Obra de Filippo Bentivegna en Sciacca (Agrigento), Sicilia










Quizá lo más inquietante del Castillo Encantado, donde se amontonan cabezas esculpidas obsesivamente, formando un espeso bosque de presencias que nos esperan, nos interrogan y nos acompañan, sea la potencia de los ojos, el hermetismo de la piedra personificada y la seguridad de que nadie nos devuelve la mirada. Todas las cabezas parecen participar de una ceguera vocacional, noble, entregada sin resignación al fatalismo de no ver, con el impulso de un destino asumido a la manera de Beethoven cuando abrazaba exaltado sus problemas de oído al final de uno de sus manuscritos: “No guardes el secreto de tu sordera, ni siquiera en tu arte”. Es ese rasgo el punto más significativo y enigmático de este pétreo álbum de recuerdos de soñadores que miran sin ver y desencadenan, al mismo tiempo, la promesa de una percepción más intensa, la oportunidad de hacernos visionarios, del mismo modo que los cuartetos de Beethoven, hijos de la sordera, siguen hoy día proponiendo sonidos todavía sorprendentes.
Pero no es el único impulso enigmático que nos hace abrir los ojos, pues el estar ante una multitud callada, quieta y ciega, resulta igual de fascinante. Aquí la cantidad se convierte en fundamental rasgo cualitativo. La repetición obsesiva de las cabezas surgiendo de la piedra desencadena un vértigo en el que compartimos con Filippo la necesidad de ver más y más rostros ciegos surgir de la materia dura, igual que él sentía el impulso de esculpir y esculpir, de sacar a la piedra esos testigos de una locura discutible. Deseamos no terminar nunca de ver surgir las cabezas de una aglomeración que se mantiene en la soledad dura de aquellos que se asoman desde la inmovilidad, abriéndose un camino figurado en la masa informe de la roca, sin que podamos evitar acordarnos de los Esclavos de Miguel Ángel, aquí mucho más apegados a la difícil expresividad de lo inanimado. Y compartimos la majestuosa soledad de todos los que fueron convocados a golpes, la complicidad en el impulso hacia el ser de esas pequeñas variaciones, con ligeras diferencias en tamaños y forma de las narices, en las líneas de los pómulos y las comisuras, en las curvas de las barbillas o el grosor las frentes.
Uno se pregunta qué hay detrás de ese propósito machacón de poblar esta parcela de tres hectáreas con tantos y tantos rostros esculpidos sin demasiados detalles. Porque sí, es cierto, hay rasgos que diferencian las fisonomías, pero esas particularidades no llegan a evocar una expresión demasiado propia, aunque se supone que retrataba ilustres personajes de la política, el arte y la literatura italianas. Adivinamos sonrisas, igual que intuimos cansancio en algunos de ellos, o un rictus irónico. El carácter viene más bien de la posición, de la inclinación de la cabeza, de pequeñas señales toscas que destacan en la extendida familiaridad de una multitud que surge de la roca, abriéndose camino hacia nosotros, hacia su aparición en bloques de materia muda e inanimada, a la espera de una correspondencia. El verdadero detalle aquí es la importancia del conjunto, el amontonamiento, la reunión abigarrada.
Es probable que haya influido en Filippo el monumento del monte Rushmore donde aparecen los retratos esculpidos de los presidentes de Estados Unidos Washington. Es casi imposible no encontrar un parecido, no reconocer una réplica de este emigrante retornado de América que volvió a su Sicilia natal después de un golpe en la cabeza que le produjo un ataque de amnesia y lo mantuvo inconsciente durante varios días. Despertó, sí, con el cristal de su mente probablemente quebrado, permitiéndonos hoy apreciar la compleja estructura de una conciencia capaz de explorar una conexión diferente con lo inanimado, buscando una nueva humanidad de piedra que sustituya a otra que le había fallado.
No podemos dejar de pensar que esa referencia monumental de los bustos presidenciales se encuentra detrás, dentro del castillo, como un motivo al que aferrarse en una contestaria réplica de individuos a tamaño natural donde ninguno parece estar por encima del otro, en una «democrática» población de aprendices de ser. ¿Es posible que Filippo delle Teste, como lo llamaban sus vecinos, se haya refugiado, tras el retorno obligado a su tierra, en una imaginaria corte de iguales, proponiendo un discreto y obsesivo nuevo mundo en el que preservaría unos valores ausentes en el exterior? En su locura los motivos monárquicos parecían más importantes que los republicanos. Recibía a sus visitantes como dignatarios de corte, obligándolos en ocasiones a arrodillarse, y se concedía a sí mismo tratamiento de Excelencia.
Si otorgamos a la piedra el sueño en esas cabezas, reconocemos en ella la posibilidad del despertar. Nos atrevemos a pensar que Filippo no está representando exactamente rostros humanos. Lo que a él probablemente le interese de esa multitud casi impersonal es más bien hacer un retrato de la piedra, un retrato de algo así como la muda madre tierra —necesariamente multitudinaria—, crear de nuevo a la humanidad. En esa nube de olvido en la que está sumido desde aquel golpe que lo despertó a la niebla ha encontrado la manera de dar expresión a lo que aparentemente no la tiene, darle vida, gestos, muecas, ojos que no ven, pero ojos, al fin y al cabo. Sí, rodearse de nuevos compañeros, con los que hablar, en nupcias con una tierra que él fertilizaba, según cuentan, en rituales epitalámicos. De hecho, en alguna ocasión habló de la semilla que había introducido en el suelo.
¿Cómo no encontrar un paralelismo entre el bosque de cabezas del Castillo Encantado y el mito de Deucalión y Pirra que se recoge en las Metamorfosis de Ovidio? En este Zeus, después de visitar el reino arcádico del tirano Licaón, recorrer su reino y comprobar que la humanidad se encuentra dominada por los vicios y carente completamente de piedad decide aniquilarla mediante un diluvio, al que sobrevive solo la pareja de primos Deucalión y Pirra, hijos, respectivamente, de Prometeo y su hermano Epimeteo. El matrimonio superviviente, siguiendo las instrucciones dadas por el oráculo, que ordenaba lanzar los huesos de la madre de Pirra hacia su espalda, tras un pequeño ajuste en la interpretación del vaticinio e identificar madre con tierra y huesos con roca, decide arrojar piedras con las que se va recomponiendo la humanidad perdida. Pues bien, en los dibujos de las estancias que ocupaba Filippo Cien Cabezas vemos una ciudad llena de rascacielos en cuya base hay un mar creciente representado por montones de peces gigantes, esquemáticamente dibujados. Es una manera, seguramente no del todo consciente, de representar el diluvio, la ciudad a punto de ser engullida. Una vez que salimos al exterior vemos todo sembrado de cabezas de piedra: ¿la nueva humanidad que está próxima a ablandarse, a echar a andar?