Lluvia oblicua, una forma de conocer y convivir con lo desconocido

Enlace a la reseña publicaca en Citizen

El autor insiste desde el principio en que no hablará de filosofía, sino de la vida, y lo hará a través de un razonar no académico. Pretende así establecer una fundamental relación del pensamiento con la incertidumbre ordinaria. La filosofía es aquí más un medio que un objeto de conocimiento. La cuestión verdaderamente abordada en estas páginas repletas de una escritura circular, envolvente, repetitiva, que parece hacer girar el conocimiento en remolinos sobre un centro desconocido, donde las preguntas dominan, aunque la mayoría de los enunciados no sean interrogativos, es la necesidad de una existencia desamparada. Ya el ejercicio de sentir o de pensar requieren una falta de seguridad, un mínimo de sensación de peligro. La inteligencia, nos dice Castro, se ve seriamente mermada si está envuelta por un ambiente excesivamente controlado.

El título hace una clara alusión a una forma de intemperie para la que no hay cobijo posible. Y es en esa manera de estar expuestos, al margen de cualquier paraguas, donde sitúa Ignacio Castro la raíz de sus palabras. Es la lucreciana antorcha de la vida la que enarbola el autor, pidiendo compartirla como un eslabón más en las sucesivas generaciones de vivientes. A través de las múltiples apelaciones al lector somos convocados a una existencia sin reservas, intensa, ambiciosa, que vaya más allá de nosotros y de nuestro tiempo. Nos alcanza una cerilla para iluminarnos y nos pide que nos quememos, pues ese ardor contribuye a abrir los ojos.

No es fácil encontrar un libro que abiertamente defienda la «hermandad humana», y proponga en su base la fragilidad como guía para reconciliarnos con lo desconocido. Esta defensa le lleva a fustigar en la actualidad nuestro coleccionismo de «egotecas» aisladas, donde todo se encuentra tan perfectamente ordenado que la irrupción de cualquier sentimiento, idea o emoción no previstos organiza una catástrofe en intimidades que funcionan casi como un ministerio del Interior. Consciente de que no hay reposo para el empeño del ser, asume su condición temporal e histórica para desenmascarar todas las trampas con las que nos protegemos de esa lluvia en la cara que nos mantiene despiertos en la conciencia de que nuestro cuerpo, como decía Walt Whitman, no termina en el sombrero ni en los zapatos. En ese sentido, este libro es una guía de perplejos, entre los que se incluye el propio autor, un tratado con el que aprender a escapar del ensimismamiento aséptico con el que nos protegemos de nuestro propio destino, necesariamente cruzado por las vidas de los demás, por una abierta relación con el mundo.

La elección de las palabras es importante. Frente a la fraternidad de los políticos, Ignacio escoge hermandad. Considera esta en gran parte perdida, casi prohibida por nuestra cultura. Al proponerse el restablecimiento de un vínculo real con lo ignorado su propuesta implica hacer una filosofía de la sorpresa. Nos atreveríamos a decir que entre las tesis de Castro se encuentra la idea de que verdaderamente compartimos aquello que no conocemos, que toda comunidad se encuentra fundada en un misterio de inagotable revelación. Lo imprevisible es fundamental para no sucumbir a una existencia moribunda. Si excluimos de la convivencia una dosis fundamental de extrañeza, si solo aceptamos una sociedad que solo nos cuenta lo que ya sabemos que somos, donde lo común no participa de lo maravilloso, estaremos a la larga favoreciendo una fraternidad de indiferentes.

Esa indiferencia se sustenta en la comunicación y tiene que ver con la sustitución de la presencia por la actualidad. De ahí que el autor llegue a hablar incluso de una prohibición de vivir dictada por un «primer mundo» al que resulta incómodo que nuestras vivencias no estén absolutamente dominadas por el exclusivo interés hacia una mayoría de sucesos que no nos incumben, con el que se promueve la indiferencia generalizada. El obligado derecho a la información se convierte en una tácita prohibición de hablar de todo aquello que no conocemos, todo lo que conforma en realidad el ámbito de nuestra experiencia posible.

Llama la atención Lluvia oblicua sobre una agnosia generalizada, enunciada en el libro con una imagen («ablación sensorial») que nos da una idea muy clara de las dificultades actuales para relacionarnos abiertamente con nuestro entorno, humano y natural. Esa castración es posible sobre todo por una permanente y mediática «visita guiada a la actualidad», que va poco a poco fortaleciendo la indiferencia. Ya hablaba Kraus en términos semejantes de una automutilación espiritual de la humanidad mediante su prensa. Como consecuencia, se sustituye la búsqueda de conocimiento por una desatada ansia de reconocimiento.

Ignacio considera que en las circunstancias actuales es especialmente difícil hacerse la pregunta fundamental, históricamente renovada, sobre qué es el hombre. Hay, por tanto, un abandono de la humanidad, una dejación de su facultad para hacerse preguntas que no estén dominadas por un objetivo previo a su planteamiento. Esto es especialmente grave teniendo en cuenta que el hombre, llegados a este momento de la historia, lo queramos reconocer o no, no es un ser más, sino el pastor del ser, una responsabilidad que el darwinismo cultural imperante pretende arrinconar tratando de afiliar a toda la especie en una indiferencia natural de la que participaría también el mundo animal y vegetal. A partir de ese momento ya se nos puede pedir adaptarnos a lo establecido, cumpliendo así con el servil funcionalismo de una maquinaria en la que somos meros engranajes. Frente al ocultamiento del sentido del hombre bajo la búsqueda de un remoto eslabón que nos ataría a una estirpe muda y feroz con la que legitimar el silencio y el salvajismo actuales Ignacio reclama la recuperación de un vínculo con una realidad profunda donde lo insólito está a flor de piel, reparando nuestra convivencia con la indefinición del ser y abriendo la identidad más allá de una narcisista propiedad reflexiva, en una nueva transitividad que podría permitirnos alcanzar incluso un comunismo con lo inanimado.

El libro, precisamente por ser una guía de descarriados, se organiza en torno a una serie de causas en peligro tratadas en los diferentes capítulos: las emociones que irrumpen y nos atraviesan, metáfora perfecta de esa lluvia oblicua, la verdad que nos sigue como una sombra y es necesario asesinar diariamente si queremos renunciar a ella, la belleza como una forma inmediata de conocimiento, el tiempo lleno de instantes en los que se manifiesta la eternidad, los sentidos como puertas hacia la inmensidad, la muerte irrenunciable, Dios, más necesitado de nosotros que nosotros de él, la memoria como testimonio de una presencia sin límites, la imaginación que nos lleva a lo desconocido. En todas ellas, en el fondo, se buscan nuevos y viejos accesos a lo trascendente, que no pertenece, en la concepción de Ignacio, a otro tiempo ni a otro espacio, sino a un aquí y ahora que está siendo continuamente usurpado por sucedáneos del presente y del lugar. En ese sentido, este libro es un manifiesto de metafísica beligerante para demostrar que esa trascendencia no solo es necesaria desde un punto de vista estético o filosófico. Se trata de una parte irrenunciable de la vida a la que no podemos dar la espalda sin suicidarnos como especie. Dicho esto, no es difícil concluir que estamos ante un tratado para saber morir, un ensayo sobre cómo colocar la muerte en un lugar dentro de la vida, cómo darle la vuelta y hacer del silencio ceniza enamorada. Hay a lo largo de todas las páginas un vitalismo que defiende la pobreza, los límites, las necesidades, todo aquello que nos puede obligar a resistir y, al hacerlo, darnos una forma y desarrollarnos en una dirección determinada. El lema, enunciado en algún momento del libro, sería be hungry y estaría emparentado con el ansia de vida exacerbada de Miguel Hernández, cuyo sentido de la eternidad es inseparable de la comunidad y está encarnado en lo más quebradizo: «El tiempo es sangre, el tiempo circula por mis venas / […] / Sangre donde se puede bañar la muerte apenas / Fulgor emocionante que no ha palidecido / Porque lo recogieron mis ojos de mil años»

Pese a las dificultades para alcanzar esa hermandad, señaladas hoy por muchos —baste recordar las palabras de la directora de UNICEF, quien se alarmaba recientemente de las dificultades para encontrar el sentimiento de humanidad— Ignacio señala el propio conocimiento como una de las principales sedes de participación con lo ignoto, por su estrecha familiaridad con «la tiniebla» que lo alimenta. En este libro se defiende y se practica un escucharse hablar con el que se demuestra que toda forma verdadera viene de dársela a lo que no tiene forma. Se reconoce la privilegiada relación de la intuición con el acceso a lo universal (una universalidad sin concepto) y se nos pone en guardia frente al extendido desprecio del pensamiento abstracto, cuya consecuencia es en gran parte un descrédito de lo concreto. Para descubrir y asumir ese fondo insondable que nos hace hermanos debemos reconocer en primer lugar que la inteligencia no es un lujo «inventado en el domingo de la creación», sino algo esencial con lo que siempre, de algún modo, estamos jugándonos la vida, la nuestra y la de todo aquello que habita la conciencia.

Propone pensar con el cuerpo entero, haciendo surgir el discurso del silencio informe en el que se encuentra asentada su propia singularidad. Es consciente de que todo hallazgo, por muy universal que sea su alcance, requiere hablar desde nuestro lugar en el mundo, desde una individualidad que pone de manifiesto un sentido absoluto. Por ello defiende hacer de la contingencia algo necesario, invita a elegir con orgullo el propio destino, a dejar a un lado «la ficción de una selección permanente» con la que nos obligamos a escamotear continuamente la inevitable presencia mediante la oferta de múltiples opciones que no nos permiten arraigarnos en el ser. El amplio abanico de posibilidades ofrecidas en todos los ámbitos, iniciada en el diario surtido de sucesos, nos impide convertir la fatalidad en virtud, reconciliar azar y bien, amar la imperfección, la propia y la de los demás, asumir la derrota en la que todo éxito se funda.

Frente a un mundo que invita con frecuencia a dejar de pensar, a dejarnos pensar, pues ya piensan por nosotros, no solo las máquinas, sino también las leyes, como máquinas éticas, mecanismos que en muchas ocasiones nos impiden encontrar la salida a determinados problemas, Ignacio defiende un pensamiento emboscado que no esté al margen de lo telúrico, de una densidad existencial que devuelva a la inteligencia la importancia de los sentidos. Para ello acude a ese paradójico concepto de percepto propuesto por Deleuze e invita a la inteligencia a no mantener las distancias frente a la realidad, a involucrarse vitalmente en el propio proceso del conocimiento con el fin de comprender manteniendo una relación sana con la estupidez . Frente a la inteligencia artificial, centrada solo en lo conocido, cuyo objetivo es aglutinar datos ad infinitum, la propuesta de estas páginas pasa por atreverse a excluir, elegir y descartar. En la vieja polémica contra la comunicación Ignacio escoge, frente a un pensar que únicamente se transmita, un conocimiento que transforme a aquel que sea atravesado por él.

La defensa que se hace en el libro de las emociones tiene que ver con esa fatalidad asumida por la que somos nosotros los elegidos por una fuerza que desborda el yo y nos arraiga en un lugar donde la presencia se impone. Dejarnos dominar por ellas nos permite esquivar la mentira en la que se encuentra fundada la sociedad de una feroz conciencia hipercontroladora que neutraliza la aparición de cualquier acontecimiento. A pesar de estar rodeados de constantes invitaciones a utilizar nuestra inteligencia emocional y de ser continuamente asaltados por emociones publicitarias y mediáticas de toda índole, debemos reconocer que hay cierta intolerancia espontánea hacia ellas y que en la mayoría de los casos se trata más bien de experiencias domesticadas que han sido convocadas con una u otra utilidad y no tienen el poder de abrir la expectativa del acontecimiento capaz de renovar el ser con mirada deslumbrada.

Imposible dejar a un lado el tema de la religión si uno pretende escribir un libro sobre aquello que no conocemos del hombre. Es aquí donde el autor es más contestatario. Me atrevería a decir que es quizá la parte más irreverente en relación con el dogma imperante de la separación contra el que este libro está escrito. Lo escandaloso no es que hable del materialismo de Dios, que recupere la sustancia infinita de Spinoza en la que materia y pensamiento se funden, sino que nos haga ver la abolición de una materia llevada a cabo en defensa de esa misma materia y que ponga una y otra vez en evidencia la «limpieza étnica» acometida por una «aversión hasta ahora insólita hacia la tierra», empeñada en  una cruzada al servicio de un puritanismo tan estricto que, en nombre de llamar a las cosas por su nombre y ponerlas en su sitio, no deja cuerpo con cabeza, ni bosque con árbol, ni tierra con cielo ni rama con raíz, todo ello por haber excluido la creencia («apuesta crucial del pensamiento») como parte fundamental de la salud de los cuerpos.

Es en esta parte del libro donde Ignacio Castro es menos «patito» de los grandes pastores de la filosofía. Por ese motivo insisto en su carácter descarriado. Lo es, ya vimos, por insistir en su desafío a lo que llama el dogma de la separación, y también en tratar asuntos vedados en la mayoría de los círculos filosóficos. Se atreve a cruzar el portón levantado por las antinomias kantianas para detener las incursiones en los territorios que filosóficamente nunca han tenido dueño. Con el fin de no someter el alcance de su inteligencia se atreve a recuperar alma, Dios o universo en su discurso. Se introduce así por los vastos campos semánticos de conceptos que desbordan una lógica en la que tiempo y eternidad, espacio e infinito, causa y libertad se repelen, asumiendo con Agustín García Calvo que las contradicciones de la realidad son también la voz de la razón.

Castro plantea una hipótesis según la cual nuestra crisis en la relación con lo invisible sería consecuencia de los problemas que tenemos con lo visible. Dejamos de creer en los dioses porque hemos dejado previamente de creer en los hombres. Eso hace que nos dediquemos a demostrar nuestra existencia en lugar de la existencia de Dios y que no haya viaje de vuelta posible a una naturaleza despoblada, pues para recuperarla se tendría que acoger en ella a los dioses y los espectros desalojados. En cualquier caso, lo importante no es qué se haya perdido primero, lo visible o lo invisible, sino el vínculo que se atreve a establecer entre dos ámbitos que él no considera en absoluto separados, pertenecientes a territorios mentales estancos. Ya antes había reclamado anular la incompatibilidad entre lo concreto y lo abstracto, entre el individuo y lo universal. ¿No son ya esos términos semánticamente opuestos una manera de enunciar la antítesis entre lo visible y lo invisible? Esa tendencia a la paradoja que atraviesa todo el libro lo vincula con la medieval coincidentia oppositorum. Toda teología está de alguna manera condenada a enfrentarse con el contrasentido. No es raro que Kierkegaard y Unamuno lo acompañen al final de esta travesía que pretende encontrar lo indeterminado en el corazón de la lógica. Frente la serenidad del ateo que proponía Deleuze, Castro reclama la inquietud de pensar trágicamente, algo a lo que probablemente estemos condenados cuando defendemos la existencia de lo irreal sin la cual lo real se anula y buscamos en lo indeterminado «ese Dios que todavía podría salvarnos».

Una de las principales virtudes de este libro es la capacidad de hacernos ver lo invisible. De ahí la defensa de la imaginación, contra la que actualmente se escriben tratados completos que, curiosamente, defienden a ultranza la importancia del yo, es decir, lo que supuestamente conocemos bien, frente a cualquier forma de comunidad, que representaría más bien lo desconocido. Es, por tanto, la imaginación, otra de las causas perdidas que reciben el apoyo de Ignacio, esencial filosóficamente para que lo universal se manifieste en lo concreto y lo desconocido participe de lo conocido. Aquí convendría recordar que en el libro tiene un papel muy importante esa facultad a la hora de representar la intimidad del ser afuera, ejemplificado con ese niño que se da la vuelta esperando encontrarse donde ya no está o la experiencia de sentir nuestra presencia mediante la evocación en los lugares que hemos abandonado. Es una forma de hacer del instante la eternidad y de aunar lo visible en lo invisible, tarea para la que se hace imprescindible la memoria, esa «fidelidad instintiva a lo ausente», otra de las causas perdidas tratadas en este libro. Traicionar lo ausente implica desertar de la presencia, y por ello Ignacio nos recuerda que al perder la memoria perdemos también el presente, hasta el punto de que toda posible renovación del ahora se la deberíamos a la permanencia del pasado, gracias al cual heredamos deseos que van más allá de nuestros propios deseos y cumplimos un destino mucho más ambicioso que el limitado a nuestra vida. Por ello, el hecho de dar la espalda a lo ya ocurrido como si esto fuese realidad muerta e inactual, algo que desmiente continuamente la historia en sus múltiples reinterpretaciones, abandonar los anhelos no cumplidos y renunciar a la memoria como una parte fundamental del ahora tendría como consecuencia una mutilación del presente, a la que contribuye igualmente el empeño en que nada deje huellas, la absoluta provisionalidad reinante, la aversión por todo aquello que contiene la magia de un presente más allá del presente.

La lectura de un libro como este, sobre todo en un momento como el actual, en el que ha quedado en evidencia nuestra dificultad para convivir con lo desconocido, se hace más necesaria que nunca. Aquello que no controlamos permanecerá siempre como parte constitutiva de nuestro ser. Aprender a reconocer el sentido de lo que no tiene un sentido establecido, a incluir en nuestro razonamiento aquello que no conocemos, es para el mundo de hoy una asignatura troncal todavía pendiente.