- Web: Antonio Machado en Soria
- 22/11/2010
- Publicación en Antonio Machado en Soria
UN LOCO
Es una tarde mustia y desabrida
de un otoño sin frutos, en la tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro yerra.
Por un camino en la árida llanura,
entre álamos marchitos,
a solas con su sombra y su locura,
va el loco hablando a gritos.
Lejos se ven sombríos estepares,
colinas con malezas y cambrones,
y ruinas de viejos encinares
coronando los agrios serrijones.
vEl loco vocifera
a solas con su sombra y su quimera.
Es horrible y grotesca su figura;
flaco, sucio, maltrecho y mal rapado,
ojos de calentura
iluminan su rostro demacrado.
Huye de la ciudad… Pobres maldades,
misérrimas virtudes y quehaceres
de chulos aburridos, y ruindades
de ociosos mercaderes.
Por los campos de Dios el loco avanza.
Tras la tierra esquelética y sequiza
—rojo de herrumbre y pardo de ceniza—
hay un sueño de lirio en lontananza.
Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano!
—¡carne triste y espíritu villano!—.
No fue por una trágica amargura
esta alma errante desgajada y rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota [1].
En este poema de Machado encontramos algunas de sus constantes. En él está su predilección por un tiempo extremo, el de la tarde, el del otoño, tiempo de caída. Hay también un uso de términos con rancio sonido (cambrones, serrijones, sequizas, estepares). Y no falta su desprecio por las miserias humanas, más marcadas en la ciudad (chulos, mercaderes, maldades). Pero en ningún caso el menosprecio de las ruindades cortesanas se corresponde en este poema con una tópica alabanza de aldea ideal. La esterilidad, la ruina, la tierra esquelética parecen ser las constantes de un campo sin contemplaciones y no la episódica caracterización de una estación. El poeta nos obliga a recorrer un mundo desencantado, donde sólo el loco percibe atisbos de posible encantamiento al principio y al final del poema: «la sombra de un centauro», «un sueño de lirio». Y ese camino recorrido por el loco se encuentra en las antípodas de la maravilla porque es una fuga, la de un hombre al que no se le permite situar sus límites más allá de su sombrero y sus zapatos, como pedía Wihtman («Y mi sombrero y mis zapatos no son mis límites»), la fuga de un hombre prisionero de la cordura.
Machado intuye el carácter político de su locura antes de que David Cooper sistematizara la etiología social de todo delirio, los motivos razonables que se esconden detrás de cada trastorno. En esta contraposición entre locura y cordura, que Machado sitúa en dos frentes, campo y ciudad, habituales en su poesía, encontramos el teatro de unas operaciones donde se libra un viejo combate que trasciende los motivos de una poética únicamente personal. No es difícil identificar la locura que huye con la poesía. El loco sería un alter ego del propio Machado. Su maldición, escuchando los torcidos ecos de Platón, es la condena de la imaginación, el desprecio por todo aquello que Kraus consideraba que podía sacar a la humanidad del pozo de carroña cósmica al que había sido empujado por el periodismo y la amputación de su facultad de fantasear.
No es difícil encontrar cierto parentesco entre la «terrible cordura» (el adjetivo no es gratuito ni hiperbólico, es valorativo en la justa proporción de una sensibilidad todavía capaz) del poema de Machado y los siguientes versos de Georg Trakl, que más o menos en la misma época intuía las consecuencias que para la humanidad tendría el destierro de la poesía o de lo que persigue la poesía.
Cuán azulina fulge
allá en el horizonte la ciudad
donde habita maligna
y gélida una estirpe putrefacta,
preparando a los blancos nietos
un oscuro destino[2].
En los dos poemas tenemos una razón idiota de índole exclusivamente utilitaria dirigiendo, oscureciendo el destino de una imposible comunidad en la que el interés ha obstruido la sensibilidad del hombre. Una razón que ha dejado de cultivar el instinto y ha hecho todo lo posible por acabar con la «cultura de los sentidos» e instaurar el «desencantamiento del mundo», como nos recuerda Weber en La ética protestante. ¿No son las «misérrimas virtudes» más bien propias de un razonamiento que considera que «la moralidad es útil porque proporciona crédito»[3]? ¿Y no es el «tedio urbano» el mismo que veía Bataille en esa «especie de imbecilidad general, aceptada por pereza», ese grado cero del aburrimiento asumido cuya permanencia comprueba Lefbvre en el año 1968 y que Tiqqun en el siglo XXI seguirá viendo en un generalizado analfabetismo emocional de una inteligencia que sólo se permite la adaptación al medio?
[1] Antonio Machado, Poesías, Buenos Aires, Losada, 1943, p. 99
[2] Georg Trakl, Cantos de muerte, Barcelona, Seix Barral, 2001, p. 49
[3] Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Península, 1987, pp. 46 y 47