el poema “Aparición nocturna en la alameda del Marañón”, el lugar explora su propia presencia. Normalmente utiliza el poeta símbolos verbales (lenguas, voces, palabra murmurada) para expresar esa naturaleza trastornada en su mudez, esas geografías alucinadas que irrumpen en la conciencia del poeta contando lo que nadie puede revelar, lo que pronuncian las “radicales voces de pájaros callados”.
VUELVE la noche quieta
a bañar en la luna
sus lenguas vegetales. Estampidos
de luz alumbran radicales voces
de pájaros callados. Todo siente
su peso de cimiento, su palabra
murmurada entre escombros soleados.
En muchas ocasiones la visión más poderosa consiste en una personificación. Es frecuente en esos casos el uso de verbos de habla. La aproximación a esos paisajes en los que la tierra y el cielo, la luz y el objeto de su absoluta posesión, el suelo, se encuentran inmediatamente acoplados se nos presenta como visiones de un paisaje alucinado que habla consigo mismo o escarba atravesando el silencio.
Los pájaros confirman peristilos
desenterrados de su madre muerta
mientras la sensatez de los adobes
delibera balcones perfumados.
[…]
ARRINCONADOS ojos en el fondo
de la ceniza ciega,
pavores invisibles que escarban en la espuma
manchada del silencio.
Los lugares que aparecen en la obra de Alfonso Carreño suelen ser aquellos a los que estaba vinculado familiarmente. Entre ellos destacan los paisajes de Murcia, en concreto los del Campo de Lorca. Se trata de parajes duros, desprovistos de la suavidad de la fronda, que recuerdan a los relatos de Juan Rulfo o a la canción de Adrián de Prado (poeta del siglo XVII) dedicada a San Jerónimo[20]. De ellos realiza magníficas “instantáneas”, como ésta de “Campo Alto de Lorca”. No faltan las personificaciones, las sinestesias y las metáforas que consiguen establecer correspondencias entre los diferentes elementos sin dejar de ahondar en la rareza de cada uno de ellos. Escuchamos en él el silencio de la sal y del esparto. Y al final suena el verbo de la celebración (“se escancia”) en mitad de un tiempo también alucinado, hipnotizado por la luz radiante, preso, sometido a la desnudez del espacio, en una plenitud en la que desaparece “coagulado”.
SE deshoja la sombra en esta arcilla
desarbolada, que unta
de luz sedienta el suelo.
El silencio se pliega en su desnudo
párpado desterrado, donde suenan
las venas de la sal,
el pulso del esparto
y el balido reseco
de la fosilizada siesta quieta:
y en el dócil vacío de las ramblas
se escancia el mediodía
coagulado del Tiempo.
[1] Alfonso CARREÑO, El tránsito en su huella, Ciudad Real, Biblioteca de Autores Manchegos, 1999, p. 57
[2] Habría que recordar que Huidobro tiene también muchos momentos en los que las palabras pierden su sentido. Sólo habría que recordar el final de Altazor. Pero en su caso casi podríamos decir que inventa una nueva lengua, no se hunde en la fatalidad matérica de las palabras de su lengua. Su propósito es crear un nuevo destino, y una nueva lengua acorde con ese nuevo destino, con nuevos significados y nuevos sonidos.
[3] En su Antropología desde un punto de vista pragmático.
[4] Sólo en los tres primeros versos de Equivalencias, el primer poemario de Dormitorio de cosechas, encontramos tres paradojas: “La silenciosa espalda del lenguaje / brilla en la superficie / mate de lo profundo.”
[5] Alain BADIOU: San Pablo. La fundación del universalismo; Giorgio AGAMBEN: El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los romanos.
[6] La muerte de Dios sería un “montaje de inmanentización del espíritu”. Con la muerte Dios renunciaría a su separación trascendente. (Alain BADIOU: San Pablo. La fundación del universalismo, Barcelona, Anthropos, 1999, p 73)
[7] “el pensamiento del tiempo y su representación no pueden coincidir jamás” (Giorgio AGAMBEN, El tiempo que resta, Madrid, Trotta, 2006, p. 72)
[8] Hugo VON HOFMANNSTHAL, Carta de Lord Chandos, Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos (Colección de Arquitectura), 1996, pp. 33, 38
[9] Roger Caillois
[10] Severo Sarduy en sus Ensayos generales sobre el Barroco, Buenos Aires, FCE, 1987, p. 209
[11] En el poema “El carpetazo” encontramos algunas muestras de su declarada manía contra cualquier intento de administrar la vida:
AHÍ se quede todo: las partidas,
los nombres superpuestos, las memorias
del deshacer, la instancia, la sentencia,
certificados sendos de un olvido
mintiendo frenesíes, colas, algas
de ministerio y ventanillas urnas
por donde asoman su cadáver falso
incólumes burócratas.
[12] En su poema de Dormitorio de cosechas “Elogio del ocio” encontramos los siguientes versos:
al emplazarte en el minuto exiguo
que viertes, tanto esfuerzo
por trabajar y por ganar y nunca
es un saber entero, un sosegado
decir de ojos que espían mansamente la tierra.
[13] George Bataille, La literatura como lujo, Madrid, Versal Travesías, 1993
[14] «Se fuerzan los ámbitos semánticos hasta límites imposibles: se intenta casi su destrucción. Todo menos el silencio, puesto que el silencio implica la derrota y emana de la muerte». Dormitorio, p. 35
[15] Clément ROSSET, Lo real. Tratado de la idiotez, Valencia, Pre-textos, 2004. En el capítulo titulado “La idiotez de lo real”, Rosset contrapone dos maneras de ver el mundo: una rugosa y otra lisa. La primera es la que reconoce en seres y cosas su carácter único, a través de una percepción inmediata. Esta la ejemplifica con la mirada del protagonista de Bajo el volcán, la mirada del borracho que se sorprende de ver los objetos con toda la potencia de su singularidad. La segunda sería la mirada que ve el doble de los objetos, el reflejo, que no soporta la aceptación de una realidad incognoscible.
[16] “Desconhecer-se conscientemente, eis o caminho.” Fernando PESSOA, Livro do desassossego, Sintra, Publicaçoes Europa-América, 1986
[17] Carlos Alvar, Poesía de trovadores, trouvères y minnesinger, Madrid, Alianza Tres, 1981
[18] Edmond Jabès
[19] Heidegger
[20] Es uno de los mejores poemas dedicados al eremita traductor de la Biblia, que está a la altura de las interpretaciones del motivo realizadas en otro orden por Tiziano. En él se refleja perfectamente una tierra “de cuyos avarientos pedernales / la cólera del Sol saca centellas” y cuenta con las mejores imágenes —en muchas ocasiones aportando una buena dosis de humor— alcanzadas en el cenit del desierto.