Estos textos fueron escritos para la revista on-line Ubicarte. Era Eugenio Castro quien se encargaba de elegir un tema y pedirnos a los colaboradores que escribiésemos sobre él. Años más tarde estas colaboraciones fueron publicadas en el libro Lo que duerme. Presentimientos sobre lo imaginario. En ella participaron también Ignacio Castro, Carlos Trujillano, José Manuel Rojo y Lourdes Martínez entre otros.
- Medio: Ubicarte (revista on-line hoy desactivada)
- 2004-2005
- Libro: Lo que duerme. Presentimientos sobre lo imaginario, De la parte del monstruo. pp. 115-124
- Editorial: Diputación de Pontevedra, 2007
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BOMARZO
El famoso parque de los monstruos de Bomarzo es para el visitante de hoy una extravagancia de otra época, un jardín lleno de esculturas revestidas por el siempre enigmático paso del tiempo y el empuje de una naturaleza boscosa. A esa labor lenta, potente y minuciosa sobre las rocas, que durante siglos han permanecido bajo el dominio de la intemperie, se añade el hecho de que la mayoría de las figuras esculpidas representan personajes y animales sacados de la mitología y de la literatura caballeresca renacentista, monstruos por desmesura o hibridismo, fragmentos de trágicos relatos, de vidas destrozadas por la historia, por la imaginación, o simplemente por el silencio.
Ante un conjunto semejante, ideado en pleno siglo XVI, es lógico preguntarse por el significado que en aquella época, el autor, el señor de Bomarzo y sus invitados, los que tuvieron el placer de contemplarlo, le daban a semejante bosque sagrado, nombre con el que fue conocido originalmente. Este significado del conjunto, unitario, no impide a nuestros ojos la visión inquietante que se mantiene a lo largo del recorrido, ante cada una de la piezas.
No se trata de un jardín típico del Renacimiento, proporcionado, llano, con espacio para la perspectiva. La mesura está perdida entre los tamaños de las figuras y los frondosos recovecos que las albergan, ante la imponente individualidad y dramatismo de las partes. Ya el enclave elegido, de un relieve bastante pronunciado, busca un contraste de alturas y huye de un fácil sometimiento de la naturaleza al poder del hombre. Todas las esculturas se encuentran esculpidas directamente en la roca original, clavadas, inamovibles para siempre, sobre un rudo pedestal hundido en el confín macizo de la tierra. Sobre esta profunda raíz se levantan movimientos de fuga, desdén, pánico, pasiones que se apoderan de la piedra y le otorgan su movimiento.
El hombre al que podemos considerar como autor del jardín, Pier Francesco Orsini, conocido como Vicino Orsini, era alguien impregnado de la cultura de la época, un momento en el que el Manierismo dominaba la conciencia estética de los escritores y los artistas italianos. Una mayor propensión al realismo hace que el equilibrio de las formas se rompa en aras de la expresión y del movimiento. No encontramos sólo bocas abiertas expresando ira o cualquier otro sentimiento en muchas de las esculturas de este recóndito paraje del norte del Lacio, basta con asomarse a las obras maestras de la época. Se mantiene la filosofía del Renacimiento, pero sirviéndose de otros elementos, demostrándolo con un mayor riesgo, concediendo un poder más visible a lo que ha de ser sometido, una naturaleza que permanentemente renueva su desafío, digno contrincante y magnifico aliado.
Orsini coleccionaba huesos de gigantes, tenía animales raros en su jardín y recibía con agradecimiento cualquier curiosidad botánica llegada de las Indias, como otros muchos personajes de la época, incluidos los reyes, coleccionistas todos de sus cámaras de maravillas. Prefería cuidar, completar su jardín, a soportar las humanas inclemencias de la corte de Roma. Pasaba su tiempo leyendo libros igualmente raros, de alquimia, de filosofía y de medicina esotérica, pedidos con insistencia en sus cartas a los amigos de la ciudad. Asistía a los fastuosos montajes teatrales de la época, que tanto influyeron en las figuras de su jardín. Como poeta también tuvo una carrera de la que sólo conservamos las memorables inscripciones de las esculturas.
Debemos a la muerte de Julia Farnesio, mujer de Orsini, la creación del parque. Perdida cuando el señor de Bomarzo estaba terminando una carrera militar y diplomática que lo había mantenido lejos de su tierra, es muy probable que fuese ella, en ausencia de su marido, la que iniciase el proyecto del jardín con la construcción de una casa inclinada, con el escudo de los Orsini, la única quizás de toda Italia, de las muchas que podemos hoy contemplar, en Pisa, en Ravena, en Bolonia, proyectada así como signo de inseguridad, arquitectura de la duda, demostrando un equilibrio precario, como sacudida por un terremoto, con la que trataba de conjurar y recordar los males que pendían sobre el marido en guerra. Más adelante será su memoria y la soledad del marido lo que propiciará el empeño de una obra que ya en su época se comparaba con el coloso de Rodas y con las pirámides de Egipto, y que fue considerada por muchos visitantes como la octava maravilla.
Cuando años más tarde el jardín estaba mediado, Orisni dedicó otro elemento escultórico a perpetuar la memoria de su hijo, perdido en Lepanto. Y lo hará́ mandando tallar un elefante a tamaño natural, con una torre de guerra en lo alto del lomo. Para ello se servirá de canteros turcos apresados precisamente en la batalla donde había perdido a su hijo. El animal tiene agarrado con su trompa a un guerrero romano. El motivo se había heredado del arte de la Roma clásica. Con el animal exótico y poderoso se representaban las hordas venidas de Asia y de África, peligrosas para el imperio. Ahora, en el siglo XVI, nos hablaban del peligro turco.

Un recorrido como el de Bomarzo, tan rigurosamente imaginativo, sólo lo encontramos en libros de la época, como el que aparece en el Sueño de Polifilo de Francesco Colonna, pariente de Orsini, donde el protagonista, Polifilo, viudo también, hace un recorrido literario idéntico al aquí representado. En todo el jardín reina la desmesura propia de un tópico literario que es el del bosque encantado. Es ahí donde se prueba el valor del caballero, que debe enfrentarse a una serie de pruebas frente a monstruos y encantamientos que estén a la altura de su valentía. Existen tanto figuras amenazantes como figuras seductoras. De ambas ha de huir el caballero. Al final tendrá su justa recompensa, la recuperación de la amada, resucitada en el Sueño de Colonna, simbolizada aquí por el templete de clásica planta y armónicas proporciones, construido en lo más alto del parque, mausoleo de una presencia perdida. Es el templo de la virtud, de la fama, de la gloria, de la victoria, alcanzadas por aquellos que han sido escoltados muy de cerca por las teorías de monstruos custodios. Lo informe aquí protege la forma, hay que atravesarlo para acceder al otro lado del desastre, donde el destino permanece atado como un perro, solo, sin nadie a quien morder, aullando en el silencio imperfecto de las noches.
Pero antes de llegar al final, a la meta feliz, nos cruzaremos con Plutón, dios de los infiernos, con su gran barba blanca y su cornucopia. Una especie de monstruo marino, con la boca abierta, acompaña al dios de las profundidades en una fuente en la que manan los ríos Cocito y Aqueronte, afluentes de la laguna Estigia. Alrededor, además, encontramos una serie de monumentales urnas funerarias. Muy próxima está la fuente de Proserpina, raptada precisamente por Plutón para paliar su profunda soledad. Y no falta el can Cerbero, guardián de los infiernos. Alrededor de la fuente del rey del jardín, del majestuoso dios de los muertos, nos encontramos a los heráldicos osos de los Orsini, que figuran en el escudo de la ilustre familia. Si hacemos caso a Mújica Lainez en su famosa novela sobre el autor del jardín, los osos tendrían un significado especial para él, como presencias sutiles, protectoras e inquietantes de la estirpe de los Orsini. De hecho, en todo el parque encontramos elementos heráldicos pertenecientes a los blasones de los Orsini y de todas las familias con las que estos tenían relación o parentesco: la sirena bífida de los Colonna, el pegaso de los Farnesio, la tortuga de los Medici. Todo un bestiario de la aristocracia italiana que culmina al final de la visita con un mascarón coronado por el globo heráldico de los Orsini. Monstruos todos ellos, escapados de sus escudos y de la muerte, animales de la sangre que pueblan el Sacro Bosque.
Todo el parque está sacudido por la presencia de la muerte y de la destrucción. Falsas ruinas, frutos esparcidos del terremoto y del tiempo, como el tímpano de la tumba etrusca, columnas derrumbadas entre la vegetación, restos de un templo que nunca fue erigido; casas inclinadas donde uno, al entrar, pierde la sensación de realidad y entra en posesión del vértigo, oscuros Leviatanes de boca inmensamente abierta, al acecho, caballos alados que hacen sacudir la tierra con sus poderosos cascos.
Por el camino nos encontraremos también figuras seductoras, como la misteriosa mujer tumbada, sus pechos descubiertos, inclinando la cabeza en actitud oferente, junto a un perro que parece ser el emblema de la lascivia. Venus, bajo cuya tutela están todos los jardines, tiene un lugar preeminente aquí́. A ella está dedicado un teatro y una fuente de piedra en forma de barco que nos recuerda el viaje a Citerea, su isla, la isla del amor. Próximo a este conjunto hay un ninfeo repleto de hornacinas y de bajorrelieves en los que danzan las tres Gracias. El amor eterno, el amor que brota una y otra vez en el seno de la naturaleza, está representado también por los arboles, por las fuentes, por las rocas, que un día fueron doncellas enamoradas y hoy tienen la piel áspera y rugosa de los viejos árboles.
Vayamos al principio. La entrada está custodiada por dos esfinges. Nada mejor que un león con rostro de mujer para recibirnos en el Sacro Bosco; por un lado es un jardín hospitalario, que nos acoge para deslumbrarnos con sus maravillas, pero por otro lado exige de nosotros un estado de alerta, un exceso de atención. Son las esfinges las que guardan las puertas y lanzan preguntas que seleccionan a los visitantes gratos a los lugares, los visitantes que demuestran su capacidad para afrontar los enigmas, aquello que pertenece sólo al sitio al que vamos a entrar, su secreto. Estos animales de lo imposible preguntan por nuestra condición desde un afuera absoluto, preguntan desde lo monstruoso por el hombre, le hacen comprender que el enigma está también en él, que dentro de su normalidad todavía puede seguir haciéndose preguntas, que él también es un animal raro. “Tú que vas a pasar, enarca las cejas y aprieta los labios”, nos dicen con sus palabras arañadas en la roca, palabras que el tiempo sigue intentando borrar, cicatrizando el silencio original de la roca.
Los monstruos nos invitan al estupor, a mantener allá dentro un silencio de admiración. Y esgrimen también su pregunta, propia de un pensamiento manierista, refinado, rebuscado: “¿Las maravillas que a continuación vas a ver, están hechas por arte o por engaño?”. Hay que elegir entre dos sinónimos, dos palabras cuyos significados no son idénticos pero confluyen. Este dilema es sobre todo una invitación a afinar la percepción y el entendimiento. La palabra arte se relacionaba con la magia, el engaño con el hechizo, con el encantamiento. Las dos aparecían frecuentemente en los libros de caballería, que tanta influencia tendrán en los motivos del jardín.
En el principio del recorrido, bajando unas escaleras, nos encontramos con el protagonista del Orlando furioso de Ariosto. Presa de la ira, el príncipe de Anglante es sorprendido en el momento en el que se encuentra descuartizando a un pobre habitante de los bosques. Su enorme tamaño es proporcionado a la rabia con la que hace pedazos al ingenuo que ha impedido el paso a un desesperado por amor. Este conjunto escultórico es un ejemplo ex contrario de aquellas conductas en las que el hombre, según la filosofía de Séneca, estudiada y seguida por Orsini, no ha de caer, aunque se haya perdido al ser más querido, aunque uno esté loco y presa de furiosa desolación.
Debajo, en una plazoleta situada en el punto más bajo del jardín, junto a un riachuelo, una tortuga gigante, todavía más lenta por su desproporcionado tamaño, se arrastra fatigada hacia la montaña, con la boca abierta, como el pastorzuelo descuartizado más arriba. Sobre ella se yergue la figura de la fama, alada, tocando dos trompetas, la de la infamia y la de la gloria, instrumentos hoy despedazados, vueltos a lo amorfo del suelo. Era esta una imagen alegórica y paradójica, en la que se produce un contraste entre la velocidad de la fama de rápido vuelo y la enorme tortuga. Junto a ellas la orca de fauces abiertas, dirigidas hacia la extraña pareja, peligrosa, mortal. La fama en este contexto sería la representación de una especie de inmortalidad, una memoria de lento progreso, que permanece en el mundo con el paso y la edad de las tortugas, una memoria que hay que venir a ver, que nos espera quieta, en su lugar.

De modo emblemático, indirecto, Orsini, aunque parezca intencionadamente todo lo contrario, trataba de representar en muchos lugares del jardín una filosofía del “Medium tenuere beati”, una búsqueda de moderación, de la felicidad en el exceso. Antes de llegar al jardín, desde el palacio de los Orsini, construido sobre la peña de Bomarzo, el visitante contemplaba de lejos el conjunto, utilizando quizás algún instrumento de aumento óptico recién inventado. En una terraza, dispuesta como una especie de vestíbulo belvedere filosófico, los invitados del señor de Bomarzo leían una serie de máximas filosóficas latinas grabadas en las paredes. Primero una máxima cortés con la que se recibía a los visitantes ilustres que el parque iba a recibir, un halago para los invitados, entre los que se encontraban Alejandro Farnesio, el Papa, responsable quizás de la precipitada castración de alguno de los personajes, o Torquato Tasso, cuyo deleite en lo horrible está presente en esta precursora estética de lo sublime. “Non viri locis sed loci viris honestantur”, es decir, no son los lugares los que proporcionan el honor a los hombres sino los hombres que visitan esos lugares los que los honran con su presencia. También se tenía allá en lo alto un primer contacto con el dilema y la paradoja. Dos verdades, frente a frente, opuestas: “Sapiens dominabitur astris”, el sabio dominará sobre los astros, y “Fato prudentia minor”, la prudencia puede menos que los hechos. Bajo las dos la siguiente pregunta: “quid ergo”, ¿entonces qué?
Así se preparaba la vista al Sacro Bosco, anticipando algunos temas morales que aparecerán luego en las esculturas. «Vince te ipsum», véncete a ti mismo, disponía al huésped para afrontar la escultura de Orlando despedazando a un pastor. Dirige gressus meos Domine, dirige mis pasos, señor, convierte el bosque en un microcosmos, imagen del mundo brutal y caótico en el que transcurren nuestras vidas, generalmente descarriadas de la justa senda.
Abajo el jardín sigue estableciendo ese diálogo con el paseante, en una especie de monólogo arrogante e irónico sobre sí mismo. Nos encontramos con llamadas al temor que inspiran los monstruos y los animales allí representados: “Venid aquí donde están los rostros horrendos, elefantes, leones, osos, orcas y dragones”. Pero también hay espacio para la ironía. Fijémonos en la inscripción grabada en los labios de la máscara enorme de la boca abierta, acceso airado al infierno, en cuyo interior una mesa y unos asientos de piedra nos ofrecen refugio. Esta figura, utilizada en la decoración de algunas chimeneas solariegas de entonces y portada hoy de muchas de las publicaciones sobre el jardín, tiene sobre los labios la siguiente frase: “Ogni pensiero vola”, todo pensamiento vuela, repintada en rojo.
La furia abre la boca para que nosotros, sutiles pensamientos, podamos acceder al interior de su cabeza e instalarnos allí como parásitos apacibles, para sentirnos gráciles y pasajeros, a punto de vuelo, mientras merendamos. El estudioso Mauricio Calvesi corrige la frase, basándose en un dibujo de finales del siglo XVI, y la completa del siguiente modo: “Lasciate ogni pensiero, voi ch’entrate”, dejad todo pensamiento, -todo pesar, habría que decir, para que la connotación fuese más ajustada al sentido que se le solía dar en la literatura de la época- vosotros que entráis, una cita de los primeros versos del Inferno de Dante en la que se ha sustituido esperanza por pensamiento. Si queremos creer en la ironía de Orsini, nos dice Calvesi, habría que considerar el pensamiento como algo grave, y recordar que en la literatura de la época el pensamiento siempre iba acompañado de la palabra triste.
El monstruo, como vemos, puede ser también motivo de risa y regocijo, no sólo de espanto. El Renacimiento convive con él en los grutescos manieristas. Al incorporarlos en la decoración pierden su poder de espanto, en cierto modo se aburguesan, pasan a formar parte del hogar, como en las chimeneas, no provienen de un lugar sagrado y extraño. En Bomarzo participan también de lo terrible, de lo inquietante. Por mucho que los encargados de la explotación se empeñen en hacer del recinto una especie de circo con fieras de piedra hay algo que resiste a una visión simplemente placentera y fácilmente burlona. Quizás sean las raíces, que se retuercen como miembros de lenta pero imparable vivacidad, rozando peligrosamente las sienes de los gigantes, quizás sea el musgo seco que cubre la rugosa piel de las figuras, quizás sea el fondo mítico de las esculturas, que las hunde en el principio de los tiempos, o el contraste de luz y sombras bajo el palio vegetal del bosque.
La naturaleza indomestica las tallas, y esa voluntad de crear un mundo expuesto, ofrecido a las inclemencias, parece estar en el origen del parque. El papel del hombre consiste en hacer esta ofrenda de cuerpos a la lluvia, a la luz, al calor, que empezaron lamiendo una primera capa de pintura en tonos vivos, primarios, en los que predominaba el rojo. En todo el parque hay como un pulso, un combate de una gran dignidad entre arte y naturaleza, entre imaginación y realidad. La lucha se mantiene, se perpetua, como la del dragón y el león, una de las imágenes más poderosas. Al final la victoria queda reservada a lo elemental. Evidentemente es el dragón, lo imprevisible, el vencedor. Del mismo modo el cincel y el martillo han vencido las rocas del lugar, el elemento más fuerte, que más oposición ofrece a los planes del hombre, les han dado forma, pero su victoria no ha sido deshonrosa, pues en su nueva forma integran la vieja dureza de la materia, las rocas, el lugar, que sin labrar, en su emergencia de la tierra forman los pedestales. El dragón, como cuenta la leyenda, ingiriendo al león adquiere sus virtudes, se hace más noble.
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Además, a esta hora, en los restos-de-montaña, restos-de-colina, dibujados claramente en el inmenso horizonte, todos ellos sin excepción sin árboles, en los restos-de-roca que sobresalían de la tierra, gastada y barrida por las aguas en los millones de años, se veía con especial claridad, como casi nunca se ve, hasta qué punto este país era viejo. Y precisamente a este país de aquí parecía dársele la fuerza de rejuvenecer (1). Peter Handke
El lugar no respira sin el tiempo, un tiempo elástico, que comprende todos los tiempos (“a esta hora”, “los millones de años”, “casi nunca”). Sin posible semejanza, se encuentra dominado por aquel orden fulminante de Artaud. Al ser su sentido único sólo las paradojas dan cuenta de su carácter inimitable. Sus formas de nombre propio, inclasificables, están reñidas con cualquier atisbo de definición. Rasgos fortuitos, frutos de un entorno variable, esconden su historia en su propia forma y nos retan a hacer uso de un solo recurso mental, la descripción. “Vosotros nunca habéis hecho más que interpretar y cambiar el mundo: pero lo importante es describirlo” (2).
Pero las palabras no olvidan que el corazón de un paisaje es su ausencia de palabras. La fuerza de su deslumbramiento está fundada en esa relación inmediata en la que el mundo no tiene todavía, o ya, un significado convencional. Las ventajas del desierto, del bosque, de la ruina son, en este sentido, evidentes; del mismo modo su debilidad, su sed de simbolismo, propiciada por la desnudez o el exceso, hace las delicias de cualquier aficionado a entablar una relación sublime con las palabras, interpretando el mundo, intentando cambiarlo.
Gran parte de la pintura y de la poesía chinas y japonesas se esfuerzan por llegar a una representación del mundo en su instante, un mundo que no deja nunca de pasar. Lo mismo podríamos decir de algunos retratos de Kokoschka, de Auerbach o de Giacometti, donde los rostros y los cuerpos muestran el relieve de una accidentada geografía del alma. También la pintura clásica recoge, detrás o junto a los grandes motivos religiosos o clásicos, el propósito de pintar rocas o árboles sin parangón. Gracias a Brueghel los pájaros se convierten en cuervos, los cuervos en este cuervo de aquí, simples manchas negras, imborrables sobre la nieve, relámpagos de eternidad.
Hablando en la jerga semiótica diríamos que hay un signo ahí fuera cuyo único referente es él mismo. Al margen de cualquier propósito en relación con nuestra percepción, ante la que no pretende ni puede ofrecer ninguna imagen, se sitúa en un máximo de sinceridad que no puede dejar de ser real. Su verdad es temporal, no pertenece a ningún otro momento; a él, en cambio, le pertenecen todos los tiempos. Habla de una existencia anclada aquí, de un lapso que emana hacia el pasado y hacia el futuro, llenando de tiempo el tiempo.
La descripción pasaría por escuchar ese silencio de indiferencia que salvaguarda la veracidad de un instante al que pertenecemos como un objeto más, tocados por el dudoso acierto de estar vivos. Cada uno de los elementos que componemos este precioso momento formamos un desafío irresistible de fraternidad, una comunidad fundada en el accidente, tanto más estrecha cuanto más accidentada.
En los espacios urbanos las clases, las definiciones son las que deben enhebrar el tiempo en una trama común. El reto de la fraternidad no puede pasar por un sentido único. Ese significado salvaje que encontramos en el paisaje no puede dar forma, sin acabar con ella, a una ciudad. Un espacio de signos claros el tardocapitalismo lo reduce a la misión de guiar conductas y movimientos (señalética) de individuos unidos por una mediación únicamente directriz. Lo demás es la selva.
El espacio del paisaje está dominado por un sentido extraño en cada una de sus partes, vinculado a un conocimiento esotérico (individual, único), separado del laberíntico diálogo con los demás. El espacio urbano sólo puede estar fundado por un sentido común, exotérico, y para ello ha de ser un espacio público, algo que lamentablemente desaparece a buen ritmo de las ciudades, impedido por el dominio casi absoluto del tráfico y de la publicidad.
Movimientos como los RLC (Recuperar las calles), al ocupar las principales vías de las ciudades devuelven a los peatones la capacidad de relacionarse, convierten momentáneamente las reliquias del lugar público en una fiesta callejera de reivindicación, aunque parece demasiado fácil: una libertaria complicidad de muchos decibelios en la que no parecen tener lugar los extraños.
En un espacio urbano el sentido de pertenencia se adquiere principalmente en los mercados callejeros, donde incluso dar la espalda es una manera de dar la cara. La gente vende en ellos todavía con el cuerpo, con la voz, con los olores, con los ojos, con los dedos. En ellos el viento balancea los espejos, ofreciendo la impresión de estar a la deriva. Son refugios de realidad, de precariedad: tenemos que fiarnos de nuestros sentidos porque, entre otras cosas, también nos pueden engañar. Nos hacen estar más vivos. Aunque está claro que la mayoría de las veces llegamos a ellos debilitados por otro tipo de comercio, y siempre tenemos la sensación de estar en desigualdad de condiciones, de no encontrarnos en nuestro elemento, que si no es ese, desde luego no es ninguno.
Pero la inexistencia de lugares urbanos, dominados por los objetos o por las clases, acarrea un problema de percepción relacionado con los espacios brutos, por no hablar de ese deseo tan extendido en nuestra civilización por convertir en museos, y así coleccionarlos, detenerlos en el tiempo, sacándolos del mundo, del movimiento, todos aquellos parajes que aún no han sido arrasados por la pala y por el cemento.
Cuando alguien, tratando de expresar la sensación de belleza que un espacio natural le produce, tilda el paisaje de realidad virtual, intentando de ese modo acentuar su entusiasmo ante el panorama, o cuando sencillamente, si la persona pertenece de una generación anterior, afirma estar ante un espectáculo alejado del mundo, fantástico, algo que le parece mentira, un escalofrío de rechazo recorre nuestra conciencia. Para nosotros es hermoso precisamente por todo lo contrario, y nos preguntamos si ese tipo de expresiones podrían ser consideradas como una manera de rechazo ante algo muy poco familiar, llevándolo a una especie de esfera ideal, como cuando decimos que algo condenable nos parece mentira. Quizás sólo así, considerado como algo falso, quede anulado su poder inquietante y permita ser integrado en una conciencia excesivamente escrupulosa. Puede que la belleza haya empezado a ser patrimonio casi exclusivo de la irrealidad y que sólo pueda ser explicada bajo el paradigma de lo no existente; puede que las tesis de Ortega sobre el “asco de la realidad” del arte de vanguardia señaladas en La deshumanización del arte se hayan extendido más allá del concentrado círculo de artistas por medio de una permanente campaña publicitaria concentrada en negar la realidad hasta en sus más espléndidas manifestaciones utilizando técnicas provenientes de movimientos artísticos de principios de siglo, cuyos creadores lo único que proponían era ampliar la percepción de la realidad.
¿Hay que fundar un movimiento para recuperar también los espacios naturales, devolviéndolos a la posibilidad de ser descritos sin pasar por la definición museográfica ni por la irrealidad virtual? No es este el lugar para pensarlo. Sólo se trata de señalar una manera de entender el paisaje, de enfrentarse a él.
Chris Maker, en su documental sobre Tarkovsky, compara los planos ligeramente contrapicados del cine norteamericano, principalmente el western, donde se realza la figura del héroe silueteado por el espacio -gran crepúsculo de libro de religión- , con los planos picados del director ruso, que mira desde el cielo hacia la tierra, encuadrando a los personajes en un paisaje de tierra, hierba y raíces, muchas veces restregados por el barro, correspondiendo a esa mirada cenital de las iglesias rusas, rematadas en el extremo superior de su cúpula por un icono que dirige sus ojos verticalmente hacia abajo.
Mirar hacia la tierra, encontrar belleza en el óxido, en las formaciones rocosas erosionadas, amar el tiempo y mirar el mundo cara a cara parecen consecuencias lógicas que se desprenden de una condición humana encantada con su lugar. “El hombre es un Dios en cuanto es hombre”3. Una mirada divina sobre el mundo da vida y recupera el sentido de nuestra percepción, permitiendo la existencia del genius loci: “¿Es porque una cosa nos ve, por lo que nosotros la vemos? En ese caso todo descubrimiento no sería más que un punto de unión de dos miradas. Ver, entonces sería, más que recibir, mucho más que recibir el objeto con los ojos, sería reconocer, en su deseo secreto, una llamada, y allegarse. La mirada como un allegamiento.”(4)
Los lugares se pueden desear con tanta intensidad como a una persona. Son espacios que uno recorre como un cuerpo amado, procurando despertar un eco, la voz de un silencio, de los pájaros, del viento en los árboles, en nuestras ropas, en la piel, en el vello erizado a veces por la emoción de un reencuentro tras meses de separación. Los aromas se suceden al adentrarse por ellos: el azufre a flor de tierra, el tomillo, el romero, el mar que responde siempre de modo diferente, las algas amontonadas, las flores amarillas sobre el suelo recién llovido, la madera húmeda, retándonos con su presente absoluto, siempre renovado. Las grandes imágenes que pueblan simultáneamente la memoria y el mundo: la espada del sol y de la luna, las curvas del perfil de las montañas, con árboles en movimiento y rocas quietas, las vaguadas llenas de una vegetación sorprendente, los acantilados donde los arcos se suceden y se desmoronan sin sufrir la mínima mella en el delirio de su equilibrio.
Hay lugares de adopción, en los que uno desearía haber nacido. Lugares que hemos elegido, lugares, queremos creer, que nos han elegido. Con ellos encontramos una intensa familiaridad, una complicidad en la que nos empeñamos en encontrar correspondencia. Como la protagonista de la novela de Handke Por la sierra de Gredos o La pérdida de la imagen. A fuerza de insistir en el conocimiento de un lugar termina por entablar una relación que no es en absoluto de confianza. El lugar le permite estar alerta, la despierta. Indagando en el misterio de una naturaleza que sorprende, donde lo insólito está continuamente a la vuelta del camino, a veces con una fatalidad muy peligrosa, consigue de alguna manera hallarse en ese lugar, encontrarse consigo en el giro de una absoluta extrañeza. Ese reconocimiento consiste en conseguir que un paisaje, mientras lo recorremos, nos piense, descubra, fuera de nosotros, un pensamiento propio.
En las cartas a Max Brod, Kafka habla de la recompensa del escritor por los servicios prestados al demonio por liberar los espíritus encadenados de la naturaleza. Por eso su función consiste en perseguir las formas que responden al silencio de una vieja nobleza, demostrar que sinestesia, metonimia, hipérbole, ironía son modos de manifestación de la propia realidad antes de ser modos de ser percibido el mundo, respetar, como Nerval, un espíritu en cada bestia, tras la corteza de la piedra, en el muro ciego, devolver la realidad a lo real para que el prodigio tenga un lugar y crezca por su cuenta. Las palabras devuelven la piedra a la piedra, la madera a la madera. Su fuerza es la del despertar. Mantienen un compromiso con el enigma sin solución que urgentemente debemos devolver a las cosas para que éstas vuelvan a representarse a sí mismas, para que vivan su afán no resuelto, para que no dejen de ser una forma que se busca.
La búsqueda del dios del lugar, su desencadenamiento, pasa por algunas preguntas que profundizan en el carácter ilusorio de lo inerte. ¿Hay un instinto de muerte, separado del resto, que nos lleva a observar con simpatía las piedras? La admiración por sus formas, la quietud cargada de inminencia, su analogía morfológica con todo lo animado, la atracción por su severidad, su desapego, su acierto siempre casual, ¿están basados, inspirados en una aberrante afinidad con lo inorgánico? Quizás sea útil responder a estas tribulaciones de ser vivo con la tenebrosa luz vertida por los razonamientos de Freud en “Más allá del principio del placer”.
Dado el carácter regresivo y repetitivo del instinto Freud no duda en negar que el fin de la vida sea un estado no alcanzado nunca anteriormente. Ese aparente objetivo vital, fruto del evolucionismo decimonónico, estaría en contradicción con una observación atenta de la naturaleza. Según el pensador vienés el instinto no es el impulsor de la modificación y la evolución, sino todo lo contrario, su fin será un estado antiguo, que lo animado abandonó y hacia lo que tiende con todas sus fuerzas: lo inanimado. El instinto nos devuelve así a ese punto de partida, pues lo inanimado, con un extraño poder de gravedad inscrito en los seres animados, succiona lo más profundo del deseo vital. Antes que cualquier otro instinto, el primero que despertó fue el de la vuelta a lo inanimado, y si la evolución siguió adelante fue por factores externos, no por la eclosión de un núcleo interno de los seres que los llevase más allá.
La aparente contradicción del instinto de conservación con la tendencia a lo inorgánico de los instintos la resuelve Freud afirmando que la función del instinto de conservación sería la de mantener alejadas las posibilidades no inmanentes del retorno a lo inorgánico. El organismo no quiere morir sino a su manera. A la luz de la teoría de Freud, la muerte voluntaria sería el triunfo del instinto, el cumplimiento de un retorno, alivio de una nostalgia que invade a todos los hombres, angustia sin nombre, sin un lugar definido, aliviada sólo al caminar sobre la tierra sintiendo que no estamos alejados de nuestro origen, que permanece duro, quebrado, bajo un destino sin rostro, dispuesto siempre a repetirse. En el suicidio no habría contradicción con ningún instinto, sino plenitud, culmen de su desarrollo, pues la total vida instintiva sirve para llevar al ser viviente hacia la muerte.
Faltaría comprobar cuál es genio —instinto— que anida en lo inorgánico, pues si en lo animado toda la tendencia se dirige hacia lo inanimado, en aparente contradicción con su ser, no sería extraño que lo inorgánico estuviese poseído por una inquietud dirigida desde lo más íntimo de su indolencia hacia el movimiento, hacia la erradicación, hacia la negación. Toda la morfología rocosa, en su movimiento, en su natural analogía con todo lo viviente, parece prefigurar lo que luego se convertirá en cuerpo, incluyendo en la semejanza venas que en la piedra son dendritas, polvo que en la tierra es piel, o todo tipo de contorsiones, como esos pliegues que se elevan cientos de metros verticalmente, y luego se dan sorprendentemente la vuelta, cambiando radicalmente de dirección, plegando el mundo en el encuentro consigo mismo.
Paco Carreño
(1) Peter HANDKE: La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos, Madrid, Alianza Editorial, 2003, p. 108
(2) Peter HANDKE: Historia del lápiz, Barcelona, Ediciones Península, 1991, p. 182
(3) Friedrich HÖLDERLIN: Hiperión o el eremita en Grecia, Madrid, Hiperión, 1998, p. 113
(4) Edmond JABÈS: Le livre des questions II, Gallimard, 1989, p. 297
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- Libro: Lo que duerme. Presentimientos sobre lo imaginario, El rostro. pp. 203-208
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Para una nueva nobleza
Qué es un rostro,
sin identidad,
sin nombre,
un rostro que es sólo un rostro por su semejanza
con un rostro.
Bernard Noël
Un rostro siempre es la aproximación a un rostro, imperfecta (no acabada) marca de identidad. La ciencia fisiognómica, reiniciada a finales del siglo XVIII, aunque su nacimiento data del siglo V a. de C., es sin duda la que más se ha fijado en el rostro, la que más lo «ha fijado». Reconocen los fisiognomistas en el rostro un perpetuum mobile, un teatro de movimiento cuya escena es cruzada infatigablemente por personajes innombrables, por animales desconocidos, habitantes de paisajes raros. En sus estudios sobre las cualidades morales del hombre congelaban primero los rasgos inefables y los relacionaban por analogía con los rasgos de los animales. Así, la nariz aguileña era signo de rapacidad, los labios carnosos de sensualidad… Se conseguía detener de algún modo el devenir para hacer posible el uso de un código que nos evitase lo imprevisible del ser humano, permitiendo algo semejante a la interpretación de la corriente de un río por sus obstáculos, por su cauce, dejando a un lado el agua, al margen del significado.
Casi toda la novela del siglo XIX está bajo la impronta de esta semejanza del hombre con la naturaleza. Balzac, y más adelante Galdós, son probablemente los que más han jugado con esa semejanza, como si el animal representase en el escenario del hombre papeles desviados que conducen a una verdad salvaje oculta en el centro de la civilización.
Cuervos, perros, gatos, toros, fundan enigmas psicológicos —de esa analogía con la naturaleza surge lo incognoscible— al tiempo que permiten aclararse en ese pozo sin fondo de la conducta humana, relacionando al hombre con una fabulosa constancia.
La humanidad se acerca a su parecido con los otros animales para evitar la complejidad y sutileza de las razones humanas, pero en esa tramposa simpleza se esconde un misterio bestial difícil de domesticar. Reducir el gallo a la audacia, el ciervo a la austeridad, la zorra al engaño y el cordero a la mansedumbre repercute directamente en la fuente de las abstracciones morales, haciéndolas surgir de la misma naturaleza. Cualquiera de nuestras cualidades o de nuestros defectos está encarnado por un animal, por un extraño a la humanidad. Lo que a primera vista nos separaba de la propia naturaleza, sencillamente se lo debemos a ella. Ese quizás sea el secreto de los blasones medievales, de toda esa animalidad del hombre que lo hace más noble.
Sin embargo, hay en un rostro algo que no señala (significa) hacia ningún lado, algo que señala en todo caso hacia dentro, hacia una intimidad visible, a flor de piel, latente pero perceptible, o hacia un punto remoto en el universo; signos que no remiten a rasgos compartibles con otros hombres, irreductibles a canon ni a código. Hay una fluidez facial inaprehensible. En un río como el rostro, vemos el reflejo de la superficie (árboles, casas, nubes, cielo) —estados de ánimo— o las algas y los cantos del fondo —el carácter—, es decir, sólo los objetos en que rebota el curso, los que resisten, no obstante nuestra mirada penetra a través de la corriente transparente percibiendo la plena unidad de las gotas, continuidad rota únicamente cuando un rostro salpica con gestos y muestra su turbulencia emocional.
¿Dónde se ocultan los rostros? En Abu Graib, en todos los escondrijos donde son decapitados los rehenes de la posguerra de Irak, en los pelotones de ejecución, en toda relación entre policía y terrorismo. La historia de la intimidad, sobre todo la planteada por el cine, nos interpreta ese ocultamiento como una gracia hacia el ajusticiado, para evitarle un último sufrimiento, un último gesto de valor. Pero no es difícil pensar que lo intolerable es observar a cara descubierta tu propio asesinato, la humillación que uno comete terminando definitivamente con el movimiento perpetuo de un rostro ajeno, porque un rostro, sea cual sea su expresión, siempre desmentirá las razones que hay para detenerlo, todas simultáneamente, en una sola mirada. Un río jamás detiene el curso de otro río, sólo contra natura eso puede suceder, y así es como ocurre.
En la guerra el hombre siempre ha procurado cubrirse el rostro, porque el cara a cara hace imposible cualquier enfrentamiento que no necesite permanentemente alguien al otro lado. El odio es una manera más de mantener la mirada, de tensar el mundo. Ese sentimiento, como todos los demás, raramente se da en estado puro, porque al estar frente a frente no estamos nunca parte contra parte. El rostro permanece absoluto en su relación con el rostro (1). Como en ese hermoso poema de Jabés: «El extremo rostro es universo». Cada rostro es como una herida en el cuerpo cerrado y hermético de la naturaleza. A través de ella siempre emana una confesión incondicional que deja de rodillas, a sus pies, cualquier alegría parcial, cualquier tristeza fraccionaria.
Por eso el rostro es tan semejante al nacimiento de una estrella como a su muerte. En todos los momentos de la vida de una persona nace y muere simultáneamente un mundo imperfecto, y el polvo heredado de otros mundos se condensa en la sonrisa de lo que ya es pensamiento. Es precisamente esa inquietud que emana de la parte superior del cuerpo la que nos hace buscar en la inercia el movimiento molecular y atómico que desmiente el triunfo romántico y fatal de la entropía. Una naturaleza poblada de gestos, donde el relieve de la tierra en horizontal, perfilado por el mar, o en vertical, cortado por el cielo, las formas efímeras, contundentes, únicas de las nubes, el movimiento o la quieta prestancia de los árboles parecen implorar algo más que atención, el reconocimiento de un rostro cuyos ojos se ocultan a nuestra debilidad, a nuestra inconstancia.
Esa nueva nobleza del rostro es la que adivinamos en las caras fluidas de Michaux, en algunos retratos de la madurez de Kokoshka. En ambos casos la idea de movimiento, en el primero más ligado a una idea de tránsito y transfiguración, el segundo ahondando en el carácter profundo de la persona retratada, domina las obras, proyectándolas hacia una inconclusión en la que parece estar su desvalimiento y su fortaleza. En Michaux, los personajes, anónimos, parecen atravesados por una común corriente de pensamiento y energía que desfigura su materia, haciendo que aparezca un rostro como un relevo de la velocidad universal. En Kokoshka tenemos la sensación de estar ante el secreto que uno jamás puede compartir plenamente. Difícilmente los comitentes se reconocían en el encargo ya finalizado. Su secreto, ese emblema plástico extraído del rostro, podría ser totalmente diferente al de otro pintor, pues lo que se demuestra en los retratos de Kokoshka es la energía descomunal con la que un rostro mira a otro.
Para finalizar, un último argumento. También las palabras parecen querer establecer un parentesco entre el rostro y el movimiento. El significado del vocablo francés «allure» remite simultáneamente a la velocidad y al carácter, a la actitud visible en el rostro. Del mismo modo la palabra inglesa «mood» tiene ese significado de humor momentáneo, bueno o malo, o de arranque temperamental. El ánimo, el genio en español, cruzan la figura como una corriente de origen desconocido y destino incierto. En esa fuerza, especie de gravitación que arrebata continuamente el rostro, reside nuestra verdadera comunidad.
Paco Carreño
(1) Emmanuel LEVINAS: Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca, 1987, pp. 208-209
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- Libro: Lo que duerme. Presentimientos sobre lo imaginario, Entrar en la ruina. pp. 97-103
- Editorial: Diputación de Pontevedra, 2007
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La ruina es un indicio del paso del tiempo, señal de una voluntad incansable de forma. Es también un icono, una semejanza depuesta con lo que ha sido, distancia de la identidad consigo misma, siguiendo un arrebatador proceso de extrañamiento. Pero sobre todo es un símbolo. La materia desconocida se representa a sí misma como a una extraña, con la única mediación de lo degradado, de una realidad que depone su existencia y al hacerlo se repone como ilusión: eternamente muda, hablando; informe, asumiendo una forma; postrada, irguiéndose.
La ruina es lo inacabado, el movimiento de una materia que ya no es lo que fue y que todavía no es lo que será. No es extraño, estando en esa encrucijada entre lo real y la nada propia del símbolo, que momentos estéticos como el Barroco y el Romanticismo hayan tenido una relación privilegiada con los despojos arquitectónicos de otras épocas.
Sin embargo, la aproximación de esos dos momentos estéticos a la ruina no puede ser interpretada como una evasión. El exotismo no queda conjurado en otros tiempos, en otros lugares. El tiempo permanece: «tú eres, tiempo, el que te quedas», reconoce Góngora, «y yo soy el que me voy». No se trata, por tanto, de una evasión, sino de un arraigo. Además, la ruina se mueve hacia el lugar en el que está, y del mismo modo, a la inversa, el lugar se mueve hacia la ruina. La evasión de la ruina es un quedarse, un enraizarse de su propia materia.
El realismo del Barroco es una consecuencia lógica de ese hocicar en los extremos. Así, cuando Francisco de Rioja, no contento con la contemplación elegiaca de Itálica, escribe un soneto a las ruinas de la Atlántida, muestra, de cuerpo presente, el óxido precioso de la edad de oro. En realidad, bajo esa fugacidad del tiempo, en esa insistencia y vocación por todo lo decadente, hay una búsqueda y una apuesta por el presente. Hay una clave de ello en las presentes sucesiones de difunto quevedescas, como la hay también en la mirada que nos devuelven las ruinas de algunas fotos de Rulfo.
En la ruina hay un motivo de esperanza. Su enarbolamiento como gran hallazgo estético y social por gran parte del arte del siglo XX quizás sea la mejor manera del defender al hombre del hombre. Una escultura de Miró, o los interiores lluviosos, en proceso de ruina, de muchas películas de Tarkovsky y de Bergman, nos reconcilian mucho más profundamente que cualquier manifiesto con el mundo, restableciendo con él una relación de igualdad, de mayor comprensión y vitalidad, a pesar del esfuerzo y el empeño dedicados por nuestra sociedad para inventar un material que no se arruine, que esté en una perpetua evasión de su contorno, situándonos a todos, aunque sólo sea simbólicamente, a salvo de la muerte.
Quizá en el encanto que los japoneses encuentran en las huellas que el tiempo va dejando a su paso, en el color oscuro de un viejo árbol, en una piedra horadada por el viento, en la impregnación de unas manos que tocaron un cuadro, haya, más que en muchas otras indagaciones, una búsqueda necesitada, una confirmación exaltada del exotismo que emana en nuestra más íntima realidad. Estas huellas del envejecimiento no nos liberan, hacen más bien que nos arraiguemos más profundamente a la tierra.
Al hablar de las ruinas en El hombre y lo divino María Zambrano señala que en ellas encontramos «la realidad perenne de lo frustrado, la victoria del fracaso». La ruina es para ella ese lugar sagrado, donde lo que nunca antes fue visible se manifiesta sin reservas. Así, el templo en ruinas es el templo perfecto, el lugar que al romperse abre su vacío y se deja atar a la tierra, como verdadera forma de liberación. Esta visión de la ruina nos ayuda a comprender mejor esos otros espacios que van de ruina en ruina desde el principio de los tiempos, paisajes de armoniosa imperfección, donde los devaneos geológicos ondulan la superficie terrestre, tocada tan victoriosa e incansablemente por un desmoronamiento incesante.
Mirando hacia aquellos lugares que no han sido hollados por el demasiado familiar desgaste humano descubrimos que la forma de las piedras, su distribución, los montones de tierra forman una ruina perfecta, como si por arte de encantamiento lo que es obra de destrucción se convirtiese en alzamiento. Todo parece haber caído exactamente en su lugar y mantener las distancias de una proporción demasiado sutil para cualquier medida. La gravedad no obliga a la postración, sino a un orden impensable, que sólo se puede comprender por los sentidos.
La ruina renueva la tierra, como una primavera geológica. Es la estación del movimiento, que se superpone, la capa más alta, a los profundos estratos de quietud, transformación y latencia. Dentro de la ruina, en cada partícula de un cuerpo en plenitud están los despojos que apuntalan la perfección. Toda la materia es metamórfica, ha sufrido un desgaste que le otorga precisamente su consistencia. Igualmente podría no ser desencaminado pensar que toda roca es fósil. En cualquier caso, es una verdad demostrada que existe una comunidad férrea entre la arcilla y la sangre.
El hombre, reparando en cierta medida la apreciación por lo que lo niega, se recobra a sí mismo en la ruina y en el desastre erguido de la tierra. En la comprensión y el gozo de los espacios naturales, salvajes, sin ninguna intervención humana, ha tenido la ruina una lenta labor constructiva. No se contempla del mismo modo un paisaje de intensa actividad geológica después de haber pasado por los arcos de triunfo desastroso que el hombre ha construido en algún momento de su historia.
Paco Carreño
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- Libro: Lo que duerme. Presentimientos sobre lo imaginario, El doble. pp. 211-224
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“Cada cosa tiene una seña propia que la hace sin par”
Abu Nuwas
¿Qué es lo que hace que una cerradura hecha en serie, con piezas exactamente iguales en su medida, en su volumen, en su proporción, atranque las llaves que se introducen en ella, de modo que sólo metiendo una segunda llave por el otro lado del bombín se pueda sacar la primera? ¿Qué es lo que hace que en un coche construido en serie, si queremos que las luces funcionen, tengamos que girar suavemente la llave de contacto, como para apagar el motor, sin llegar a hacerlo? ¿Por qué hay puertas automáticas, también fabricadas en serie, que los días de lluvia dejan de funcionar y sólo se pueden abrir manualmente? ¿O los montacargas que sólo funcionan desde determinada planta si damos una patada o un empujón? ¿O las lámparas que se encienden únicamente elevando el cable hasta colocarlo en una posición extravagante o dejando el interruptor a medias? ¿Cómo explicar que una caldera de calefacción, cuando se estropea, vuelva a funcionar solamente si apagamos la luz general de la casa? ¿O los teléfonos y televisores que empiezan a funcionar si les das un golpe? ¿Por qué existe la garantía? ¿No son todos los objetos iguales?
Algo impide que en este mundo de repeticiones existan las identidades más allá de uno mismo, y ésta tampoco, porque puede que los trucos de la víspera dejen hoy de funcionar. Incluso en la fabricación en serie siempre se introduce alguna variable que convierte un objeto en un hecho en cierto modo insólito, una especie de embrujo terrenal de la universal diferencia domina con sus pequeñas travesuras un mundo empeñado en la igualación. El accidente, como un bendito defecto de fabricación, se introduce en las cosas y nos obliga a inquirir un sentido que no estaba dado, a interrogar, a probar uno a uno los aparatos, las herramientas, convirtiendo el servilismo de los objetos en una incógnita que se ahonda cada vez más hasta llegar al enigma.
¿Será porque hasta en una cadena de montaje, aunque los trabajadores todos lleven el mismo reloj, de la misma marca, fabricado el mismo día, en el mismo sitio, y lo hayan puesto en hora, en minuto, en segundo, por un motivo desconocido, puramente material (aleaciones, magnetismos, encaje, masa) uno de ellos se retrasa, deja de funcionar en su debido momento, le falta un segundo incalculable?; ¿será porque el tiempo no se deja precisar?, ¿porque la materia es incalculablemente dúctil?, ¿porque ni el espacio ni los ojos que lo ven son siempre los mismos?
No parece dudoso que la diferencia inframince (infraleve) de Marcel Duchamp entre dos objetos en serie tenga consecuencias de un alcance bastante mayor que el esperado. Al hacer residir la posibilidad, el llegar a ser, en esa mínima diferencia o detalle que sólo una atención esmerada —o despistada— alcanza, proponía atravesar el mundo sin hacer mucho caso de las medidas precisas de laboratorio. Sus ready made son obras originales, no precisamente por ser la primera vez que semejante idea llegaba a la historia del arte, sino porque una diferencia fácil de salvar los separaba de cualquier otro objeto perteneciente a su misma serie. Así, esa identidad de la que el arte siempre ha huido como del diablo, era asaltada en su fortaleza de reproducción técnica, reclamando, otorgando para cada objeto un único molde, un único patrón.
Hay un retraso en la naturaleza, un permanente desajuste técnico que nos obliga continuamente a estar atentos. Como en El sueño de una noche de verano la chispa del duende Puck puede saltar en cualquier momento, haciendo que el escenario en que nos movíamos se transforme en un paisaje lleno de realidad. Entonces ya no vale con dar órdenes, tenemos que pasar al acuerdo, buscar un ajuste con el entorno. La procura de que nuestro mundo funcione nos obliga a ajustarnos también a nuestro alrededor, aflojando las tuercas de nuestra cordura, apretando las de la locura.
En los Eddas todos los objetos tienen nombre propio. Desde la isleta más pequeña de los lagos hasta las cuerdas, las piedras, la espuma: «Eljúvidnir se llama el palacio, Hungr su plato, Sultr su cuchillo, Fallanda el monstruo que cuida el umbral de la entrada, Kör la cama, Blíkjanda los cortinajes de su lecho»(1). Y lo que hace diferente un objeto de otro, dándole unas cualidades que le permiten destacar sobre los demás, la materia que lo diferencia, es algo tan difícil de percibir como «el ruido de los pasos de gato, la barba de las mujeres, las raíces de las motañas, los tendones de los osos, el aliento de los peces y la saliva de los pájaros»(2), trenzas, en este caso, de la cuerda más resistente de la Tierra, con la que se consigue finalmente atar al lobo Fenrir.
Esas cualidades que dan a los objetos su forma, su resistencia, su debilidad, únicas entre todos los del mismo género o entre los de la misma serie, son inimitables y trazan líneas divisorias difíciles de percibir. Estos objetos pueblan mundos de rutinas únicas, obedecen sólo a «quien con ellos va», como en el romance del conde Arnaldos, estableciendo nuevos lazos de fidelidad que no se corresponden exactamente con los del prospecto o el libro de instrucciones.
Si el siglo XIX está obsesionado con la idea del doble es quizá porque en ese momento comienza simultáneamente la fragmentación de los individuos, de lo mínimo, de la unidad hasta entonces indisoluble y, como contrapartida —otra cara de una misma moneda de uniformización universal—, la homogeneización universalista que empieza a suprimir las diferencias, sintiendo una curiosidad arrasadora; es decir, por un lado se anula la resistencia de lo pequeño, haciéndose diferente en una íntima y alucinante refracción de la identidad; por otro se iguala por arriba la máxima separación y se unen los antípodas que la naturaleza había separado.
Movimientos como el Modernismo, o el Art Nouveau, que en un principio pretenden buscar en el exotismo de la curva y los motivos vegetales —es quizá el primer momento en la historia de la civilización en que la naturaleza se ha convertido en algo exótico— un alivio a la uniformidad imperante —ideológica, morfológica, objetual, material— terminan precisamente banalizando las arraigadas diferencias artísticas de otras culturas y de la propia naturaleza, creando clichés orientalistas o buscando el objeto único en una cultura o en una naturaleza que ya no creía en el mundo como sistemática excepcionalidad —la vida es un milagro— ni en la naturaleza —esa íntima exterioridad—, ni siquiera en el sentido instrumental, cultural, o simbólico de los objetos. El propio movimiento de resistencia contra la anulación de las diferencias termina contribuyendo en gran escala a una homogeneidad, pues buscaba su particularidad en un limbo de identidades intercambiables.
En obras como El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde y El retrato de Dorian Gray el bien y el mal, la vejez y la juventud, la virtud y el vicio, la eternidad y el paso del tiempo, ingenuidad e inteligencia comienzan a vivir en cuerpos separados pertenecientes a la misma persona (Jekyll y Hyde, Gray y su retrato), en estancias separadas pertenecientes a la misma casa (la sala de anatomía en la primera novela, el desván en la segunda). Esta escisión celular perturba en pequeña escala la monstruosa convivencia con uno mismo que nos hace hombres. La búsqueda monstruosa de la perfección, saltando los límites de su armónica imperfección (trato estimulante con la maldad, con la muerte, con la fealdad, que también se han convertido en algo exótico), de su inacabamiento (somos seres vivos, por dentro y por fuera), halla finalmente al monstruo perfecto, dándose de bruces, brutalmente, contra aquello de lo que había huido. La vida separada de la muerte, la muerte separada de la vida, el bien separado del mal, el mal separado del bien, son pura deformación.
Esas obras no hablan de un proceso de extrañamiento encantatorio como el que se recoge en las famosas palabras de Rimbaud, «J’est un autre», proceso contrario en que uno se reconoce como ajeno, evitando el sujeto agotador de las miserias grandilocuentes del Romanticismo. Rimbaud, creemos, no pretendía renunciar a una parte de sí mismo, sino alcanzar una ambiciosa capacidad de sorpresa, un encuentro con la maravilla en la propia intimidad. Si hay desdoblamiento es en todo caso en la dirección del infinito, no de la reducción; no es una táctica económica —ahorrativa— de la moral, sino un dispendio en que el poeta devuelve lo que es suyo a la naturaleza, a la vez que se devuelve a sí mismo la naturaleza, con la que no mantiene, en ninguno de los sentidos, una relación servil.
La ciencia y la tecnología, que siempre van con cierto retraso respecto a la literatura (como recuerda Roger Caillois en su libro Imágenes: las alfombras voladoras anteceden en muchos años a los aviones, los viajes de Julio Verne a la luna y al fondo de los mares ocurrieron antes de la llegada del submarino y el cohete), han tomado al pie de la letra algunos caprichos literarios. La clonación, la separación de una célula, una parte perteneciente a un sistema, convertida en un todo por arte de magia, está de alguna manera esbozada en la literatura de ciencia ficción del siglo XIX. Lo que se inició como una operación del alma ha terminado siendo una operación en el cuerpo. Si lo que nos hace diferentes es la sutil perturbación, la mezcla en proporción única (inframince), anular las diferencias nos conduce a un callejón sin salida.
Es notorio el carácter maléfico, universalmente extendido, del doble. No una alteridad potencial, una sombra, sino la emancipación esclavizante del yo. La psiquiatría podría dar buena cuenta de esa maldición íntima en la que una ficción se apodera de la realidad. Igualmente, la psicología profunda explica la antigua interpretación del presagio de muerte en la onírica visión de un espejo justificándola por esa especie de alienación vital y simbólica en que uno está fuera de sí mismo. Recordemos el carácter fatal de la visión del doble en los libros de Castaneda, en los que contemplar cara a cara al otro que es uno mismo resulta mortal, incluso en sueños: Carlos Castaneda sueña con su doble, pero pronto se da cuenta de que es el doble quien lo está soñando, y ya no sabe si volver al cuerpo soñado de su doble o al doble que sueña su cuerpo. Igualmente aciaga resulta la visión extraña de uno mismo en la mitología, como podemos comprobar en el mito de Narciso. Y en los extremos de crueldad y espanto con frecuencia la imagen reflejada da la verdad de lo que está ocurriendo: según Pizarnik, la condesa Bathory habita los fríos espejos.
Pero no sólo en el mundo de los mitos, la magia, los sueños o las alucinaciones, también en la realidad más prosaica, como ésa relatada por la periodista Marjorie Wallace en su libro Las gemelas que no hablaban. En ese caso, la confusión de las identidades ata el destino de cada hermana a la otra, como siameses de un órgano invisible, llamado igualdad —un fenómeno imposible en la naturaleza, pero cierto en la imaginación—, incapaces de escapar a la maldición de la dependencia deseada y aborrecida. Una de ellas ve la identidad como una maldición, para otra la maldición pasa por la mínima disparidad. Sólo quemando el mundo, cometiendo todo tipo de excesos, anulando su personalidad, destruyendo a la otra, consiguen cierto alivio para una claustrofobia sin paredes. Encerradas en un mutuo hermetismo se consagran a la inmovilidad, al mutismo, al acecho en que cada una planea el asesinato de la otra, mientras, como una tregua en sus existencias paralelas esnifan pegamento, beben vodka, fuman marihuana y se entregan a la piromanía y a un sexo tan frío como vigilado, sin dejarse vivir. Sólo se permiten los movimientos que conducen a la destrucción, un ardor que pueda derretir sus efigies heladas, presas en el espejo. El problema es que la ceniza de sus fogatas libertarias aumenta el azogue de sus reflejos, multiplica las sombras, hace cada vez más profundo su encierro.
El doble está fundado en el engaño, es un misterio que se resuelve al descifrarlo, al quemarlo, al curarlo. Tiene solución, en esto mundo o en otro, porque el remedio puede ser fatal. Hay un delicioso relato recogido por Carrière en su recopilación de Cuentos filosóficos en el que podemos comprobar, a modo de fábula protagonizada por seres humanos, este carácter fundamentalmente engañoso del doble:
Un campesino chino se fue a la ciudad para vender su arroz. Su mujer le dijo:
—Por favor, tráeme un peine.
En la ciudad vendió su arroz y bebió con sus compañeros. En el momento de regresar, se acordó de su mujer. Ella le había pedido algo, pero ¿qué? No podía recordarlo. Compró un espejo en una tienda para mujeres y regresó al pueblo.
Entregó el espejo a su mujer y salió de la habitación para ver los campos. Su mujer se miró en el espejo y se echó a llorar. Su madre, que la vio llorando, le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo diciéndole:
—Mi marido ha traído a otra mujer.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija: —No tienes de qué preocuparte, es muy vieja.
El primer engaño da como resultado un espejo, símbolo inevitable de la falacia. Ya es un golpe maestro situar en la procedencia del espejo la falta de memoria, que de un modo ingenuo recuerda el origen del lenguaje, pues las palabras, igualmente, doblan la realidad en sonidos que la representan. Esos sonidos, a su vez, conforme se va perdiendo más y más la memoria al ampliarse, se desdoblan en imágenes: la escritura, que representan los sonidos. Ambos, sonidos e imágenes, son arbitrarios y no tienen relación de semejanza con lo que representan —al menos en nuestro sistema lingüístico—, por lo que es más difícil apreciar en ellos el doble. Perdidos en las palabras («palabras, palabras, palabras») vamos perdiendo pie hasta llegar a la imposibilidad de volver a la realidad. Esto provoca todo tipo de delirios en los que seres y objetos, carentes de su carácter único, convertidos ellos mismos en imágenes, son intercambiables en un interminable juego de espejos. Resolver los intrincados acertijos lingüísticos en los que la sociedad está fundada suele pasar por una vuelta a la realidad, una detención del blabloteo, de la glosolalia que nos impide dar un referente a las palabras y que en último extremo hace que percibamos de modo invertido, tomando el mundo como un doble de la lengua: «Al principio fue la palabra». Para ello la operación de reestablecimiento pasa por desmentir la irrealidad que funda el lenguaje e instaura el reino de la necesidad.
Obedeciendo al espejo como máquina de engañar, el segundo y el tercer engaño multiplican la irrealidad. Del engaño pasamos a la sospecha, de la sospecha a su mentís, que no es en absoluto una vuelta a la realidad, sino una mayor profundización en lo irreal: la mujer se engaña y, confundiendo el engaño con la realidad, piensa que alguien la está engañando; por último, al querer cerciorarse del engaño, se mete en otro engaño, consiguiendo, además, complicidades para su engaño.
Frente a la figura del doble, al que no podemos mirar sin espanto, pues está ahí para negar la posibilidad, el cambio, la vida que sigue, la libertad, se encuentra el elemento opuesto, el andrógino, el ángel. Si aquél es símbolo de la separación, de la identidad que no es dueña de sí, éste lo es de la unión, unión de los contrarios, de los elementos enfrentados que se convierten en complementarios. Es esta síntesis unificadora la que encontramos en uno de los personajes más raros en la producción novelística de Balzac. Séraphîta, una de las novelas metafísicas del autor francés, está protagonizada por un ángel, no un ser mitad hombre y mitad mujer, sino el personaje más hombre (Séraphîtus), más mujer (Séraphîta), capaz de la máxima delicadeza junto a una virilidad extrema. Este andrógino, al que encontramos en el final de una fase de transformación espiritual, al borde de una muerte iniciática, es el testimonio de un absoluto realizado y nos recuerda el giro de una materia en permanente transformación: «Adiós, granito, tú te convertirás en flor; adiós, flor, tú te convertirás en paloma; adiós, paloma, tú serás mujer…»(3).
El andrógino está relacionado con el prestigio metafísico de la unidad, de la coincidentia oppositorum (reunión de los opuestos), por eso no es extraño encontrarlo en El Banquete de Platón, dentro del relato que Aristófanes utiliza para explicar el origen del amor, como figuras redondas, provistas de cuatro brazos, cuatro piernas, dos caras, que caminan como acróbatas, moviéndose en círculo sobre sus ocho extremidades. Como eran demasiado orgullosos, Dios decidió seccionarlos «como los lenguados»(4). El amor sería el nombre para el deseo del reencuentro con esa integridad mítica, que podía ser mezcla de hombre y mujer, mujer con mujer y hombre con hombre. De ahí nuestras el amor como una búsqueda, que se corresponden con una búsqueda, que se corresponden con una carencia inicial.
úsqueda, que se corresponden con una carencia inicial.
De este lado de la unidad metafísica y erótica está la imagen doble que aparece en arte, mucho más frecuente de lo que podríamos creer. Puede formar metáforas: grifo con espita de pájaro como atributo de un hombre en el baño de Durero, pecho rostro de Magritte, mujer batalla en Dalí. Todo el método crítico-paranoico de éste último es una manera integradora de entender el mundo. Su procedimiento está del lado de la asociación, no de la escisión. La crítica suspende el sentido habitual, fácil, extendido, no excepcional; y la paranoia da por otro lado la unidad de un nuevo sentido que establece una fraternidad inquietante entre las cosas. Puede aparecer también como paradoja en la que dos contrarios conviven, como encontramos en las fotografías de Vik Muniz: escorpiones de todos los colores forman un ser que relajado piensa, serenamente, alejado de cualquier idea de peligro; un montón de clavos dibujan la forma de una almohada, con sus pliegues y repliegues; la blandura del chocolate, la solidez de la piedra. En estos últimos casos la convivencia antitética de dos elementos opuestos consiste en una metáfora doble y circular: los clavos representan la almohada; la almohada, los clavos. Aunque parezca que el aceite y el agua están condenados a la separación basta con agitarlos, con recuperar el movimiento para que convivan estrechamente. La inquietud les devuelve su comunidad.
Para que el mundo vuelva a estar compuesto por seres y objetos con nombre propio, para que cada uno de ellos nade en la maravilla de la excepción, para recuperar el sentido del nacimiento, comprobando cómo el infinito se convierte en unidad, para que ni siquiera las ideas puedan ser intercambiables, condenadas a la profundidad de lo desconocido, trabaja el error del arte del que hablaba Nietzsche.
Paco Carreño
(1) Snorri STURLUSON: Textos mitológicos de las Eddas, Madrid, Editora Nacional, 1982, pp. 118, 119
(2) Ibídem, p. 120
(3) Honoré de BALZAC: Séraphîta, París, Pierre Jean Oswald, 1973, p. 143
(4) PLATÓN: Diálogos, III, Madrid, Gredos, 2000, p. 224
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- 2004-2005
- Libro: Lo que duerme. Presentimientos sobre lo imaginario, Ángel de la visión, visión del ángel. pp. 53-58
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Todo lo que tiene forma está hecho de sustancia invisible
Henry Miller
Sería interesante hacer una historia de los ángeles y descubrir la huella que estas imágenes, aparentemente sin peso, han dejado en la historia de los hombres; o a la inversa, cómo la historia de los hombres afecta a la evolución de los ángeles, a sus diferentes avatares en la historia del arte y las religiones. Desde los ángeles grises y lúbricos de Signorelli raptando mujeres en las cúpulas de Orvieto, bajo la atenta mirada de Empédocles, que observa la transición de la discordia caótica a la amistad creciente de la forma, hasta el ángel amordazado, disfórico, terminal y nuevamente amorfo de Luis Jaime Martínez del Río, donde aparentemente se encuentra sentenciado de muerte, encontramos una multiplicidad de visiones que podrían servir para guiarnos en el encuentro inagotable del hombre con el misterio de su propia forma.
Nuestra época parece estar más próxima a los ángeles turbios del Zohar, en la región inferior del espacio, llena de oscuridad, parecidos a huracanes, aniquilados diariamente por una luz de sombras espantadas, sin densidad, sin resistencia, tan incorpóreos como inconscientes. Estos ángeles abortados, sin forma, sin imagen, símbolos de la falta de destino del hombre, son ángeles malditos que bullen y se alimentan fugazmente de las miserias humanas, es decir, de sus escasas ganas de vivir, que mueren bajo la luz implacable de una razón sin socaire, positivados por una luz ciega de sombras sobre la plata inmaculada de la nada cuidadosamente lijada por el esmeril gélido de la morgue. Pero estos ángeles no sobrevivirán.
Habría que insistir en la no ubicuidad de los ángeles, cuya presencia es intensa y concreta, tal como se afirma en la Biblia. El ángel es único, causa final de la individualidad del hombre, de la soledad que lo alumbra por dentro, como un viejo carbón que se ha transformado en el colmo de las edades, medida duramente enigmática de una herida por la que sangra la curación, horizonte perpetuamente renovado. El doble concluye necesariamente en la muerte. Angélica es la sombra, enteramente apegada al instante, o el silencio, rincón privilegiado y tranquilo de la inminencia, ambos imperfectos, de forma interminable. El doble es perfecto, acaba con su procedencia, agota y aniquila el crecimiento; amoldándose como una venda mortuoria, está condenado a negar la matriz y cortar la raíz tremenda con la que miramos las cosas hasta que éstas terminan por mirarnos.
Es evidente que los ángeles se han refugiado, más que nunca, en la materia. El verdadero ángel de nuestra época es un ángel converso, redentor porque nos devuelve la tierra, nos recuerda que la curación está en la herida. Las águilas vuelven a parecernos sospechosas, como un milagro que acecha. Los ángeles sucumben, orgullosos, pulverizados por el paso del tiempo, por el canto de la erosión, repletos de grietas en las que habita un exterior lleno de ojos, de cuencas francas a una mirada perdida, atravesadas por el sentido. El ángel es el heraldo de una realidad que vuelve a ser incomprensible, dejando extrañas cifras de sal y de barro.
Varios son los jalones fundamentales de esta nueva visión del ángel. El primero sería el grabado titulado Finis del simbolista Max Klinger, fechado en los primeros 80 del XIX. Una banda de lluvia cruza delgada el espacio desde una nube aislada hasta tres montones de tierra solitarios. Siguiendo una técnica compositiva que había aprendido de Goya, Klinger consigue crear una atmósfera casi desnuda, un espacio vacío que palpita, creando un aura hormigueante alrededor de otra isla, ésta central, a mitad de camino entre las alturas de la nube y el suelo pordiosero que parece elevarse hacia la lluvia. Ahí, en mitad de la casi nada, un ángel boga sobre sus alas enormes, boca arriba, recibiendo la luz, el agua y la oscuridad reinante. Sobre él una mujer desnuda, en postura indolente, se recuesta como sobre una alfombra que podría ser de piedra o de hierba. No está claro si es la mujer la que va hacia la muerte o el ángel, definidamente masculino, el que viene hacia ella. Él levanta la cabeza —la única parte de su cuerpo que parece moverse— y observa el cuerpo de la mujer en el que el sexo está expuesto, como una tierna herida, a la intemperie, ocupando el centro de la composición.
El siguiente trazo en la visión es de Rilke y lo encontramos en los Poemas a la noche. Al principio, en el poema «Al ángel» el poeta adquiere su ser de la luminosa contemplación de las alturas, cuya energía angélica se adhiere al destino del hombre. Más adelante pasa por la respiración de lo oscuro de la tierra, que vivifica el cielo, ante el que se resuelve «como la piedra / a no ser más que en la pura figura» dentro de «una sola osada naturaleza». Hacia la mitad del poemario Rilke descubre la sed del ángel, quien abreva en la fuente de una agreste naturaleza, y para ello propicio es sentir, querer, desgarrarse, asemejarse así a la inflexible noche. El hombre sólo adquiere un rostro mirando fijamente la «crecida noche», imaginación facial del ángel. En contacto con la incesante forma de los ángeles el hombre adquiere la suya, que de ese modo se ahonda en una morfología interminable.
Otro claro vislumbre de esta nueva angelidad la encontramos en la película de Wim Wenders El cielo sobre Berlín. En ella los ángeles se posan con gracilidad individual, participando de una especie de intrahistoria seráfica, sobre los mazacotes de la historia, anidando en cúpulas, obeliscos y esculturas levantadas por los diferentes Reich. Estos son ya ángeles enamorados de las heridas de los hombres, de su maravillosa vulnerabilidad, del azar, de la tinta sucia de los periódicos, de sus lágrimas, de los extraños ruidos de sus máquinas. Manteniendo su capacidad visionaria profetizan concretamente la caída del muro, dando la razón a la hermosa frase de Benjamin, que creía en una historia natural también para los hombres: «La historia ignora la desgraciada infinidad de gladiadores eternamente en lucha».
Desde el primer ángel de Klinger, que levanta la cabeza de su sueño seráfico para contemplar el exuberante e indolente dormir de la mortal, hasta los ángeles sedientos de Rilke y los ángeles conversos de Wenders encontramos ya una vocación terrenal que los convierte en hermanos de los hombres. Ellos devuelven el destino, habitan lo inimitable, las formas que todavía no han sido aniquiladas por el desprecio de una vida en la que proliferan las réplicas apagadas y asfixiantes. Sirvan para demostrar que cuando el hombre trata de convertirse en un ángel, renunciando cobardemente a la tierra, los ángeles terminan por convertirse en hombres, evitando la desastrosa renuncia del hombre.
Junto a todos ellos no podríamos dejar de mencionar otra pieza esencial en el engranaje de la recuperación del mundo, derivada probablemente de la romántica visión de los caprichos: «El ángel de lo singular» de Poe, donde está prefigurado todo el cine mudo norteamericano de principios del siglo XX. El destino aparece en este relato y en las películas de Buster Keaton y de Chaplin como una eterna carambola, donde la vida, como en la Edad Media, vuelve a estar regida por la fortuna. El ángel de lo singular condena y salva a la vez: te quema la casa y te ofrece una escalera que es derribada por un cerdo, te tira por un precipicio y lanza una cuerda atada a un globo, que cortará sobre tu casa recién construida. Se recupera así el azar como entramado fundamental de la vida, reanimando así el moribundo cuerpo de una sociedad estancada en sus formas.