Los ojos del tiempo, En Ahora y nunca

  • Catálogo de la exposición de María Buil en el palacio de Montemuzo del Ayuntamiento de Zaragoza del 10 de junio al 11 de julio de 1999 pp.: 9-11
  • Editorial: Ayuntamiento de Zaragoza, Área de Servicios Públicos, Servicio de Cultura
  • Zaragoza 1999
  • ISBN: 84-8069-03-X
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LOS OJOS DEL TIEMPO

Hay dos cosas en la obra de María Buil que llaman inmediatamente la atención, dos cosas con las que todo pintor cuenta como supuestos de su experiencia, tan fáciles de olvidar como la prolongación de nuestras piernas al caminar. Si un músico vive con el aire y la escucha, con ellos trabaja y con ellos habla, como el hecho de respirar habla de la respiración, el pintor trabaja desde la mirada para la mirada y con la luz en la luz. Pero María Buil no sólo trabaja desde y para la mirada, con y en la luz, luz y mirada se abren como elementos fundamentales de la experiencia, prestando su trama orgánica al mundo, sin dejar por ello de estar presentes, de ser los verdaderos protagonistas, esencia y apariencia al mismo tiempo.

En el cuadro titulado La salida lo dicho es más verdad que en cualquier otro. En él hay una puerta central, abierta a toda la luz del mundo. La luz está ahí en estado puro, blanca, dura, derramándose hacia el interior vacío de una habitación. Junto a la puerta una niña, sus ojos miran en la dirección de los rayos. Luz y mirada coinciden en buscar el otro lado del cuadro, su anverso y su reverso, nosotros, su entrada y su salida. La luz procede de la intemperie, la mirada, del espacio en sombra, de algún pliegue benéfico del mundo en el que conseguimos apartarlos del deslumbramiento y podemos aparecer, como la niña, que tiene una parte de su cuerpo comida por la luz. Morir, desaparecer, debe ser entrar en la luz, ser absorbido por el deslumbramiento, hacernos invisibles, dejar paso al rayo, ser transparentes, participar en el nombramiento luminoso de las cosas.

En otros cuadros la luz toca las habitaciones, entra y se retira, dejando las presencias, los seres y las cosas, como restos de un naufragio. La sentimos deslizarse por el mundo con el tacto de un tiempo que va introduciéndose, inaugurando el mundo en cada una de sus embestidas, de sus deslices, de sus caídas. María Buil le ofrece la transparencia y la sombra, la transparencia de las miradas, la sombra para invadirla. La transparencia es intangible, ni siquiera la luz toca lo que atraviesa. Siempre quedará ese espacio en el que el tiempo, inseparable de la luz, resbala desconcertado, sin saber qué rumbo tomar yendo siempre más allá, ininterrumpido.

La luz es la que levanta todo hasta el extremo cenital en el que de nuevo empieza a caer. Los ojos de la gente siempre son parte de ese levantamiento y de esa caída. Esa mirada central de los personajes retratados, atraviesa el oleaje de la luz y se posa más allá del día, al fondo de la noche en la que crecen todas las miradas. Los cuerpos están al margen, en las esquinas de una realidad situada en el punto de su disolución. La representación se efectúa desde la nostalgia de las formas, no sabernos si están coagulándose o se están disolviendo, sólo sabemos que ocupan un lugar de transición. Sus modelos son gente que no hacen caso del mundo, son el mundo, como son el mundo la confluencia del pájaro y la ventana, de la duna y del viento, de la cama y la fiebre.

Si la luz es tiempo y el tiempo la luz, vemos el mundo porque estamos en el tiempo, en la muerte lenta de la luz, en la vida lenta del calor. Pero ¿podemos añorar lo que no vemos, lo que la luz no alumbra con su calor temporal, podemos añorar el mundo que no será nunca el mundo, lo que jamás entrará en el tiempo? Imaginar algo que no existe, aunque sólo sea pensar su condición de no existente, ¿no consiste en prestarle nuestro tiempo, nuestra luz generosa, rescatar del frío una esperanza de cuerpo?

El ejercicio de representación efectuado en la obra de María Buil adquiere parte de su sentido cuando nos acogemos a la palabra coincidencia, en la que se da la idea de esa especie de necesidad reciproca. Habría que establecer una diferencia entre azar y coincidencia. Una experiencia azarosa es la que se entrega a todo el universo, hunde su voluntad de ser y manifestación en el cosmos, en lo abierto, para cuajar como fruto de toda posible condición. La voluntad se retira. No hay renuncia, pero sí una vasta capacidad, o simplemente vocación de ser feliz. La coincidencia requiere un carácter más obsesivo: dos seres limitados, frente a frente, se disponen a agotar las infinitas posibilidades de toda desunión, de toda desventura, así tratan de exprimir su felicidad. El dolor no está grandiosamente disimulado como en una perspectiva abierta en el círculo panóptico, el dolor es el que aprieta la forma, el que ha hecho que las cosas se fijen delante de nosotros, el que las hace pasar por el aro de su manifestación reconocible y deseable. Por eso la pintura, sabiamente guiada por un instinto placentero, busca con tanta insistencia la desaparición. Nada más llegar a las formas perfiladas, al contorno bien marcado de las figuras del final del gótico, que culmina en el magnífico Descendimiento de Van der Weyden, en el que las figuras se concentran en la danza de su pasión, en la precisión de su terrenalidad, llega Leonardo y difumina con su esfumato las diferencias, funde contorno y forma, sonrisa y melancolía, borra en vaguedad los límites del mundo. Con Leonardo el azar se convierte en un terreno transitable. Allí busca, en 1o incierto, en las famosas paredes con manchas de humedad, esas batallas que son un desafío morfológico. Después educada la mirada en esos paisajes todavía por inventar, pasa a representar la realidad tamizada por el azar, incluyendo la distancia en la que se acogen las posibilidades de ser y no ser, de ayer y de mañana.

En la obra de María Buil no hay un ángel revolviendo con su feliz aleteo la transparencia. Existe el aire, pero no es el aire turbio de la felicidad, del espejismo, la cálida succión de la luz universal en las sencillas formas del desierto. La turbiedad aparece como un halo de intimidad surgido gracias a la perfecta sincronía que los seres y las cosas muestran hacia el lugar donde se representan, hacia el lugar en el que están siendo representados, hacia la fuente de su representación, desde donde miramos la pintora y nosotros.

Tiempo, tiempos, la mitad de nuestras palabras hablan de él, de ellos. Nuestros ojos tampoco se libran. Miramos la edad de las personas, la madurez de las frutas, el crepúsculo de las sombras. En nuestros días, una época que trata de suprimir todos los indicios de temporalidad en el mundo, la gente se fija sobre todo en esas señales de lo prohibido, en las arrugas, en las canas, en la gravedad. Una atención enfermiza nos encuadra los detalles por los que el tiempo pasa. Nuestros ojos señalan esos paisajes de la devastación para tenerlos claros en la voluntad de negarlos. Pensando tener localizada la gravedad huimos hacia espacios ingrávidos, habitados por superficies tersas en las que es imposible caer y hundirse. María Buil nos recuerda nuestro mundo, nos aviva el seso sin escarmientos de transcendencia. Lo suyo no son las salidas de emergencia. Se queda para ver la evolución del fuego-tiempo-luz, fascinada en el proceso de la desaparición por exceso de realidad.

Esa parte del tiempo llamada nunca, tan inaccesible al todavía no como al ya no, ni limbo, ni reino de la muerte, más trágico que ninguna tragedia, en las que al menos se cumple el destino, esa es la zona que atraviesa la pintora cada vez, que rescata lo existente de lo inexistente, lo inexistente de lo existente. No permite que el siempre se interponga entre ella y las cosas, que la separen de su presente y sus presencias, tiene la visión trágica de quien no se permite veleidades demiúrgicas. El mundo está dado, su papel es padecerlo, aferrarse a la desgracia cuando es precisa. Su imaginación no la lleva fuera de la realidad. Por eso hemos hablado de coincidencia: un cara a cara de dos caídas, de dos presencias en un mismo lugar.

Algo falta en el mundo, un inacabamiento como la transparencia de la tela de una aruña nos atrapa la mirada. Caemos en la quietud temblorosa de los ojos. Ahí ese temblor María Buil devuelve el rostro al rostro, la madera a la madera, el aire al aire, el vidrio a la luz, la pared al movimiento de la sangre. Así se ejercita la realidad en su perfección, en su acabamiento. El mundo vuelve a vivir en nuestra ausencia y nuestra ausencia en el mundo, por eso también podríamos decir que le quita el rostro al rostro, la madera a la madera y el vidrio a la luz. Cuando la redundancia sospechada en toda expresión mimética se convierte en la coincidencia del exterior y el interior, en el espacio donde el afuera se hace adentro y el adentro afuera, se produce lo que a María Buil le gusta llamar íntima certidumbre.

Francisco Carreño Espinosa