Un barco llamado Perseo

Esta novela parte de la obsesión por un naufragio. En Cabo de Palos todos recordamos, aunque no lo hayamos vivido, aquel día de verano de 1906 en el que el Sirio chocó contra el bajo de Afuera, muy cerca de la isla Hormiga. Murió mucha gente, cientos de personas. Hay fotos en las que se ve el puerto de entonces convertido en una morgue. Es una desgracia que pertenece al imaginario local.

Un día me puse a investigar sobre lo que había ocurrido. Me enteré de muchas cosas relacionadas con la navegación de aquella época: la competición por la banda azul para el vapor que menos tardase en llegar a América, la recogida clandestina de emigrantes fuera de los puertos, la vida a bordo, el principio del periodismo salvaje…

Pero yo no quería hacer un relato estrictamente documental. Inventé una historia de capitanes enfrentados, de pasajeros extravagantes y de bodegueros enamorados. La novela debe mucho más al barco ebrio de Rimbaud y a la nave de los locos medieval que a la fiel narración de los hechos ocurridos. Es también en parte una revisión, en clave festiva, de un tema que siempre me ha interesado: la balsa de la Medusa. La balsa llena de potenciales náufragos que es toda embarcación incluso antes de haber naufragado.

Sin que me lo haya propuesto, creo que la novela podría considerarse como un remake de Stultifera Navis, poema narrativo publicado a finales del siglo XV por Sebastian Brand en Alemania. Allí, un barco cargado de desequilibrados se dirige hacia Locagonia, el país de los bufones, y otro, tripulado por los cuerdos, a Cucaña, el país de la eterna juventud. Aquí también hay dos barcos. Aunque vayan en la misma dirección son radicalmente opuestos.


Extractos

Empezaron a subir esa montaña en cuya cima coincidirían sus gemidos. Cada uno ascendía por una ladera diferente. No se veían, simplemente oían los pequeños gritos de placer que llegaban de uno y otro lado de la montaña. Iban a tientas por el profundo bosque de los sueños cumplidos. Daban señales de querer alcanzar lo más alto. Como buenos amantes, no querían terminar nunca, no querían llegar ni dar señales de que se estaban aproximando. A mitad de la subida simulaban estar empezando. O jugaban a estar ya cerca del final cuando todavía les quedaba un rato. Cantaban como pájaros enamorados que no se ven. Lanzaban señales que sólo podían interpretarse mediante otra señal. En el lenguaje de los amantes es necesario responder para entender algo de lo que se ha escuchado. Y así lo hicieron, cada vez más alto. Sus voces recorrían el camarote, subían por el manguerote, se metían por debajo de la cama, jugaban a encerrarse en un zapato, a entrar por la parte inferior de los pantalones que permanecían como banderas de un país donde el pudor se vestía de vacío, como personajes fantasmales que esperaban en el suelo la encarnación de su sentido. Las voces atravesaban las paredes con su ariete de gemidos. Por el pasillo se sentían cada vez más libres, y se adelgazaban todo lo que podían en la distancia, intentando subir la escalera que daba a cubierta. Y no retrocedieron cuando se dieron con el obispo sin diócesis Miguel Duda. Todo lo contrario, en su oído se crecieron como no lo habrían hecho en ningún otro lugar. En muchas otras cabezas habrían pasado desapercibidas, confundidas con los ruidos de las calderas y del viento. Las voces de Chiara y de Caputo se realizaban especialmente en aquella mente tan sensible a ese tipo de sonidos.

—Alabado sea el Señor —dijo como única posible respuesta.

[…]

Tenía de impresión de que la clave para encontrar el nuevo nombre en el que pretendían empezar a navegar todos otra vez pasaba por el remedio de la frustración de ese destino alrededor del que giraba todo el grupo de amigos. Giulio era claramente la debilidad del grupo. A su alrededor la amistad se fortalecía. Y no era exactamente por piedad. El marchante de vino era la primera víctima. La simpatía emanaba de una común hostilidad hacia la chulería y la estupidez del capitán. Sobre ese terreno lleno de estiércol, las ramas y las raíces de plantas muy variadas se entrelazaban formando una trenza que los protegía de las nocivas radiaciones de Tavani. Sin embargo, esos mismos rayos del astro maldito servían también para hacerlos crecer en el sentido de una sombra común. Y en eso estaban, pues la búsqueda de un mismo nombre para todos formaba parte de esa confabulación que los llevaba a protegerse debajo de nombres propios. En ese impulso por conquistar el desastre le habrían puesto nombre hasta al último tornillo del barco.

[…]

Y nadie hizo demasiado caso de ese baile en el que flotaban desnudos un montón de personajes sobre fondo tan carnoso como los cuerpos que levantaban los brazos, ni se fijaron en esa escena campestre en la que los jóvenes se abrazan alrededor de una cucaña, con los ancianos al pie de una fiesta que aligera el peso de su edad, y hombres alados haciendo volar a los árboles, bajo dioses de los que manan ríos y ciudades, y guirnaldas de ángeles que se persiguen llenos de deseo. Tampoco vieron el sueño en el que una tropilla de caballos desbocados dejan estelas de doncellas, ni a la noche, completamente cubierta por el despliegue de unas alas dedicadas a proteger a la aurora y mantenerla a cubierto de estrellas que aprenden a brillar en el roce con las almenas. No vieron los dos extremos de la vida convivir en escenas de asombrosa fidelidad al hechizo de la primera vez repetida en todas las miradas. No vieron al poeta iluminar con la luz de una sola vela el libro donde la oscuridad escribe sueños trenzados por brazos hechos de la materia ilusoria de las cavernas. No vieron a los hombres barbudos que pueblan los árboles, cuyos brazos terminan en serpientes más viejas que el conocimiento, ni los ojos que les salen a los cuerpos cuando estamos dormidos y no vemos que los espíritus de la carne nos miran desde la orilla de una materia desplegada en remolinos de atención, cuando el cielo se llena de ovillos de ángeles. No vieron la arquitectura del cielo, las terrazas sucesivas desde donde se asoman las ideas para pelar la pava a las cosas ensimismadas en los ventanales de la tarde, ni el descubrimiento que hacen las parejas cuando se dan cuenta de que no están atadas al mismo poste por una sola serpiente, sino que cada uno de ellos se encuentra enlazado por su propio demonio, cuando descubren que jamás encontrarán el principio ni el final del hilo que aprieta sus espaldas hasta fundirlos en un solo cuerpo, cuando piden con los ojos abiertos que una espada de luz los vuelva a partir en dos mitades. No vieron los duendes que salen de la cabeza si tienes el cuidado de acercar la mano a la frente y sacudir el polvo de los pensamientos callejeros con la cola de fieras enjauladas en el silencio de un espejo rizado.  No vieron a la luna que sigue por el agua a cada uno de los insomnes, encerrada en su propio halo, haciendo señales en flor, dibujando en la falsa oscuridad un camino de evasión común. No vieron las tormentas solares, las lenguas de carbón afilado que preceden a los amantes. Tampoco vieron el verdadero tamaño del sol en las palabras de un pájaro, ni la balanza que pesa las llamas encerradas en los pasos de una mujer que se acerca llena de formas prometidas a las manos. Y sobre todo, no vieron a la melancolía con su túnica gris azabache, ni sus ojos de negro ardor que miran el sol cara a cara,  ni los dragones que se llevan a todas horas nuestro delirio, ni los bosques de sombra hinchada.

[…]

La tarde cayó sobre el viento y lo aplastó. Las nubes seguían deshaciéndose sin apenas movimiento. En el casco se rompían los restos de un oleaje que mantenía solo la emoción del vendaval. El crepúsculo fingía una calma que continuamente desmentía la agitación del mar de fondo. Las banderas restregaban su cansancio contra las astas metálicas, como animales en reposo tras una larga carrera. Habían tenido tres días de convulsión sin tregua y ahora descansaban, vencidas por la gravedad. Objetos sin ojos, sin oídos, sin piel, callaban en el barco. Objetos que sólo podían tener el alma de quien los miraba, cuyo destino se jugaba en un único gesto del espíritu. Objetos descubiertos en una conciencia ajena; desnudos, de repente, en la calma recién llegada de la profundidad del silencio. Su expresión se afilaba en la tensión de un horizonte invasivo, en movimiento, siempre más cerca, siempre más lejos. Objetos más entregados que nunca, en el momento preciso en el que nadie los empujaba, olvidados en el centro de una quietud sin circunstancias.

Berta sintió la última ráfaga de viento al salir a cubierta. Ella imaginó  que sobre su cuerpo soplaba el último aliento de su animal de compañía. No era la primera vez que su imaginación sospechaba el cumplimiento de una fatalidad tantas veces cantada. En esta travesía, más que nunca, había sentido el resuello de una desgracia capaz de cortejarla en mitad de las mayores alegrías. Se asomó por la borda y vio más nítido que nunca el hocico de Leviatán. La Biblia tenía razón, el monstruo siempre sale huyendo. Así, las vueltas y revueltas de la espuma desaparecían. El agua jugaba a ser una boca, y luego era una oreja borrada por orificios de narices superpuestas, como si la creación estuviese todavía probando modelos de seres menos efímeros en el eterno croquis del mar. Y un poco más allá se alzaban los hombros de una distancia indiferente. El barco se acercaba sin parar a ese lugar increíblemente parecido a otro.