Sentido y verdad en la obra de José Ángel Valente

El tacto en la obra de Valente mantiene una relación privilegiada, íntima, con lo indeterminado, con la exterioridad. Sin él, los demás sentidos solo servirían para confirmar nuestra existencia, no la del resto del mundo. A través de él no parece que haya filtros ni retóricas. Si no existiese, no podríamos percibirnos a nosotros mismos ni otorgar al mundo su presencia más intensa, menos mediada. Gracias al tacto, al sentido quizá menos estructurado por las convenciones, es posible la trascendencia, entendida esta como vía hacia fuera del yo, como generoso descubrimiento de la otredad. Al ir interpretando los poemas de Valente, con ayuda de algunos razonamientos del filósofo Condillac y los estudios de Derrida, descubrí algo muy importante para mí. Lo podría llamar el lujo semántico de la arbitrariedad. La  brecha entre el nombre y la cosa, considerada por algunos pensadores como barrera frente a la realidad, es, curiosamente, la clave de casi cualquier visión poética. En el corazón del símbolo, medio principal de exaltación e intensificación de la realidad, me fue grato encontrar la clave sensorial del tacto.

SENTIDO Y VERDAD

(Versión breve)

La voix du jour est celle qui indique, proclame, dénonce; ne se passe pas d’elle même ni ne se dépasse. La voix d’ombre est celle qui renonçant à dire –elle n’est pas communication, ou plutôt, elle est communication d’une impossible communication–, exhume des sables le Livre du silence.
Edmond Jabès[1]

El conocimiento haciéndose de que nos habla Valente al defender el estilo como instrumento para adentrarse y alumbrar en el terreno de lo desconocido, mediador entre lo creado y lo increado, entre lo cubierto por las palabras y lo descubierto por ellas, es de filiación romántica. La idea de un pensamiento generado por el uso de las palabras, un pensamiento repentino[2], podríamos decir, enraizado en el instante, la encontramos en un pequeño ensayo escrito por el dramaturgo alemán Heinrich von Kleist: «Sobre la elaboración paulatina del pensamiento a medida que se habla». Según Kleist[3], el entendimiento humano tiene una melodía personal tan difícil de tañer como fácil de desafinar, que se lleva mucho mejor con la falta de intención que con cualquier propósito «mercenario». No hay conocimiento sin abandono, sin entrega, sin pérdida de conocimiento. Las palabras manumitidas de su servidumbre empiezan a ser algo, pensamiento vivo, enraizado en su momento, en los sentidos, en el rostro que miramos y nos mira. No somos nosotros los que sabemos, es cierto estado nuestro quien sabe, quien levanta el vuelo de la lengua. Poéticamente no hay un verdadero conocimiento previo de las cosas. Si no te instruyes, en primer lugar a ti mismo, no tienes nada que decir, y si dices algo, en realidad no dices nada.

Por ello ha insistido tanto Valente, a lo largo de su obra, poética y teórica, en una lucha contra las funciones de la comunicación. El poeta no descuida los esfuerzos por anular una a una las funciones que se relacionan con los elementos del proceso de comunicación tal y como fueron establecidas por Jakobson. Podríamos empezar por la llamada función emotiva o expresiva, la que se limita a convertir el lenguaje en un vehículo de las emociones del emisor. Ya en los Poemas a Lázaro quedan los íntimos arrebatos sepultados bajo palabras de indiferencia y desdén sentimental. En una especie de obligado funeral por sí mismo el poeta se adentra en su exterior. Dolor, alegría, tristeza, son poéticamente inútiles desde el «Primer poema». La verdad está más allá de uno, en donde todos. El canto debe librarse al fin «de la aquejada / mano». No es raro que Valente, tanto fuera como dentro de su poesía, haya arremetido contra los vicios de un exhibicionismo que utiliza las fieras domesticadas de la experiencia en el íntimo y salvaje espectáculo de la creación.

Por otra parte, ¿cómo podría la poesía de lo «indecible» servirse de la función referencial? No sería apropiada para la denominación de lo informe o lo inminente. La escritura debe conseguir la disolución de toda referencia, nos dice en su libro Variaciones sobre el pájaro y la red[4]. No se trata de la ocultación o la ambigüedad del referente. El lector no debe generar un nuevo referente, encontrar un objeto oculto, un precioso significado escondido en el sabio corazón de los iniciados. Si quiere ser fiel a la traición que las palabras ejercen sobre el mundo ha de practicar una forma de fidelidad más profunda aniquilando toda referencia en el barro semántico primigenio, y no salir de ahí. Como parte de esa labor destructiva de toda referencia Valente acusa con violencia los discursos amaestrados por la historia, pronunciados por «los que son espíritu de la época y han dado nombre a esas corrientes de pensamiento»[5]. Llama cerdos, parafraseando a Artaud en su virulencia, a «los que dominan su lenguaje»[6], a los que saben lo que dicen. Esto no es ninguna exageración para quien quiere mantener el mundo en su seno más amplio, en una nutricia atmósfera donde saciar una respiración ambiciosa, la del mundo que nos alienta.

La función poética, tal y como la entiende Jakobson, convierte a un poema en signo de sí mismo. Ésta es quizás la única función con la que podría estar de acuerdo Valente, pero, creemos, sólo en parte de su discurso teórico, y con riesgo de restar matices a su verdadero pensamiento, pues para él la obra es asemiótica. La palabra no es signo sino la propia cosa, la cosa que es no cosa. Sirviéndose de una cita de Focillon nos recuerda Valente que «el signo significa y la forma se significa»[7], es decir, que en el poema, la forma y el contenido se unifican. Pero esa coincidencia, esa posible transubstanciación, no está cumpliendo ninguna función ornamental, función con la que se intenta salvar del orgulloso silencio a lo que ya no sirve para nada, en una operación muy parecida a la efectuada con los utensilios que han sufrido algún desperfecto y pasan, tullidos, a presumir sobre los aparadores del hogar, o los enseres de antiguo y desusado menester, que cuelgan en las paredes de su nueva dignidad. Convertir a la poesía en el hermoso y decorativo museo de lo inútil es no haber comprendido la fuerza de su sentido, su poder, el ritmo que sigue las ágiles danzas de la duda[8].

¿Qué función le queda al poema cuando se renuncia a conseguir un efecto en el receptor, pues se ha despreciado la poesía «apelativa», tendenciosa o panfletaria, cuando se insiste en la pérdida de protagonismo del sujeto que canta, del «sujeto de una vieja impudicia»[9], cuando se renuncia a hablar del mundo ya descubierto, cuando el poema tampoco es ornamental, cuando por mucho que se le dé importancia al estilo, no habla de sí mismo únicamente, como un extraño ejercicio de solipsismo, cuando es útil pero no tiene función comunicativa? Entonces, ¿todo el servilismo del que alardea en sus poemas cuando se refiere a la palabra poética ha de entenderse como una ironía? ¿Qué utilidad tiene si no quiere nada? Su única ambición, declaradamente gnoseológica, sin renunciar a desafiar las otras funciones, parece ser incoativa. No busca un conocimiento indirecto, especulativo, que duplique la realidad en una imagen más precisa o esencial que la propia imagen proyectada por el mundo. Su lenguaje sirve para estar en lo que no se ve, para surgir de ahí, en el empeño por permanecer en la estancia del origen.

Conocimiento, palabra, origen, mantienen toda su espesura bíblica en la obra de Valente. Un conocimiento y una palabra que buscan no ser reflejo de ninguna realidad —sea ésta más o menos íntima—, no hablar de una verdad acordada al margen de la expresión. Recordemos los juguetones estudios sobre la no exactitud del nombre realizados por Platón en su Cratilo[10]. Forzando la familiaridad de los nombres con las cosas nos hace imaginar un lenguaje en el que los primeros llevasen la semejanza con su referencia a una total identidad. Si el nombre reprodujera exactamente todos los detalles de lo nombrado, su propiedad transitiva se confundiría con una cualidad reflexiva, no sabríamos distinguir el doble del original, entraríamos sin remedio en el reino del silencio, del estupor, de la quietud. La diferencia, la distinción, la inexactitud física entre las cosas y sus nombres crea un espacio liberador, condición de toda movilidad y conocimiento. Ante la duda segura no hay opción posible, es la parálisis. Conocer el nombre es conocer la cosa, pero es también aceptar esa desemejanza a la que podemos llamar capacidad de conocimiento. En esa carencia de las palabras quizás sea donde se aloje todo el exceso que la poesía aporta a la realidad, toda la búsqueda de lo que todavía no es.

Si Platón nos demuestra la existencia en las palabras de ese hueco con cabida para lo primigenio que el poeta no ha dejado de abrir, Condillac[11] nos recuerda, recurriendo también a lo elemental, que todo movimiento, todo avance del conocimiento, es posible únicamente porque lo desconocido se encuentra en lo conocido. La arbitrariedad del signo, el abandono de la presencia, cuya ruptura constituya quizás el origen de todo, otorga, según el filósofo francés, una superioridad al signo lingüístico sobre los signos naturales, pues estos realizan operaciones necesarias, mientras que los arbitrarios vuelven libres las operaciones del alma. La inmediatez del signo natural obliga a la cosa y al signo a una proximidad impuesta por la reacción, por una relación de causa y efecto, como la que pega el grito al dolor que lo provoca. Pero si ese grito se transforma en un signo, y a su vez ese signo posibilita otros signos arbitrarios, en ese signo, en su distancia frente a la cosa, terminará cabiendo una propia inmensidad que acoja en su seno de orfandad cualquier cosa. En el signo se crea, por tanto, una disponibilidad que quizás tenga que ver con los espacios no poblados de la memoria, pues es el tiempo el que tensa el significado de las palabras. Esa ausencia de la cosa frente a su signo la abre el tiempo, camino por el que la palabra se exilia de su significado. A esa disponibilidad, a esa vieja infidelidad la llama Derrida frivolidad[12] y hace a Condillac decir que sólo podemos pasar de lo que sabemos a lo que no sabemos, porque lo que no sabemos es lo mismo que lo que sabemos[13].

La brecha abierta en el nombre ya desde su edad jeroglífica, momento en el que el lenguaje empieza a estar fundado sobre mecanismos simbólicos como la sinécdoque o la metonimia, será el lugar en el que se va a zambullir gran parte de la poesía moderna. Es en esa desemejanza del nombre con la cosa, en esa absoluta arbitrariedad, donde Mallarmé, entre otros, pero él con más empecinamiento, va a encontrar las virtualidades del lenguaje. El poeta francés se siente tan traicionado por la existencia empírica, a la que no pretende abandonar por misterios trascendentes, como por el nada necesario lazo que une la noción de lo evocado y el sonido de esa evocación. La clara sonoridad de la palabra «nuit» es quizás el indicio más claro para un poeta de la existencia de otro mundo en éste. El poder del lenguaje se funda en la opacidad del signo lingüístico, una opacidad que pone en suspenso el mundo y puede ser llamada silencio, es decir, palabra desinstrumentalizada. La insistencia en esa separación, en esa ceguera o sabio error de las palabras que no quieren ver lo que ya han visto, sino lo que está por ver, domina toda la gran poesía de este siglo.

Volviendo a la obra de Valente, para descargar las tintas frívolas de su escritura, podríamos decir que todo su primer período llamado civil está asentando las bases de una objetividad en la que se mantiene y que culmina en sus últimos poemarios. No se trata de una objetividad entendida como discurso convencional y aceptado, sino de la objetividad propia del  materialismo sagrado que, recordémoslo, no sólo está en una relación de relativa antonimia con el materialismo profano, sino con el idealismo, sea éste sagrado o profano. Valente ha buscado en la historia de las religiones posibles indicios o antecedentes de ese materialismo sagrado, y ha encontrado en el cristianismo primitivo y en la tradición de los primeros Padres de la Iglesia una práctica y un pensamiento filosomáticos para los que el cuerpo no sería ese envoltorio defectuoso y sobrante del que es necesario prescindir en aras de una vida mejor. De hecho, para los cristianos de antaño la resurrección sólo es posible si es del hombre entero, en cuerpo y en alma[14]. La idea de la inmaterialidad del alma sólo llega al cristianismo con la aportación de Orígenes, que ya estaba influido por el pensamiento griego. Un mismo apego al cuerpo encuentra Valente en la tradición judía, en la que el acoplamiento de la pareja humana se llama conocimiento[15], un conocimiento que surge del deseo, en el interminable, apasionante y apasionado recorrido de la desemejanza.

La objetividad de la poesía de Valente tiene su primer estadio en la íntima disolución, en la desaparición del sujeto. Ese sujeto, convertido en espacio cristalino, sólido y transparente, es el soporte de diferentes temperaturas verbales, confrontadas sobre una superficie sedienta donde las palabras circulan por la encrucijada que une la cálida dificultad de decir lo que todavía no sabemos y la fría facilidad de repetir lo que ya sabemos. De ese modo, José Ángel Valente sitúa su obra en un territorio de nadie, fronterizo entre la ontología, una ontología de lo «indecible existente», incomprendido, y una aproximación querenciosa al origen, a un mítico y persistente punto de partida. Tanto una como la otra están escritas desde el movimiento hacia algún lugar que va situando su sentido en el avance, similar en esto al modo que tiene Lyotard de justificar su escritura cuando dice que escribe para terminar una frase, desde una orfandad, una desposesión: «Les pensées ne sont pas à nous. Nous essayons d’entrer chez elles et de nous faire adopter.»[16].

La desaparición del sujeto, del yo, que Valente retoma del misticismo, se corresponde, como hemos visto al analizar las dotes anticomunicativas del poeta, con una simultánea desaparición de la realidad, que pasa a ocupar el espacio de disponibilidad primigenia que separa las palabras de las cosas. Pero esa desaparición de lo otro, que en realidad es una desaparición de las imágenes que nosotros tenemos de lo ajeno, es la que hace que entremos en la noche como en la verdadera y única cara del día, en la oscuridad como única posibilidad de la luz, en la otredad como única posibilidad de autoconciencia. Se cuenta así con una nueva luz, un nuevo día, una nueva conciencia que son los verdaderos, porque son primicia de sí mismos. Y ahí es donde encontramos otra faceta de la nueva objetividad, la relacionada con el nacimiento, que no sólo reproduce los seres, sino el propio nacimiento como fundamento de toda objetividad, la creación presente, pasada y futura, verdadero factor de unión en la disgregación del ser. Renunciar al yo es entrar de nuevo en el ser, disolverse es unirse, ser objetivo, hacer que nuestra manifestación y la del mundo vuelvan a ser deseadas. Esa es la mejor consecuencia del arte.

La objetividad que proporciona lo indeterminado, lo indeterminado como certidumbre y verdad, está representado en la poesía de Valente por un símbolo central de muchas valencias cuyo eje podríamos identificar con el sentido del tacto. El tacto a solas, el tacto deslumbrado por el afuera, se constituye en la obra de Valente como fuente de toda verdad, y por ello de toda objetividad, entendida ésta en el sentido del materialismo sagrado. El tacto es el verdadero contacto con la materia, el que nos proporciona también la conciencia de nuestra materialidad. Existimos sin cualquiera de los otros cuatro sentidos, somos ciegos o sordos, dejamos de oler o de saborear, pero no podemos dejar de sentir sin dejar de ser, sin dejar de existir. Una de las muchas definiciones del hombre que existen nos dice que, entre los seres superiores, es aquel en el que el tacto está desarrollado de manera preponderante. En el tacto está la esencia de todo deseo y de la continuidad del mismo. Con él recorre Valente ese espacio de la desemejanza del mundo consigo mismo instaurado por las palabras, los páramos ciegos e inaugurales del exilio, es decir, del desconocimiento que es conocimiento.

Son antiguas las relaciones que la poesía ha mantenido con la filosofía y con la cosmogonía. Los presocráticos, Hesíodo, Lucrecio, han utilizado el verso en la exposición y en la formación de su pensamiento. Vico, el romanticismo alemán, Nietzsche, Heidegger, han visto en la poesía una verdad más alta que la de cualquier filosofía, y no sólo en las obras de los autores contemporáneos, sino en la gran poesía que comprende a Homero, a Virgilio, a Dante. Animada por ello, la poesía ha usurpado, conscientemente, un espacio que ocupaba la filosofía[17]. La obra de Valente es un caso ejemplar. En ella encontramos cuestiones propias de la ética, de la epistemología, de la ontología. Hay una búsqueda de verdad, entendida ésta, conforme va evolucionando su obra, más en el sentido hebreo que en el griego. Para los segundos, la verdad se opone a ilusión y yace en el fondo de la apariencia actual. Para los judíos la verdad se relaciona más con la confianza, con lo que ha de cumplirse[18]. Si en un primer momento Valente se empeña, teóricamente, en un descubrimiento de la realidad, más adelante, aunque casi desde el principio encontremos rasgos de ello, otorgará a la palabra un poder genésico, de disponibilidad para el ser. Verdad griega es la de Las palabras de la tribu, verdad hebrea la de Variaciones sobre el pájaro y la red. En su poesía es difícil considerar sólo griega la verdad de sus primeros libros, pues ya en el primer libro encontramos esa verdad de carácter más religioso: «Alza entonces la súplica: / que la palabra sea sólo verdad». En El inocente esa verdad empieza a tratar de abrir un vacío en el que de nuevo quepa el mundo. Es en Interior con figuras donde su materialismo se vuelve más incoativo. El poeta entra ahí «en la extremidad terminal de la materia / o en su solo comienzo» y ve cómo «de lo informe viene hasta la luz / el limo original de lo viviente»[19].

Para cada una de esas verdades, la verdad de lo oculto o la verdad de lo incipiente, el  acceso privilegiado en toda la obra de Valente es el tacto, la proximidad más directa con la materia. La vista, el oído, el gusto y el olfato limitan la percepción, nos dice Condillac, a un solo órgano. El tacto, por su parte, nos hace sentir con toda la extensión de nuestro cuerpo. La movilidad del cuerpo, buscada irracionalmente desde la infancia, es anterior a su objeto. Hay una base afectiva e irracional en todo conocimiento, en toda búsqueda, demostrada por la entrega sin objeto del niño al movimiento. Gracias a esa movilidad se puede descubrir lo externo. Para adquirir la noción de objeto fuera de nosotros es necesaria la impresión de obstáculo, de impenetrabilidad. Cuando un cuerpo, llevado por el primigenio movimiento pulsional, se toca a sí mismo con alguna de sus extremidades, puede reconocerse en la respuesta refleja de sus nervios. No ocurre lo mismo cuando choca con un cuerpo que no ofrece ninguna respuesta o tiene una reacción con la que no puede identificarse. Este ser siente entonces simultáneamente la extrañeza del afuera y su soledad radical. Esos cuerpos independientes, descubiertos en su autonomía, tienen por principal atributo la extensión, pero ésta no podría revelársenos sin la sensación de solidez o resistencia. Todo sentido de objetividad, base de la verdad, se asienta sobre la sensación táctil de resistencia, que nos da la conciencia del exterior a la vez que la conciencia de la intimidad. Es el tacto para Condillac el sentido de lo material por excelencia. Gracias a él los otros sentidos asientan sus sensaciones en la extensión y pueden exteriorizar la luz y el color, el sonido, el sabor y el olor. Sin ayuda del tacto los otros sentidos obligarían al sujeto a permanecer en la inmanencia, no serían capaces de pasar a la trascendencia de la materia, a su exterior, a su objetividad, dados en esa resistencia de la materia que es una oposición a un querer primigenio y radical. El tacto es pues maestro de maestros, el que enseña a sentir y hacer lo que está fuera. Si el hombre no tuviera el tacto viviría perpetuamente sin salir del pensamiento, no podría descubrir el dolor y el placer, su pulsión no estaría coloreada, viviría en una fuga sin respuesta.

 La creación sólo es posible al nivel elemental de la percepción, y nos enseña, en última instancia, sobre todo a sentir. Es una especie de círculo virtuoso, en espiral, que va ensanchando el universo como una galaxia de vocación cada vez más pletórica. En las Poéticas de Bachelard subyace la idea de que quien mejor sabe ver, oír, gustar u oler, es el que mejor sabe hacer, el que mejor sabe crear lo que se ve, lo que se oye, lo que se gusta y lo que se huele. Sentido y creación son recíprocamente imprescindibles. El poeta devuelve al lenguaje su origen sensorial, devuelve al hombre a su terrenalidad. Todas las palabras que albergan en su significado hechos no perceptuales derivan de conceptos perceptuales, como nos recuerda Rudolf Arnheim en El pensamiento visual (1969: 245). La profundidad como atributo del pensamiento, nos dice el psicólogo norteamericano, es inconcebible sin la profundidad física de un pozo, que no sólo es una metáfora más o menos arbitraria, sino la única posibilidad que tiene el pensamiento de cualificarse. Si un poeta habla de la profundidad del pensamiento devolverá a la imagen la frescura de la sombra y el acecho de la oscuridad. Al hacerlo está situando el lenguaje en un punto de origen, en el momento fundacional de la realidad y del lenguaje, está alejándose de las palabras y volviendo al mundo. Para el hombre el mundo empieza con el lenguaje, empieza y se disuelve. La palabra crea y aniquila el mundo. El poeta lucha contra el sentido para volver a los sentidos, al momento en el que la palabra está a punto de ser pronunciada, cuando la sinestesia es todavía una sinergia.

El sentido del tacto es el que más cerca está de la forma del ser percibido. Su aproximación a la realidad lo aleja del yo. La apuesta de Valente es osada pero no única en las artes del siglo XX, que han sentido el hastío de una retórica relación con el otro proporcionada por lo visible y han procurado su fragmentación. Desde la dinamitación sufrida por el objeto visible en el cubismo, llegamos a los modelos táctiles de Yves Klein, en contacto con el lienzo, embadurnados y restregados por el artista contra la tela para dejar una huella que venga directamente de su cuerpo y no de una inasible idea del cuerpo. Se termina así con la preferencia dada en Occidente desde el final de la Edad Media al sentido de la vista. Una de las muchas disputas del Renacimiento, de sus búsquedas de lo superlativo, aparte de enfrentar a las artes entre sí y tratar de dirimir si la pintura era superior a la escultura, se ocupará de dar preferencia a la vista sobre el oído. Es un sentido más de fiar, que te ofrece de la realidad la versión más aceptable. Es también el sentido de la astucia, algo que se encuentra claramente en el Lazarillo. Pero no sólo el pragmatismo picaresco le concede su preferencia, también el conocimiento científico lo considera el sentido superior, sobre todo para Galileo. La poesía, sin embargo, le ha concedido al tacto, desde los tiempos del trobar clus, el escalón más alto en la escala del amor, el último, el de la certeza.

                                                                       Paco Carreño Espinosa


[1] Edmond Jabès, Le Livre des Questions,II, Cher, Gallimard, 1989, p. 269

[2] La escritura en la que toda forma se consolida como repentina y libre manifestación. Cf. Valente, José Ángel (1991), Variaciones sobre el pájaro y la red, Barcelona, Tusquets, 1991, p. 19

[3] Heinrich von Kleist, Sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía, Madrid, Hiperión, 1988, p. 42

[4] Cf. Valente, 1991, op cit. p. 19

[5] Valente, José Ángel  (1998), El fulgor. Antología poética (1953-1996), Barcelona, Círculo de Lectores, 1998, p. 141

[6] Valente, 1998, op cit. p. 141

[7] Valente, 1991, op cit. p.  20

[8] Hölderlin ya vio esas «formas puras que brotan de nuestra larga duda». Hölderlin, Friedrich, Poesía completa, Barcelona, Libros Río Nuevo, 1977, p. 151

[9] Valente, José Ángel: Entrada en materia, Madrid, Cátedra, 1989, p. 57

[10] Véase sobre todo 432c – 435d en la edición: Platón, Diálogos, II, Madrid, Gredos, 1987

[11] Remitimos al lector al interesante estudio sobre el filósofo francés realizado por Ismael Martínez Liébana. Cf. Ismael Martínez Liébana, Tacto y objetividad. El problema de la psicología de Condillac, [s. l.], O.N.C.E., 1996

[12] Cf. Derrida, Jacques (1973), L’archéologie du frivole. Lire Condillac, París, Editions Galilée, 1973, p. 101

[13] Cf. Derrida, 1973, op. cit.,  p.  110

[14] Cf. Valente, 1991, op. cit., pp. 188,189

[15] Cf. Valente, 1991,  op. cit., pp.  194

[16] Jean-François Lyotard, Pérégrinations, París, Editions Galilée, 1990, p. 22

[17] Cf. Del Prado, Javier (1993), Teoría y práctica de la función poética, Madrid, Cátedra, 1993, pp. 112, 113

[18] Ferrater Mora, José (1987): Diccionario de filosofía de bolsillo, Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 748

[19] Valente, José Ángel,  1998, op. cit.,  p. 173