Teratologías

Publicado en:

  • Revista: Salamandra. Grupo Surrealista de Madrid
  • Número: 8-9, pp. 19-21
  • Madrid, 1997-1998
  • Revista: Microfisuras. Cadernos de pensamento y creación
  • Número: 8, pp. 128-141
  • Vigo, junio, 1999
  • ISSN: 1137-747 X
  • Archivo surrealista. El universo del surrealismo en español
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TERATOLOGÍAS

Porque cuando el caos logró su primer esbozo de postura, hundido hasta los hombros en la levadura cenicienta y al sol se puso sin esfuerzo buscando una postura protectora, todas las otras posibilidades incumplidas meditaron la venganza que se cumple día tras día.

Juan Larrea[1]

¿Cuál es esa venganza que no conoce las treguas de la historia, la venganza más sana de todas, esa venganza que se cuela en las religiones codeándose con la voluntad de los dioses, venganza ubicua donde las haya, capaz de anidar en la mismísima razón humana? Aquí nos gustaría señalar al menos los síntomas de esa rabia salubre contra la identidad desnuda del espejo, presente, creemos, en todos los seres que deben la imaginación a su simple nacimiento. El hecho de nacer, en sí mismo, ya supone una enorme metamorfosis a la que la vida no parece querer renunciar en sus estadios sucesivos. Y no nos referimos al simple hecho de existir. Se requiere mantener el impulso, ahondar la vocación del latido, del mordisco, del músculo. El deseo de ser exige estar naciendo siempre. Nacer es ser otro sin dejar de ser uno mismo. Experiencia que se encuentra al alcance de cualquiera. Renacemos por el miedo cuando nos dominan, por la risa cuando dominamos. Toda desmesura nos instala en el espacio imaginario de nuestro nacimiento, nos expulsa de la historia.

Hay lugares en el mundo que aparentemente representan mejor que otros el umbral del nacimiento postnatal. En Cracovia todavía hoy se pueden ver, colgando en la fachada de la catedral, unos huesos de tamaño espectacular, cuya verdadera mesura únicamente la imaginación y algún que otro paleontólogo podrían encontrar. La costumbre medieval de poner en las fachadas de la iglesias cráneos de gigantes y dragones quizás se había heredado de aquellas exhibiciones de esqueletos de cíclopes con las que Roma festejaba a sus ciudadanos a la vuelta de las campañas asiáticas. El cuaternario siempre ha sido un generoso proveedor de maravillas: a cualquier época que le tienda su interés prodiga con cantidad de riquezas más o menos fósiles.

Cracovia, como Roma eventualmente, salió de la historia en el año 1241; fue conquistada, introducida a golpe de leyenda en el vasto territorio del Gran Khan, en el comúnmente llamado Tártaro por aquella época. Así fue como los huesos descomunales que se repartían la atención de los feligreses con los evangelistas, entraron de repente en el infierno, pues allí empezaba para todos el averno, o su realidad más verosímil, y aquellos cráneos fácilmente podrían ser los de las cabezas del Can Cerbero, portero del país del grito, de la voz desmedida. Los seis ojos rojos del perro griego sólo quedaban apaciguados cuando una de las gargantas se tragaba para siempre el último rostro acuñado. Cuando el óbolo desaparecía el condenado perdía con él símbolo y realidad del mundo de representaciones compartidas por los hombres. Entraba en el absoluto de la subjetividad, en la soledad definitiva, en un tiempo que no es tiempo, en un espacio que no es espacio, donde ni siquiera se podría decir que todo es relativo, porque no se está en una dimensión, sino en todas a la vez. No hay pivote sentimental, no hay eje mental, no hay punta ni coda de la lengua en el fluido. Por eso a Tántalo le fallan las frutas y los ríos se le desentienden, por eso Sísifo no puede hacer planes aunque se concentre en una sola masa de piedra.

Pero habría que esperar a que el Oriente se aproximase, a que infundiese su terror en el mundo cristiano, para que el papa Inocencio IV se decidiese a mandar misioneros al imperio del Gran Khan, al Tártaro, al infierno, en definitiva. Estos exorcistas de la invasión, embajadores ante los poderosos señores de la guerra, se introdujeron en Asia también con la intención de verificar la realidad de lo que habían aprendido en las enciclopedias antiguas que en la Alta Edad Media habían escrito Solino e Isidoro, postreros recipientes de un mundo que había recibido la luz negra del Hades, y con ella las sombras de seres que la historia terminaría de malformar. Uno de los discípulos de los enciclopedistas, o de sus lectores de la Baja Edad Media, Lambert de Saint-Omer, dice hacia el año 1120 en su Liber Floridus: «En Oriente hay criaturas humanas que vienen al mundo con dientes y con barba. Allá se encuentran también los hermafroditas que tienen los dos sexos, los gigantes de gran tamaño, gentes que tienen por boca un pequeño orificio y viven sólo de líquidos, otros sin lengua, que hablan por signos, los sátiros con patas y cuerpos de cabra, los faunos silvestres y pequeñitos»[2]. La delicada e importante misión de los enviados occidentales estuvo salpicada de preguntas que a los aguerridos caballeros de las estepas, acostumbrados a beber la sangre de animales vivos, debían parecerles de una ingenuidad deliciosa. Estos primitivos diplomáticos eran niños cultivados, niños medievales que no pedían «Cuéntame un cuento», sino “Cuéntame este cuento, háblame de los cinocéfalos, de los panotios de orejas como sábanas, de los derbis, que nada más nacer matan a sus padres y se los comen». Puede que por esa azarosa falta de improvisación fuesen tratados con más benevolencia. ¿A quién no le gustan los halagos que otorgan a nuestra realidad los hallazgos de la imaginación de quien así nos honra? Por eso los anfitriones fueron parcos en relatos —quizás muy generosos en sonrisas. Sólo uno de aquellos jefes del ejército mongol, probablemente en el vértigo de la diversión y el entusiasmo compartidos, dio testimonio en su acogida de «unos seres de forma humana, que sólo tenían un brazo y una mano en medio del pecho, y un solo pie; se desplazaban haciendo la rueda y se llamaban  Ciclopódos»[3].

Hay otros modos de salir del quicio de la humanidad, de asomarse hasta perder en el paisaje las jambas de nuestra óptica. No sólo están el infierno, la naturaleza innombrable y las geografías recientes. Veamos en primer lugar los mecanismos de la fe. Los pensadores cristianos consideran el saber como un terreno neblinoso, las vías de conocimiento están plagadas de maraña y desencuentros. Cuando van hacia la verdad última utilizan la vía mística y reconocen que el verdadero conocimiento es un regalo de la bruma. El mundo para ellos es perfecto, acabado, generosamente amorfo si queremos, pero obra de una voluntad a la que nada se le escapa. En esa obra no hay refracción posible, todo ha sido elegido por la voluntad total, es su palabra contra la duda, y aun la misma duda está incluida desde sus primeros titubeos en su palabra. Las desviaciones de su voz creadora son alucinación de la ignorancia, obcecación de un falso dogma. Todo tiene una explicación, nada hay gratuito, pues todo procede de aquella primigenia unidad de sentido que decidió aventurarse por los contradictorios vericuetos de la manifestación. Las excepciones gravitan igualmente alrededor de esa semilla de sentido desplegada en su propio sistema. Los gnósticos, obsesionados con el mal, buscarán un terreno donde germine esa semilla, vientos, pájaros que la trasladen de su seno estéril al fecundo desconocimiento, demiurgos malvados y vitalistas, capaces de raptar los encantos femeninos del tiempo incontestable y llevarlos al serrallo de la desenfadada probabilidad. Así, aventurados hijos de la tristeza, ocultan parte de la realidad en una causa irresponsable, fresca como la voluntad de un niño. Sobreponen una opacidad semántica sobre lo que ya reviste un velo de sinsentido, como el que baila ante su casa en llamas. Su fe se detiene en la imperfección. A esos flecos de la creación les otorgan una razón menor y derivada, rebelde. Todo lo contrario de San Agustín, que los incluye en la voluntad divina, llama locos a los que dicen que se ha equivocado en alguna de las partes de su obra e ignorante al hombre que desiste demasiado pronto de seguir concediendo la responsabilidad de ciertos seres reales o imaginarios al creador de todo, al creador también de lo raro, lo amorfo. Esta zona de difícil influencia divina será bautizada con un derivado del verbo monere (mostrar). La palabra monstrum (aviso) se encargará de traer a buen recaudo, al del sentido y la responsabilidad lo que da problemas o, simplemente, divierte, a esos excesos de la diversidad que bajo su expresión de desvío, excesiva o notoria, esconden un mensaje igualmente divino.

También hay mecanismos de la razón que flirtean con la inhumanidad. A la hora de dar legitimidad en su discurso a lo monstruoso quizás no sean tan explícitos. Si nos fijamos bien en la época más dura para la fantasía, época en la que raramente se imprimen formas inhumanas, el siglo XVIII, cuando los faros potentes de los sentidos siempre orientados creían haber iluminado definitivamente el mar Verde, el mar de las Tinieblas por el que otros siglos bogaron en busca de inquietud, reducida la imaginación a la rigurosa morfología del hombre, cuando más precisamente se tenía perfilado en los contornos de su especie, ese mismo hombre descubrirá con ahínco la otredad en sí mismo. La Fisiognomía, esa especie de Psicología natural, en su afán por definir los diferentes caracteres de los hombres, buscará en la naturaleza, en los más estables rasgos de los animales, el código necesario par identificarlos. Dos son los procesos de los que se vale: uno de ida, dando a los animales rasgos y caracteres humanos; y otro de vuelta, el que atribuye a los hombres rasgos animales. De esa aproximación renacerá la zoología fabulosa, dando así la razón a Borges cuando incluye todas las disciplinas humanas en la literatura fantástica.

La contribución de la ciencia fisiognómica a la teratología no se limitará al plano del pensamiento. Los fisiognomistas, preocupados por hacer ver sus ideas, las ilustrarán con cantidad de dibujos: hombres con ojos de búho, búhos con ojos de hombre, hombres con rasgos de camello, de loro, especies fundidas en seres sabiamente híbridos. Después de un rato observando los dibujos de Le Brun, los de Lavater, o esos otros anteriores de Rubens, en los que la belleza del rostro de una mujer parece deducirse de la belleza bestial de la cara del caballo, y eso ojo a ojo, diente a diente, belfo a labio, volvemos al mundo por las fabulosas puertas de una sorpresa inagotable. La artificiosa máscara de la humanidad cae hecha añicos reptiles, añicos mamíferos, añicos soberbiamente insectos. Esa especie neutra de los primates, sosa, no marcada, como el género masculino en algunas lenguas, el utilizado para los seres que más se nombran, se ve poseída por mil gestos de un allende capaz de hacer que recuperemos nuestra curiosidad por los bípedos familiares.

Más allá de la inevitable atención al parecido del hombre con el mono Lavater quiso mostrar, dibujando los pasos de la diferencia morfológica, fotograma a fotograma, el movimiento analógico que une la cara del hombre con la de la rana. En veinticuatro estadios de transformación casi imperceptible nos lleva desde el ideal griego de la belleza, representado por el busto de una estatua de Apolo, hasta la rana, «imagen abotargada de la naturaleza más innoble y bestial»[4], ese habitante de las confusas charcas, vomitado como espíritu infernal por la Bestia del Apocalipsis  en el Beato de Liébana. En esos veinticuatro pasos cruzamos los dos extremos de una cultura, ligando así atracción y repulsión con una visible cadena en la que brutalidad, bondad, imbecilidad e inteligencia enlazan sus grados en la desmesura de un origen común, pues el empeño de Lavater era demostrar la unidad subyacente a la diversidad del mundo zoológico.

Ahondando más en ese empeño aquella época curiosa señaló la semejanza que existe entre los esqueletos del hombre, del perro, del águila y del pingüino. Ese misterioso parentesco del hombre con el resto de los súbditos del reino animal puede comprobarlo cualquier niño abriendo su libro de Ciencias Naturales por la página en la que se ilustra con dibujos o fotografías la evolución de los embriones de la vaca, el cerdo, el conejo y el hombre. Durante las primeras semanas de gestación no se aprecian características en las que se pueda fundar una diferencia. Esto hace que en Medicina se considere superada la etapa embrionaria precisamente cuando se distingue con claridad lo que será el futuro cuerpo del hombre. La similitud ósea y embrionaria que observan los científicos es la base empírica de la idea renacentista a la que obedece la obra de Arcimboldo. Representa el pintor italiano la correspondencia entre el microcosmos (el hombre) con el macrocosmos (la naturaleza toda). De ese modo el hombre participa  de todas las plantas y de todos los animales. El ideal es un equilibrio en la composición, la armonía de identidad y enajenación, lo que hace que el ojo sea una cereza sin dejar de ser ojo; y la cereza, un ojo sin dejar de ser cereza.

Sin embargo, la imperfección existe. Gracias a ella descubrimos esa composición y podemos sentirnos sabias imágenes dobles. Todo parece indicar que la conciencia de esa participación absoluta de la naturaleza en nuestro ser sólo podemos adquirirla a costa de realzar las renqueras pronunciadas por la Fisiognomía[5], pues una vez más el bosque no dejaría ver los árboles, en cambio los árboles, cada árbol en su peculiaridad, representa el bosque, es el bosque, desencadena su conciencia, lo nombra, como cada hoja, en sus nervaduras, representa el árbol del que forma parte. El todo es el vértigo, la ofuscación, la invisibilidad, la no presencia de lo indistinto. Sólo a través de los individuos, prisma perfecto, se despliega la variedad secretamente inscrita en la palidez primigenia. En la muerte, nuestra experiencia de la totalidad, desaparecemos arrastrados por una ambición  sin límite. Nuestro cuerpo está entonces definitivamente harto de nosotros, y a cualquier precio, al precio de la identidad, escapa en busca de lo que sea. Toda morfología fantástica, incluso la más osada, la que nos ensambla con nuestros propios utensilios —véase El Bosco o el propio Arcimboldo—, es divertida porque con ella respiramos, nos aliviamos, desde la holgada atalaya de sólo dos o tres especies, minerales, vegetales o animales, de llevar el peso de la totalidad, el peso de la muerte al fin y al cabo.

Dentro de esa tensión que se rompe en la muerte y cuyo momento de máxima laxitud lo encontramos en la resignación de hombres meramente civilizados, el monstruo es conciencia y alegría, reposo y refuerzo de la atención. Con él encontramos esa ambición de que nada escape a nuestro ser, ni siquiera nuestras obras. Siendo híbridos del arpa, del reloj y de la flecha somos tanto sus creadores como sus esclavos. Sólo que de vez en cuando nos da una rabieta de pureza y humildad. Queremos reducir el hombre al hombre, de ahí nuestra máxima aspiración, la más natural que hayamos tenido nunca: conquistar la propia naturaleza, libres y cómodos señores de un mundo obediente, regidos por una voluntad perpetuamente ajena a la muerte. Gracias a esa tensión hacia la pureza alcanzamos un nuevo grado de conocimiento. El exceso de civilización desencadena en el hombre la conciencia de que «no puede vivir solo con su imagen, con su propia compañía»[6]. Siendo él, sólo él, no es nadie, está vacío. Esa es su condición, o todo o nada, o microcosmos o darse de bruces con su no naturaleza, la revelada por Kaspar Hauser al salir de su larga reclusión, la del niño de Aveyron comiendo yerba y subiéndose a los árboles, la de los niños-oso de Lituania, la de las niñas-tigre de la India, la de todos esos seres humanos crecidos en el  aislamiento. En ausencia de una naturaleza innata se adquiere la del silencio, la del oso, la del tigre. «La ausencia de determinaciones particulares viene a equivaler a la presencia de posibilidades infinitas», presencias que el hombre encuentra en el animal, su «posible ilimitado»[7]. Así, en buena lógica, la fórmula disyuntiva que nos sitúa en el centro del dilema hacia el que gritan las multitudes polimorfas y absorbe el vértigo de la nada, ha de ser convertida, máxima y única posible ambición, en esta otra fórmula copulativa, todo y nada.

Pero esa fórmula contradictoria no se corresponde en toda su amplitud con la perfilada determinación de la naturaleza. De ahí todas las antinaturalezas subsidiarias. Se buscan en los extremos del tiempo y del espacio, en el verdadero patrimonio de nuestra percepción, seres ajenos a cualquier plan divino, supervivientes de un orden inactual, anterior a la civilización que los ha vencido y los añora. Tiempos en los que infinidad de miembros vagaban entre agua y tinieblas, buscando un cuerpo al que acoplarse: pezuñas, colas, cabezas de perro, cuernos de cabra, ojos de hombre y de mujer, reptiles de todas clases intercambiando sus partes con  ansia irreverente en el juego sin normas de la indeterminación. Espacios confusos, acuáticos, reinos de larva y latencias manifiestas, obedientes al movimiento del ahora. El desierto por donde reptan las lamias, donde ejerce su terror el basilisco; el océano, con sus monjes de mar, las sirenas, los peces-isla; o esos lugares remotos donde pelean los hombres-grulla y los grifos guardan tesoros de irresistibles piedras preciosas, son lugares que exigen una adaptación, una deformación o un hibridismo obligados por la supervivencia. Los esciápodos, habitantes de una Etiopía fantástica, con su único pie desmesurado, cuya enormidad viene impuesta por el clima y la falta total de árboles, se defienden del sol tumbados en los márgenes de los mapas medievales. Ese mismo sol hace que algunos niños de la India nazcan con el pelo gris, poco a poco ennegrecido por el paso del tiempo. Los antípodas, antes de ser esos habitantes de la Tierra que viven en las regiones señaladas por la punta opuesta al extremo de nuestro diámetro, eran, literalmente, seres con las manos y los pies invertidos. Tenemos también el prurito de ubicuidad atestiguado por las sirenas voladoras, por las múltiples razas de hombres-pájaro, por los ictiófagos con los que se cruzó Alejandro en su batiscafo, que viven en las simas marinas y se alimentan de peces abisales. Todos  ellos escaparon al diluvio y al arca de Noé, al desastre y a la salvación. No son individuos, como la mayoría de los monstruos griegos, sino razas que se perpetúan en los confines del mundo conocido. A la selección natural impuesta por Dios contestan con su existencia ultramarina, con su medio humanidad, con la imposibilidad vencida.

Estas razas nos hermanan con el exceso misteriosamente celado en objetos preñados de un simbolismo natural. La concha, ese coágulo de mar, será el recipiente elegido por la mayoría de los monstruos para su nacimiento ermitaño. En las líneas de la vieira están la primera y la última ola, Venus y el más profundo pez abisal. Al situar al monstruo en ese símbolo de toda la creación el hombre trata de legitimar su realidad. Es esa misma intención la que mueve a Aristóteles a afirmar que «el monstruo es un fenómeno que va contra la generalidad de los casos, pero no contra la naturaleza considerada en su totalidad», integrándose así «en un orden natural superior al percibido por nosotros»[8]. Todo parece indicar que, lejos de librarnos de ellos achacándoles una fácil irrealidad, debemos situarlos en el psiquismo descubierto por Lupasco, en el que ubica las manifestaciones del arte abstracto, que «no es ni una interioridad subjetiva ni una exterioridad objetiva»[9], a medio camino entre la potencialidad y la actualidad, formados por la tercera materia cuya raíz se hunde en el sistema nervioso. Se trata de una realidad que acoge simultáneamente tal cantidad de posibles que sólo queda excluida la contradicción. Y ello porque ahí la dualidad que rige el sistema físico y el sistema biológico no pueden actuar.

Cómo volver a dar el salto, cómo reingresar en ese mundo que exige toda nuestra atención, donde cara a cara miramos a la muerte, tan cerca de ella como los animales. Cómo llegar a ese locus horribillis que cerca con sus chapoteos el locus amoenus al que tiende toda civilización. Cómo acceder, retroceder, a ese alter orbis, cómo desnudar lo imposible hasta la probabilidad, hasta la suerte, para luego agotarla y dejarse agotar por ella. Una pista, humana y simbólica: «La navegación libra al hombre a la incertidumbre de su suerte; cada uno queda entregado a su propio destino, pues cada viaje es, potencialmente, el último». Estas palabras de Foucault, de su Historia de la locura en la época clásica, nos guían hacia elemento más desnudo de toda la naturaleza, el pasible por excelencia, objeto de las lenguas del fuego, de los embates del aire, de la firmeza de la tierra, el más expuesto. La grandiosa debilidad del agua no sólo acompaña, mantiene, acoge a casi todos los monstruos de la historia, desde los que surgen del caos de los presocráticos hasta la gran parada de Freaks, la película de Tod Browning en la que vemos, bajo una lluvia implacable, los cuerpos inacabados arrastrarse por el fango hacia la venganza de los acabados que no saben convivir con lo insólito. El agua es también el camino hacia ellos, como nos muestran los mapamundis medievales y los viajes paradigmáticos de Simbad el Marino. Este navegante empedernido sentirá una y otra vez la necesidad acuciante de ir a perder el rumbo en el último de los océanos. Un jardín, una gran fiesta, lujo y placeres son incapaces de retenerle entre sus muros. Siempre hay una nave de los locos esperándole en el puerto, pronta a zarpar hacia el confín de la pesadilla. Al otro lado la vida es un renovado regalo y una conquista. Los barcos son su segunda, tercera, cuarta madre; todo el mar la placenta que sostiene su deseo. Los peces-isla, el pájaro Roj, el gigante caníbal de ojos rojos, son los espejos en los que se templa su presencia irrevocable.

En el espacio siempre móvil de la sed, a lomos de una infinita curiosidad, sobre el resto inmenso de lo que no somos, con Simbad apelamos a nuestra vocación de náufragos. Una vez arreglado el jardín, tras mil años de agradable cultivo, de muertes apacibles, nos asomamos por el acantilado a nuestro suicidio. Entonces descubrimos que el sol podría tener otro color, que el mar podría ser rojo, podríamos tener pinzas en lugar de manos y una buena trompa en mitad de la cara. Nos entra la nostalgia, la horrible sensación de ser para siempre nosotros mismos. Los ojos se llenan de sal, nos sudan las manos, mil pitidos zumban en los oídos. Una inmensa confianza en los sentidos se apodera de nosotros. Queremos, podríamos, será. Convertimos el atolladero de nuestro deseo en un astillero. Pronto tendremos el gran vehículo que nos hará frutos inmemoriales del olvido. Talamos cerezos. Quemamos las raíces para el alabeo de la madera. Calafateamos con la resina. Manos a la obra cantamos el bramido , la ternura, el silencio de ultramar. Nuestros vecinos, al ver que no nos atenemos a razones, bautizan nuestro barco con un bonito nombre: stultifera navis, la llaman. Nosotros, con el corazón ya en el otro lado, los abrazamos como sólo un pulpo podría hacerlo, con nuestros brazos y con los brazos de los que nos esperan en la orilla de la impaciencia.


[1] Larrea, Juan, Versión celeste, Madrid, Cátedra, 1989, p. 142

[2] Lecouteux , Claude, Les monstres dans la pensée médievale européenne, París, Press de l’Université Paris-Sorbonne, 1993, pp. 62-63

[3] Lecouteux , Claude, op. cit., p. 33

[4] Palabras de Lavater recogidas en Baltrušaitis, Jurgis, Aberrations. Essai sur la légende des formes, París, Flammarion, 1983, p. 44

[5] La Fisiognomía aplicada se reduciría a buscar de qué animal cojeamos cada uno de nosotros.

[6] Cazaux, Yves, “L’animal fabuleux”, Corps écrit,6, Presses Universitaires de France, 1983, pp. 21-32, p. 26

[7] Malson, Lucien e Itard, Jean, Los niños selváticos, Madrid, Alianza Editorial, 1973, p. 13

[8] Kappler, Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media, Madrid, Akal, 1963, p. 235

[9] Lupasco, Stéphane, Nuevos aspectos del arte y de la ciencia, Madrid, Guadarrama, 1968, p. 65