- Revista Ágora, Papeles de Arte Gramático, Número: 19, pp. 55-58
- Murcia, 1998
- ISSN: 1565-3239
Incluso por motivos cronológicos, Miguel Hernández es un poeta que no se presta fácilmente a las clasificaciones. En la propia historia de la literatura su lugar es único, a caballo entre la Generación del 27, donde se le incluye como epígono, y la Generación del 36, a la que llegó ya muerto.
Su estilo es también desconcertante. Al principio, sus cultismos, hipérbatos, metáforas, paronomasias y oximorones hacen de él un excesivo poeta barroco, muy pegado a la sintaxis (“si la menos esbelta”, “ya cisne de agua”) y al léxico (“menoscabo”, “sierpe”) gongorinos.
Miguel Hernández se convirtió a la estética barroca buscando una disciplina capaz de ceñir en una forma los borbotones de un ánimo desatado y sediento. En su obra sólo el exceso sometido a una férrea precisión da cuenta de la exacta medida de las cosas. ¿Quién podría dedicar a la Luna una fábula barroca formalmente ortodoxa? Ahí, en Perito en lunas, ya está el maestro que empieza a trabajar el poder de la muerte sobre la vida, el desafío de la vida ante la muerte, en los dominios insaciables de una pasión arrebatada.
Al final, después de su etapa de plenitud vital y poética (El rayo que no cesa y Viento del pueblo) sus obras adquieren por momentos una transparencia despejada entre vida y muerte, entre amor y odio, entre alba y ocaso, entre palabra y silencio (“Cogedme, dejadme”; “rayo raudo […] rayo lento”), como si a partir de cierto punto los contrarios que habían sido dominados en magníficas paradojas resultasen irreconciliables y aplastasen al poeta en la imposibilidad de un abrazo demasiado ancho.
Los versos del Cancionero de ausencias recuerdan la poesía sentenciosa de Machado en Nuevas canciones. En ellos hay una intimidad transparente y universal: “La luciérnaga en celo / relumbra más”. Escuchamos en este libro la claridad de composiciones en las que se impone cierta melancólica sabiduría:
Querer, querer, querer,
ésa fue mi corona.
Ésa es.
Pero en todas ellas sigue gritando la sangre, el hombre sigue incendiando con su ardor todo lo que le toca, como en este magnífico poema:
Todas las casas son ojos
que resplandecen y acechan.
Todas las casas son bocas
que escupen, muerden y besan.
Todas las casas son brazos
que se empujan y se estrechan.
De todas las casas salen
soplos de sombra y de selva.
En todas hay un clamor
de sangres insatisfechas.
Y a un grito todas las casas
se asaltan y se despueblan.
Y a un grito todas se aplacan,
y se fecundan, y esperan.
Y aunque la ausencia vaya cobrando poco a poco su cuerpo de fantasma sin sangre (“Ausencia en todo siento. / Ausencia, ausencia, ausencia”), el poeta encuentra un último refugio desaforado en la tierra.
Si te perdiera…
Si te encontrara
bajo la tierra.
Bajo la tierra
del cuerpo mío,
siempre sedienta.
Tierra con la que el poeta se identifica hasta el último momento en su obra. Una tierra sumida en la gravedad, cuyo significado no está dominado por la muerte. Su simbolismo la aproxima más bien a la fertilidad, al ansia de vivir. Una tierra encantada por el agua, que se convierte bajo la lluvia deseada en un imperativo vital. Los mitos de renacimiento están presentes con propia simbología a lo largo de toda su obra, como las «piedras de futura mirada» que tanto recuerdan a las piedras que se convertían en hombres cuando Pirra y Deucalión las tiraban hacia atrás. Y en el fondo empuja la idea de resurrección cristiana y cierto mesianismo que hace de su tiempo también el nuestro: «Mi sangre es un camino». Un camino plagado de profecías violentas, cumplidas siempre en el amor, en el deseo. Sigamos, por tanto, ese camino de sangre que «empuja a martillazos y mordiscos» e intentemos acercarnos a él evitando «esa mirada de tinaja vacía / que da la muerte a todo el que la trata». Reconozcamos su sino sangriento:
De sangre en sangre vengo
como el mar de ola en ola,
de color de amapola el alma tengo,
de amapola sin suerte es mi destino,
y llego de amapola en amapola
a dar en la cornada de mi sino.
Sangre alegre, efusiva, que siempre corre contra el cielo («La sangre llueve siempre hacia arriba»), emparentada con el mar y con el vino. El poeta está «herido alegremente» por una vida de intensidad raramente alcanzada. Basta con recordar los versos iniciales de El rayo que no cesa:
Un carnívoro cuchillo
de ala dulce y homicida
sostiene un vuelo y un brillo
alrededor de mi vida
para comprobar cómo el poeta se encuentra cercado por la desgracia, por el deseo, por un ansia de vida («necesito más vidas») que hace de las hipérboles más «exageradas» su expresión natural: «donde yo no me hallo no se halla / hombre más apenado que ninguno».
Imágenes de una vida que amplía sus límites en el desafío a los propios límites («Como el toro me crezco en el castigo»). Su poesía está llena de emblemas salvajes: «un tribunal de tiburones», «corazón que muge y grita», «la mordedura / de una punta de seno duro y largo». Más adelante, en Viento del pueblo, «los fusiles / leones quieren volverse». Lo que se inicia como una arrebatada pasión vital desemboca en un desenfreno hacia la creación completa: «Un amor hacia todo me atormenta / como a ti». Y ese tú no es otra que la muerte, una muerte vitalista, simbolizada por el cuchillo que lo cerca, insaciable, de la que el poeta imita su amor por todo lo viviente, a la que continuamente está retando, intentando arrebatarle su dominio.
En el poema «Vecino de la muerte» declara su vocación de tierra mortal contra la muerte. Para expresar esa paradoja con precisión establece una diferencia entre polvo y tierra. «Y es que el polvo no es tierra». Polvo es esa muerte muerta, esa muerte que no desemboca en ninguna regeneración, en ningún ser: «bajo los pliegues [de su bandera blanca] un colmillo / de rabioso marfil contaminado / nos sigue a todas partes». Intenta incubar en nosotros una «herencia de notarios y templos», una permanencia arrumbada, clasificada, perfectamente previsible. En cambio, «tierra es un amor dispuesto a ser un hoyo, / dispuesto a ser un árbol, un volcán, una fuente». El poeta desea a toda costa «cuajar en algo más que en polvo«, seguir de alguna manera presente en una existencia póstuma:
Que mis zapatos últimos demuestren ser cortezas,
que me produzcan cuarzos de mi encantada boca,
que se apoyen en mí sembrados y viñedos,
que me dediquen mosto las cepas por su origen.
Como en gran parte de la poesía metafísica española, la exploración del tiempo se hace siempre con antorchas de sangre combustible. En el caso de Miguel Hernández, el poeta metafísico español que más lejos ha llegado, la muerte, el acabamiento del tiempo individual (algo que no deja de ser profundamente cristiano), se convierte, gracias a una especie de transubstanciación, en agente de más vida. Esto, que es una verdad evidente para todos, sólo puede reconocerlo una pasión desbordante, sólo puede asumirlo una vida que va más allá de la vida, que rebosa el vaso de un individuo y se vierte como una generosa botella en los que por él brindamos con su pasión.
Su vocación de tierra ya la encontramos en su magnífica «Elegía a Ramón Sijé», en la que el poeta, recordemos, dará el corazón del amigo por alimento a las desalentadas amapolas. Como si la vida necesitase los restos de la muerte para cobrar aliento. El sentido último de la muerte es la propia vida, pues la vida se alimenta de su muerte. «Me llamo barro aunque Miguel me llame». Un barro contagioso, enamorado, lleno de vida, que vuelve de barro todo lo que toca. La tierra crece y se multiplica. Los hijos de la gleba extienden por el mundo el orgullo de su condición. Cuando muera, el poeta sabe que le echarán encima «puñados de su especie».
Los poemas más combativos de Viento del pueblo contemplan en presente desiderativo cómo «una historia de polvo se deshoja». La alegría revolucionaria hace que se detengan los relojes. Esa abolición del tiempo, de un tiempo polvoriento, nos recuerda otros momentos históricos semejantes, como las pedradas que llovieron sobre los relojes de las iglesias durante la Comuna de París, o como esas recientes manifestaciones de rechazo al año nuevo promovidas en algunas ciudades francesas por la organización Fonacon. Frente a un abominable tiempo de polvo, Miguel Hernández se aferra a un eufórico tiempo de tierra (y de guerra), durante el cual reina una feroz alegría de vivir, dominada por rugidos y mordiscos. El tiempo no puede ser otra cosa que sangre, sangre que circula por las venas, «sangre donde se puede bañar la muerte apenas». Cuando el poeta dice que «se sienten felices los cipreses», comprobamos que una posible eternidad está enunciada. La labor de Miguel Hernández es de lucha contra la tristeza, consciente de que ésta «corrompe, enturbia, daña». Cuando en el verso final de «Juramento de alegría» el poeta afirma haberse alegrado «seriamente lo mismo que el olivo», sentimos que el «ruiseñor de las desdichas» está tomando las plazas más importantes de la desgracia, conquistas que siguen sin caer, pues mantienen su victoria en el calor de un verbo que sigue sonando a treinta y seis y medio grados centígrados.
Paco Carreño